domingo, 21 de noviembre de 2010

¿Manuel Dorrego en la Unasur?


No suele ocurrirme que me levanto una mañana y un mensaje de texto en el celular enviado por mi amigo Mariano Feuer me alerta: “Felicitaciones!! Ahora te recomiendan entre presidentes… entrá a Twitter ya!” No suele ocurrirme que abro la página y una verdadera catarata de saludos invade mi carpeta de mensajes. Y, obviamente, lo que nunca me sucede es que dos presidentes democráticos que están dentro de la línea nacional, popular y americanista hablen de un libro escrito por mí. Leer la recomendación que hizo la presidenta Cristina Fernández de Kirchner a su par venezolano Hugo Chávez me dejó varios minutos sin poder de reacción frente a la máquina. Una fuerte convicción personal –una cuestión de fe íntima– me impide permitirme el acto humilde de la vanidad personal. Pero, confieso, sentía un orgullo profundo y una emoción privada que compartí con los míos.
Hace dos semanas una fuente de gobierno me pidió un ejemplar de El loco Dorrego. Le envié dos: uno para él y otro para la presidenta. Fue un acto impensado de mi parte. Nada me une a la presidenta. La vi por última vez en el año 2002 cuando ella era legisladora y yo redactor de una revista. Ahora, ella es presidenta y yo redactor de un diario. Unos días después, la misma fuente –uno de los políticos con mayor futuro de mi generación– me mandó un escueto “tu libro le está gustando mucho”. Me di por hecho. A la presidenta de la Nación le gusta mi libro. No es poca cosa.
Después vino su acto de generosidad inconmensurable. Y la respuesta de Chávez. Y la conferencia en cadena nacional en la cual el presidente venezolano habló de mí y de Dorrego. Era obvio que debía hacerle llegar mi libro con dedicatoria incluida. Fui hasta la embajada de su país y me trataron muy amablemente. “El jueves le estará llegando el libro”, me aseguró cordial uno de los funcionarios de la embajada. “Pero tenga el celular abierto, por cualquier cosa”, se despidió. Sonreí. Un día después, Chávez me agradeció en la conferencia de prensa al pie de su avión mi dedicatoria y mostró mi libro. Si alguien lo hubiera planeado, no habría salido tan bien. Y si las cosas fueran planeadas, la vida no sería tan infernalmente bonita.
Pido perdón por esto tres párrafos estúpidamente egocéntricos. Pero Fernando Capotondo, jefe de redacción del diario, me pidió que cuente la historia de estos saludos cruzados, y como es mi jefe, no pude desobedecerlo. Por suerte, toda vanidad tiene su hoguera. Y voy a entrar en razones.
Hay un signo en lo que ocurrió esta semana –perdonen cierto misticismo histórico de mi parte– con Manuel Dorrego. No debiera ser capricho que en pleno golpe de Estado contra un presidente popular y democrático como el ecuatoriano Rafael Correa, dos presidentes latinoamericanos se enfrascaran en la vida del primer líder popular de la historia argentina que fue derrocado y luego fusilado por su enemigos. Como si Dorrego estuviera allí para recordarnos quiénes y por qué quiebran el orden institucional en nuestros países: esa entente entre el liberalismo conservador y un sector del Ejército, y lo hacen para frustrar la posibilidad de que los sectores populares puedan llevar adelante sus propias políticas independientes del poder concentrado y monopólico. O como anunció el poeta unitario Juan Cruz Varela: el pueblo deberá volver a su lugar, que son “las cocinas”.
Porque lo que no soportaron los políticos y los intelectuales de la burguesía comercial porteña es que el líder del Partido de los Populares –como se llamó en un principio el Partido Federal–, el “padrecito de los pobres”, como lo llamaban los orilleros, gobernara y llevara adelante un proyecto diferente al de ellos. Por eso lo mataron. Por eso cortaron “la cabeza de la hidra”, como le escribió Varela a Juan Lavalle, el autor material del crimen. Porque querían ejemplificar al pueblo para que supiera que no debía osar gobernar nunca más en la Argentina.
Es interesante la vida de Dorrego: valiente soldado, joven irrespetuoso, periodista irreverente, brillante polemista, federal doctrinario, patriota convencido, idealista hasta la tontera, liberal por convicción, demócrata empecinado, corajudo en las batallas y en las lides políticas, americanista, bolivariano. Un protagonista de la historia sepultado porque era incómodo para todos. Especialmente para la historia oficial que no podía explicar por qué los liberales unitarios habían derrocado un gobierno leal y legítimo y habían fusilado al mandatario.
Dorrego es el primer defensor del voto universal; su federalismo es doctrinario y no intuitivo (su discurso en la Legislatura sobre las economías regionales es imperdible); se entrevista varias veces con Simón Bolívar en 1826 para pedirle que los ejércitos republicanos del continente se unan contra los imperiales en Brasil, porque era un convencido de que América debía ser una Confederación de naciones –por estos años, el libertador del norte organiza el célebre Congreso Anfictiónico de Panamá al que la Argentina no concurre por decisión de Bernardino Rivadavia–. Pero lo más interesante es su plan de gobierno: reducción de deuda pública enfrentando al capital financiero inglés, desmonopolización de los productos de necesidad básica y control de precios de productos como el pan, extensión de la frontera para aumentar la producción agrícolo-ganadera, el intento de confeccionar una Constitución federal con el apoyo de las provincias frente al centralismo porteño y la defensa de la integridad del territorio nacional.
Por último, Dorrego tiene algo para decirnos respecto del quiebre de las democracias. El golpe de diciembre de 1828 es la matriz de la mayoría de los golpes de Estado del siglo XX: el de 1930, 1955, 1966 y 1976, como si se tratara de un cuento borgeano en que lo actores repiten una y otra vez las misma bazas. No tengo comprobada la hipótesis en lo demás países de Latinoamérica pero, a priori, me animaría a decir que el modelo se repite en otros rincones del continente. Por eso, la aparición de Manuel en la cumbre de la Unasur no es inocente. Rafael Correa, un presidente popular, era víctima de un golpe de Estado que ponía en peligro su propia vida. Y Dorrego estaba allí, como un recuerdo, como un llamado de alerta, como un toque de atención. Posiblemente, no haya mejor homenaje en este año de los Bicentenarios latinoamericanos para Manuel que el hecho de que su figura y su triste final sirva para alumbrar la defensa de la democracia en nuestros países. Si es así, ni su muerte ni su olvido fueron en vano.
Tiempo Argentino - Publicado el 3 de octubre de 2010

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