domingo, 25 de marzo de 2012

El violento oficio de la memoria




Mucho se ha escrito sobre las formas en que las sociedades, los pueblos, los grupos humanos reconstruyen su pasado con una visión utilitarista de los recuerdos. “Un pueblo que no conoce su pasado no puede encontrarse en el presente ni saber hacia dónde se dirige en el mañana”, dice la remanida frase que, a fuerza de ser repetida hasta el hastío, ha perdido su razón. Y es que el pasado está allí para servirnos, para que lo podamos utilizar, para contarnos lo que fuimos, lo que somos, lo que podemos ser. Tiene una estructura, una funcionalidad, una dirección. ¿Cuánto de verdadero pasado hay en un “pasado” que nos direcciona el futuro? ¿Cuánto de efectivo tiene un pasado que se repite y se repite y se repite? Cómo cuando éramos niños y repetíamos una palabra infinidad de veces para vaciarla de sentido y significado y cuando terminábamos de hacerlo ya no sabíamos qué quería decir exactamente. Lo mismo puede ocurrir con un “pasado” si se repite sin reflexión, sin pensamiento, sin desgarramientos. Porque recordar duele y conmueve. Y si no es así se trata simplemente de un suceder de imágenes y discursos pegados como en un cinema verité.
No hay ninguna duda de que el pasado no es la memoria. Que es algo intangible, inaprehensible, desaparecido. Pero que ha dejado impreso su suceder en forma de recuerdos. Pero la memoria no son los recuerdos individuales y/o colectivos. La memoria es una construcción, un recorte, un relato. La memoria tiene una intencionalidad. Es de naturaleza política (aun cuando sea estrictamente individual y privada).
(Digresión 1: Debo reconocer que el abuso de la palabra “relato” me produce urticaria. Porque lo ficcional esconde algo de ficcional, de adulterado, de mentira. Un relato está allí para suplantar una realidad plural. El relator aparece entonces con una subjetividad y una centralidad que deja de lado la “única verdad” –dicho esto con ironía–. Como un animador engañero y artificial que transmite fútbol con la capacidad de embellecer o hacer emocionante un partido de metegol entre mancos).
La memoria no es un lienzo blanco. Ni siquiera la historia, esa colección de interpretaciones con distintos grados de rigurosidad y de prepotencias metodológicas, es un espacio aséptico. Menos, entonces, la memoria que no es otra cosa que un campo de batalla con vencedores y vencidos. Pero no quiero repetir el lugar común y un tanto ingenuo a esta altura de que la historia la escriben los que ganan. Porque, como dijo alguna vez Franco Vitali, la “historia la ganan los que escriben”. Y algo similar ocurre con la memoria, que tiene, como la historia, un origen, una existencia y un uso político.
El 24 de marzo de 1976 nos obliga a hacer memoria. Porque significa el horror humano en toda su dimensión: la muerte organizada, la violación metódica, la tortura sistemática. Es el “mal radical”, como lo llama Immanuel Kant. Es el que nos muestra el peor de nuestros rostros como sociedad y como pueblo. Nos demuestra de lo que somos capaces cuando alimentamos nuestras miserias y nuestros odios. Pero esa fecha –“caprichos del calendario”, los llamaría Jorge Luis Borges– también encierra los otros 24 de marzos que contiene nuestra historia: el golpe asesino contra Manuel Dorrego, la coalición internacional que en Caseros destituyó a Juan Manuel de Rosas, la campaña contra los pueblos originarios en el ochenta, el decadente e iniciático golpe del uriburismo contra Hipólito Yrigoyen, el salvaje bombardeo contra población civil de junio de 1955 –sólo los nazis con Guernica, los aliados con Dresde y los norteamericanos en Nagasaki e Hiroshima se animaron a un crimen de guerra semejante, con la única diferencia de que se trataban de pueblos ajenos o enemigos y no de su propio país– y la asonada contra Arturo Illia.
(Digresión 2: Los discursos de la memoria siempre parecen políticamente correctos, con una positividad progresista y funcionales a la lógica de evitar que los horrores vuelvan a producirse. Sin embargo, muchas veces son utilizados como un método de amedrentamiento, como una amenaza sobre el regreso del pasado: “Si se vuelven a plantear cambios revolucionarios, si se intenta tocar las renta de los poderosos, si el pueblo decide intentar gobernar… otra ESMA es posible, otra dictadura más atroz y brutal puede surgir para volver a reequilibrar el tablero del poder.” Hay también una utilización reaccionaria de la memoria a la que también hay que estar atentos para desarticular. El “show del horror” que a principios de los años ’80 los medios de comunicación cómplices de la dictadura camuflaron por investigación no era otra cosa que un exhibicionismo aleccionador para la sociedad).
Y así como no hay un solo 24 de marzo en nuestra historia, tampoco hay una sola memoria. Existe una pluralidad de memorias acordes a cuantos recuerdos haya. Como decía la canción del mundial ’78, hay 25 millones de memorias –con intencionalidad política–; tantas como recuerdos hay. La memoria del dictador Jorge Rafael Videla –desnudada recientemente en el mohoso reportaje de Cambio 16-, la de mis padres, la terrible y sufrida memoria de Isabel Perón, la de Firmenich, la mía, la suya, lector, la de los miles de torturados y exiliados, la del verdulero de la esquina, la del diariero que le entregó hoy Tiempo Argentino. Por esa razón, la “memoria colectiva” es un recorte de la confederación de memorias individuales. Es un recorte, un abandono de muchas otras posibilidades. Y ese troquelado, claro, es una imposición producto de una hegemonía política.
Ayer, los argentinos conmemoramos el día de la Memoria, decidimos recordar lo peor que hemos sido en los últimos cien años. Diría que, paradójicamente, hemos recordado lo que incluso en aquellos años habíamos decidido ignorar como sociedad, hemos recordado aquello que quisimos tapar bajo la alfombra con el hipócrita “yo no sabía nada”. Milán Kundera, el escritor checo, sostiene que los pueblos también son responsables por aquello que deciden ignorar. Y estoy de acuerdo con esa sentencia.
Ayer, no recordamos la memoria de la amnistía, ni la teoría de los dos demonios, ni la política del “olvido, la reconciliación y el perdón”. Conmemoramos el pasado desde un lugar determinado, desde una memoria particular y generalizada: recortado ese 24 de marzo del 2004, cuando el por entonces presidente de la Nación Néstor Kirchner pronunció uno de los discursos bisagras de la democracia argentina, cuando dijo: “Las cosas hay que llamarlas por su nombre y acá, si ustedes me permiten, ya no como compañero y hermano de tantos compañeros y hermanos que compartimos aquel tiempo, sino como presidente de la Nación Argentina, vengo a pedir perdón de parte del Estado Nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia por tantas atrocidades. Hablemos claro: no es rencor ni odio lo que nos guía y me guía, es justicia y lucha contra la impunidad. A los que hicieron este hecho tenebroso y macabro de tantos campos de concentración, como fue la ESMA, tienen un solo nombre: son asesinos repudiados por el pueblo argentino.”
Es la memoria colectiva que encierra hoy los recuerdos particulares y los condensa, los alumbra. Ya vendrán tiempos en los que, gracias a la acción definitiva de la justicia, podremos los argentinos decir con Martín Fierro que “Es la memoria un gran don,/ calidá muy meritoria;/ y aquellos que en esta historia/ sospechen que les doy palo,/ sepan que olvidar lo malo/ también es tener memoria”. Pero sólo cuando no haya ni un mínimo resquicio de impunidad, los argentinos podremos entregarnos al descanso del olvido. Mientras tanto, seguiremos en el juego en que andamos, como diría Juan Gelman: recordando. Porque a la brutal violencia del horror sembrada por la última dictadura militar, los argentinos, entonces, vamos a continuar imponiendo una vez más el violento y conmovedor oficio de hacer memoria.

Publicado en Tiempo Argentino, 25 de marzo de 2012. http://tiempo.infonews.com/2012/03/25/editorial-71298-el-violento-oficio-de-la-memoria.php

martes, 8 de febrero de 2011

Cuadernos de Traslasierra III



Hay una pregunta cruel que siempre sobrevuela en toda discusión política. Más allá de las crisis de acumulación capitalistas, de los ciclos productivos, de las crisis periódicas, tanto de las balanzas comerciales como de pagos, hay una duda que carcome el futuro de nuestro país y es la posibilidad o la certeza –según el nivel de escepticismo de quien la enuncie– de que los argentinos no sepamos “andar bien”. Más allá de una cuestión de autoestima nacional –tema tratado pero nunca acabado desde Domingo Sarmiento hasta Arturo Jauretche– el fatalismo autoboicoteador tiene origen en cierto esquema de conducta colectiva: en momentos de crisis, el miedo acogota los egoísmos, pero en cuanto la malaria da un respiro, aflora la especulación individualista que intenta echar mano a los logros obtenidos. En otros términos, podría sintetizarse de la siguiente manera: los argentinos somos partidarios de la socialización de las pérdidas pero de la apropiación voraz de las ganancias.
La nacionalización de la deuda privada que realizó Domingo Cavallo durante las postrimerías de la última dictadura militar, o la pesificación de las deudas de las grandes empresas realizada por el gobierno de Eduardo Duhalde –un extraño peronista que ahora quiere recortar el poder de la “columna vertebral” del Justicialismo, es decir el movimiento obrero organizado– funcionaron como gravámenes sobre los bolsillos de todos los argentinos en beneficio de unos pocos. Es decir, los desmanes financieros realizados por los grandes grupos económicos terminaron siendo subvencionados por los bolsillos de todos los ciudadanos. O sea, en épocas de desbande todos contribuimos a la riqueza de unos pocos. Claro que cuando las condiciones económicas mejoran, cuando el ahorro colectivo aumenta, cuando la economía crece, cuando hay más para distribuir, los argentinos nos encerramos en “nuestro pobre individualismo”, como escribió alguna vez Jorge Luis Borges, y nos enfrascamos en una puja distributiva que terminó históricamente en una espiral inflacionaria.
¿Los argentinos no estamos acostumbrados a ganar? ¿Es por eso que cuando empezamos a ganar iniciamos una carrera alocada de acumulación “por si esto se termina”? Hay una clave a estas preguntas en el célebre “empate hegemónico” en el que hemos vivido estos 200 años. Como ningún sector –en tanto sector y no en tanto apellidos– ha logrado imponer su hegemonía, las reglas de juego cambian cada una década en la Argentina. Dólar alto versus dólar regalado, sobreproteccionismo vs librecomercio estúpido, políticas subsidiarias vs ajuste criminal, inclusión social vs represión brutal son algunos de los extremos de una dialéctica que enloquece a los argentinos desde mediados del siglo XX.
“Reglas de juego claras”, “seguridad jurídica”, son algunos de los pedidos reiterados de los comunicadores sociales de uno u otro extremo de la dialéctica cada vez que se cambia de modelo político y económico. Lo mismo dicen los empresarios comunes –no los dueños de la Argentina, claro– cada vez que los grandes acumuladores de riqueza cambian los tantos de la economía en función de sus propios intereses. Porque es sabido que los grandes grupos económicos tienen mayor capacidad de manipulación y especulación que cualquiera de nosotros.
A esos reclamos no despojados de cierta histeria, la política –no un gobierno, no un partido político, sino aquellos dirigentes no comprometidos con los grupos económicos sino con las grandes mayorías– debería oponer políticas de Estado. La economía no es una ciencia exacta, es sencillamente un coto de caza de intereses sectoriales. Tiene ciertas reglas, claro, pero no es otra cosa que un mecanismo de distribución de la riqueza de una comunidad. Si queda en manos de los grupos económicos, como ocurrió entre 1989 (o 1991) y 2001, se perjudican las mayorías. Si queda en manos de los sectores políticos –como ocurrió durante los interregnos políticos gobernados por el peronismo clásico y el radicalismo (Arturo Illia o Raúl Alfonsín)– suelen beneficiarse las mayorías, aun cuando esas experiencias terminen en rotundos fracasos.
(Digresión prescriptiva ingenua e idealista: La clase política argentina en su totalidad debería asumir su rol de representante de mayorías y no de grupos económicos; debería sostener políticas de Estado equidistantes de los intereses económicos y representar a sus legítimos representados.)
Por primera vez en mucho tiempo, una alianza de sectores políticos, económicos, ideológicos –con mayor o menor grado de homogeneización– y que puede denominarse nacional y popular está en condiciones de extender su hegemonía por más de una década. Es decir, el Estado está en condiciones de llevar adelante políticas públicas a mediano plazo, que permitan estabilidad y previsibilidad a los distintos sectores sociales. Es decir, tiene la posibilidad de marcar reglas claras y de ofrecerles a los grupos económicos y a los empresarios la posibilidad de realizar políticas de rentabilidad equilibradas, sin necesidad de caer en una espiral voraz de acumulación que distorsione la economía general.
En el siglo XIX, Juan Bautista Alberdi dijo “gobernar es poblar”, en el XX, Juan Domingo Perón proclamó que “gobernar es dar trabajo”; hoy esa frase se podría reformular de la siguiente manera: “gobernar es redistribuir”, es decir, de lo que se trata, gracias entre otras cosas a los precios internacionales de la soja, de disponer con racionalidad y relativa justicia los excedentes de una economía cuya expansión no parece tener horizonte por ahora.
Desgraciadamente, los sectores económicos dirigenciales se han formado en la cultura de la imprevisibilidad y la especulación. El “tomo todo” individual rápido y egoísta se ha convertido en un “todos pierden” permanente que no ha permitido a la Argentina aprovechar sus ventajas comparativas en recursos naturales y humanos. La tarea del Estado es educar y culturizar. Es “civilizar”, en términos de Norbert Elias, es decir, lograr imponer el autocontrol de las pasiones y los egoísmos particulares.
El Estado tiene dos herramientas fundamentales para lograr estos objetivos: la persuasión a través de la formación de ideas, la publicidad, la negociación ideológica, o la sanción a través de la intervención de la renta por medio de las políticas tributarias. La pregunta se caen de maduras: ¿tienen conciencia las mayorías de su poder para utilizar el Estado como una herramienta propia o seguirán empecinadas en su cultura de desconfianza hacia la política, los políticos y el Estado fogoneadas por los grupos económicos y mediáticos concentrados? Y la duda más importante, claro, es: ¿Creemos los argentinos que el Estado, o sea, todos nosotros, tenemos derecho a intervenir en la renta privada en beneficio de las mayorías o seguimos convencidos de que “nuestro pobre individualismo” es una forma de frenar al avasallamiento del Estado frente al beneficio estrictamente individual?
(Digresión final a modo de excusa: el autor de estas palabras reconoce que es la columna más ingenua que ha escrito en los últimos años y ofrece a modo de justificación el hecho de que es consciente de que las vacaciones de verano han reblandecido su pesimismo consuetudinario.)

Publicado en Tiempo Argentino, el 23 de enero de 2011.

Cuadernos de Traslasierra II


I

En términos históricos, lo más importante que nos dejó diciembre fue no sólo la condena al ex dictador Jorge Rafael Videla, sino también la imagen de ese abuelito calmo y manso que justificó con parsimonia pero con brutalidad el accionar de las Fuerzas Armadas durante el período 1976-1983. Fueron momentos inquietantes, incómodos, revulsivos. Un hombre defendía y justificaba la interrupción de un gobierno democrático, la instalación de campos de concentración, tortura y muerte, las prácticas de secuestros, el uso de picana y tormentos físicos, violaciones a mujeres, secuestros de niños, el arrojo de personas vivas al mar. Y no era un monstruo. No era el demonio personificado. Era un abuelito de voz altanera pero quebradiza. Y algo más: se presentaba a sí mismo como un mártir, un “bueno”. Por lo tanto, ¿de qué se habrá de arrepentir Videla si no hizo otra cosa que hacer el bien a la sociedad argentina?
Los “buenos” son peligrosos. Siempre lo fueron. Creen que su razón es la verdad absoluta y no tienen dudas en utilizar cualquier método para imponerla. De allí al fanatismo y a Auschwitz hay muy pocos pasos, es cierto. Pero lo que hace tan difícil soportar las palabras de Videla es no comprender justamente esto: que él es un “bueno” que no tiene de qué arrepentirse porque no ha hecho otra cosa que el “bien” mediante métodos “dolorosos” para todos. Videla se ve a sí mismo como un cirujano de urgencia que en medio de la batalla “se vio obligado” a amputar una pierna a la República gangrenada.
Si usted ve a un hombre serruchándole la pierna a otro sin dudas diría que ese hombre es un sádico, un torturador, un asesino. Si usted le agrega una guerra, una tienda de campaña, mucha sangre alrededor, una pierna destrozada y a punto de gangrenarse y un paciente retorciéndose del dolor, diría que ese mismo hombre es un salvador. Hannah Arendt, en su clásico y todavía poco leído libro Eichmann en Jerusalén, recopila varias entrevistas en las que oficiales y jerarcas nazis se autovictimizaban y se justificaban con el siguiente argumento: “Los judíos son un mal para Alemania, ergo hay que expulsarlos o exterminarlos. Desgraciadamente, alguien tiene que sacrificarse y hacer el trabajo espantoso en pos de la felicidad de las futuras generaciones. Y ellos incluso se lamentaban de los horrorosos trabajos a los que se veían obligados a realizar.”
Arendt habla del ya remanido pero nunca bien comprendido concepto de “banalidad del mal”. Que no significa, como creen muchos, que el “mal” que realiza tal o cual persona sea “menor” o “banal” –“trivial, común, insubstancial”, según la RAE– en términos “objetivos”, sino que en la persona que está ejecutando lo que Immanuel Kant llama el “mal radical” se produce un “adormecimiento de la conciencia” que no permite comprender en toda su dimensión el mal que está cometiendo. Para ella, “su mal” es “banal” porque hay justificaciones contextuales y personales que lo llevan a realizar esos actos. No son endemoniados ni perversos. No disfrutan –excepto en los casos patológicos, obviamente– del mal que causan, lo hacen porque consideran que es lo correcto, lo menos malo, lo “necesario”. Son “buenos haciendo el bien mediante métodos non sanctos”. Y esa fórmula les permite llevar adelante cualquier tipo de atrocidades.
¿Por qué es necesario realizar estos planteos contradictorios y confusos en vez de cerrar el debate con facilidad y trazar una línea que diga: de este lado los asesinos de la dictadura de este otro los –ahora sí– “buenos de verdad”? Primero, porque no se trata de apacentar conciencias; segundo, porque se debe debatir y discutir el horror hasta comprenderlo; tercero, porque la única manera de evitar potenciales horrores es desactivar los mecanismos que pueden conducir a esos terrenos de violencia desenfrenada.
¿Cuál es la puerta de entrada al horror? La pérdida del humor social y la cosificación del otro. Cuando una sociedad se vuelve grave y solemne, y no hay espacio para la distensión y la posibilidad de tomarse a sí misma con cierta ligereza y espíritu lúdico, el terreno está abonado para la violencia. Y cuando en términos políticos, el otro, el adversario, el enemigo, incluso, se convierte en una “cosa”, la partida ya está ganada por los “buenos” dispuestos a banalizar su propio mal. “Inmigrantes descontrolados”, “juventudes hitlerianas”, “el zurdaje”, “la oligarquía”, las “tiradas por la ventana del tren”, “los extranjeros aliados al narcotráfico y la delincuencia” son atajos que cosifican a los otros y los vuelven plausibles de ser víctimas de violencias o al menos de que sean restringidas sus ciudadanías.

II

Nuestra sociedad –mejor dicho las corrientes de opinión mayoritaria– ha transitado varias estaciones respecto del tratamiento de las violaciones de los Derechos Humanos. En un primer momento, se hizo la desentendida, la distraída, miró para otro lado –aun cuando es posible que hubiera en aquellos años cinco o seis personas que realmente no supieran lo que estaba pasando–; hacia finales de la dictadura se regodeó culpógena en un obsceno festival de muestras del horror –en el que los medios de comunicación, que antes habían ocultado todo, ahora se encargaban de mostrarlo todo–; con la CONADEP se produjo la sanción moral de la violencia política que le permitió a la sociedad ponerse en el lugar de víctima del fuego cruzado de dos demonios. El juicio a las Juntas y a los líderes de las organizaciones político militares como Montoneros intentó ponerle un coto institucional a esa sanción moral. El punto final, la Obediencia Debida y el Indulto fueron el resultado de las presiones de la corporación militar, pero también sirvieron como alivio para esa corriente mayoritaria que ya a principios de los ’90 buscaba olvidarse de los ’70 y entrar en el Primer Mundo del consumo, la blooperización del mundo y, si se podía, ir en enero a Punta del Este a codearse con modelitos de ocasión. Para todo eso era necesario olvidarse de tanta sangre, ocultándola con una bonita alfombra importada, aunque con los años volviera a mancharse.
Digresión: Tomás, el personaje de La insoportable levedad del ser, la novela de Milan Kundera, utiliza el personaje de Edipo para condenar moralmente a los colaboracionistas con el régimen soviético. Dice lo siguiente: Es posible que muchos no supieran qué estaba ocurriendo realmente –para otra digresión quedará la discusión sobre si uno es responsable o cómplice de su propia idiotez o ignorancia–, pero ahora que lo saben deberían clavarse los ojos con agujas como hizo Edipo cuando se enteró de que su amante era su madre. Sin embargo, ninguno de ellos lo hizo. En la Argentina, no sólo no se arrancaron los ojos cuando se descubrieron los horrores de la dictadura, sino que muchos siguen dando cátedra desde los medios de comunicación.

III

Comprender no es justificar y mucho menos dejar impunes los crímenes. Desde 2003 a la fecha se reabrieron los juicios por las violaciones a los Derechos Humanos. Más allá de la intención de quienes decidieron poner en marcha esos procesos, lo fundamental son las consecuencias para el futuro de los argentinos. ¿Se trata de una cuestión moral? No. Y tampoco de un tema ideológico o político en términos de izquierda o derecha. Se trata, sencillamente, de una cuestión de Estado. De ahora en más, cualquiera de nosotros sabe que si se le ocurre realizar un golpe institucional y matar a cinco, diez, quince o treinta mil personas, tarde o temprano lo pagará frente a la justicia. Y todo jurista sabe que sólo recién a partir de que el delito más aberrante es castigado se puede condenar con legitimidad a los menores. Porque nuestro país sufría de un profundo desequilibrio en materia de justicia: uno podía torturar y masacrar a treinta mil personas pero no podía robarse un sanguchito de un juzgado. Con Videla autojustificándose antes de escuchar por segunda vez una condena en su contra en un juicio ajustado a derecho, se restablece cierto orden jurídico.
El 22 de diciembre pasado, el Estado no condenó a un demonio, sino simplemente a un hombre que entendió –junto a muchos otros– que desatar el horror estaba “bien”. En términos humanos fue un día de justicia, más allá de las discusiones morales o éticas o de las consecuencias económicas y políticas de la dictadura militar. Pero en términos históricos, ese día los argentinos profundizamos nuestra democracia.

Publicado en Tiempo Argentino, el 16 de enero de 2011

Cuadernos de Traslasierra



1) La noche estaba profusamente estrellada. Un cielo exagerado de estrellas para un porteño en Traslasierra, provincia de Córdoba. La carne del chivito trepidaba en la parrilla. Entre los comensales se encontraba un contador de la zona de San Francisco, una ciudad media enclavada en el corazón de la pampa gringa, el paraíso de la “República de la Soja” o de ese “País maceta” al que muchos quieren reducir a la Argentina. Hombre joven, mediana edad, preocupado por cuestiones políticas, por la modernización no sólo en términos económicos sino también sociales y políticos. Repetía como un mantra que los argentinos debíamos ser “más civilizados”. Yo miraba divertido cómo un hombre del “interior” levantaba la bandera civilizatoria del aporteñado Domingo Faustino Sarmiento. Y esperaba su discurso obvio y malinchista, no sin cierto prejuicio de mi parte. Pero debo reconocer que me sorprendió: “Te pongo un ejemplo –dijo mientras apuraba el Sirah que tan bien conjugaba con la carne asada–, le hacía los números el otro día a un importante empresario de mi región ¿no? Reviso las cuentas de 2010 y veo que había un crecimiento por inflación de costos del 12% y una ganancia neta del 25% respecto del año pasado. La suba de gasto en salarios era apenas el 30% respecto del costo y las ventas habían aumentado un 10%. Sin embargo, el hombre había ganado un 25%, ¿quién se comió el 15 restante? Él, claro, ¿y de dónde salía? Del aumento desproporcionado de los precios al consumidor ¿Vos te creés que es uno solo? –preguntó con un dejo finito de tonada cordobesa como la que tienen los que viven en la frontera santafesina–. Te vas a sorprender, te vas a sorprender…”
Otro de los comensales, de indubitable lógica de izquierda, sacó la cuenta rápido: “Podría haberle dado un aumento a sus trabajadores de más del 30% sin ningún problema.” El sanfrancisqueño sonrió y dijo como quien sabe que gana la partida: “Ajá, ¿pero saben qué? El hombre no le pagó el aguinaldo a tiempo porque, argumentó, no le habían cerrado las cuentas del año… Y les aclaro –remató–, se trata de un empresario honesto que no evade innecesariamente impuestos.”
Intercedo. Y le pregunto qué tiene que ver el egoísmo de un hombre de negocios con la civilización. “Primero no es un hombre –aclara–, es una cultura, una forma extendida de hacer negocios. Segundo, las sociedades civilizadas se reconocen por el grado de solidaridad entre sus miembros y por la vergüenza que producen los egoísmos desenfrenados.”
Interesante. Imaginemos que no se trata de un simple empresario de Córdoba. Por un momento, pensemos que la clase dirigente argentina –industriales, ruralistas, empresarios, comerciantes, financistas, intelectuales, políticos– actuara de la misma forma que relataba el contador del asado. La nuestra sería de alguna manera una sociedad de freeriders (llaneros solitarios), en palabras del ultraliberal Robert Nozick. En su libro Anarquía, Estado y Utopía, el pensador estadounidense describe una parábola: Si en un barrio, los vecinos quieren pavimentar un camino todos deben actuar en forma solidaria para conseguir el objetivo común que los beneficia a todos por igual. ¿Pero qué ocurre si uno de ellos no quiere colaborar por el motivo que sea? Será, sin dudas, el más beneficiado, ya que sin costo alguno obtendrá su beneficio, es decir, el asfalto hasta la puerta de su casa. ¿Pero si es más de uno el freerider? ¿Si la mitad de los vecinos especulan con no ser “el gil” que colabora? ¿Cuántos freeriders tolera una sociedad? ¿Cómo actuaría usted, estimado lector, en el caso del camino de tierra? ¿Sería un “gil solidario” o un “piola vividor”? Evidentemente, a mayor número de egoístas y especuladores, menor es la probabilidad de que el camino resulte pavimentado para bien de todos.
¿Es la Argentina –por las razones que sea– un país de freeriders?
¿Puede construirse un país con millones de freeriders?

2) Días después volví sobre las palabras del contador sanfrancisqueño. Sobre su interesante concepción sobre la “civilización” como los mecanismos de interrelación entre los integrantes de una sociedad, como la lucha constante entre las pasiones individuales y el bien común. Leo en mi descanso veraniego en Traslasierra –quebrado, apenas, por la confección de esta columna para el diario– el libro del sociólogo figurativo Norbert Elías, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. Es un texto muy interesante que describe de qué manera Europa construyó su propio camino civilizatorio a través de diferentes pautas culturales y en función de la división del trabajo, la consolidación del Estado y el monopolio de la fuerza por parte de ese mismo aparato. Elías sostiene que la sociedad moderna –resultado civilizatorio– está constituida por la presencia del Estado y su contratara y consecuencia, el control y el autocontrol de los individuos para vivir en comunidad.
Lejos de aplicar un esquema positivista y similar al de la Teoría de la Modernización de los años cincuenta y sesenta –Elías tampoco lo hace–, voy a jugar en esta nota, no sin cierta irresponsabilidad, con algunos de sus conceptos. El Estado argentino, de una manera espuria y bastarda, es hijo de ese proceso civilizatorio europeo. Pero como bien dice Jorge Luis Borges en “Nuestro pobre individualismo”, el argentino descree del Estado. Razones no le faltan para esa desconfianza típica de los freeriders. Durante décadas, el aparato estatal ha sido una estancia feudal en un principio, un cuartel imponedor o impedidor –en el mejor de los casos–, o ya en democracia se ha encontrado con la titánica tarea de intentar “civilizar” a la sociedad –esto dicho con exceso de ironía– ya sea como “compromiso fallido” en el primer alfonsinismo, como “liberador de los egoísmos desenfrenados” durante el menemismo y como “imposición velada del compromiso” por parte del proceso abierto en 2003. En algún punto, tanto el peronismo como el kirchnerismo son devotos de los pactos sociales, de la solidaridad entre los miembros, son “pavimentadores de caminos comunes”, pero a veces por deficiencias propias y otras –las más– por la brutalidad de la desconfianza del argentino hacia el Estado o la voracidad descontrolada y cortoplacista de las clases dirigentes, no han encontrado otra mejor fórmula que la de “obligar” a los sectores dominantes al compromiso social, construir un “Estado de Bienestar de prepo”.
Escribí hace unas semanas que la Argentina vivió durante siglo y medio en una especie de “empate hegemónico” en el cual ni el sector liberal-conservador ni el nacional-popular han logrado imponerse. Este año que se inicia es una gran oportunidad para la democratización y la institucionalización de nuestro país. Por primera vez, un modelo desmonopolizador, descentralizador y democratizador tiene la posibilidad de manejar el Estado durante más de diez años seguidos. Los juicios por las violaciones a los Derechos Humanos son un hito para la educación civilizadora de nuestra democracia: es un mensaje de “nunca más” real para el futuro, genera en los futuros golpistas el “autocontrol”, ya que no sólo hace público lo inenarrable, sino que también genera el miedo a ser condenado pase el tiempo que pase. El matrimonio igualitario es otro mojón en esta ruta: pone un freno indubitable a la coacción de los deseos y los derechos de la otredad y es una invitación a la ampliación de derechos de lo marginado y lo discriminado. El pacto social espoleado por la presión del movimiento obrero organizado obliga a negociar permanentemente a los sectores dominantes que continúan aferrados a la “barbarie” del egoísmo desmesurado, de la renta a cualquier costo, de la especulación desenfrenada. Si la presidenta Cristina Fernández de Kirchner se presenta a las elecciones de octubre y las gana, tendrá un desafío histórico: a) dotar de una institucionalidad sustantivamente democrática al Estado y a la sociedad a través de un cambio cultural que atraviese los partidos políticos, las corporaciones, las organizaciones no gubernamentales y llegue hasta las terminales capilares que son las familias y los individuos, y b) persuadir a los argentinos –con las pruebas obtenidas durante estos años– de que el mejor negocio es el compromiso social y lograr que los individuos sientan vergüenza de ser freeriders, que no puedan sonreír burlones y autosuficientes aquellos que se benefician con el esfuerzo de los demás, o como decía Enrique Santos Discépolo, que ya no sea lo mismo “el que labura noche y día como un buey, que el que vive de los otros, que el que mata, que el que cura o está fuera de la ley”.

Publicado en Tiempo Argentino, el 9 de enero de 2011.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Apuntes para la militancia II


Hernán Brienza

1) Una de las primeras lecciones en materia de conducción política que Juan Domingo Perón le ofrecía a quien quisiera escucharlo es que el primer deber de un líder es determinar quién es el enemigo. Porque recién a partir de allí se puede construir una táctica y una estrategia propia para alcanzar los objetivos. Incluso intentó explicárselo sin éxito, claro, a Fernando Pino Solanas en esa larga entrevista filmada que tuvieron en Madrid. Allí, Perón, citando a Mao, dijo: “Lo primero que el hombre ha de discernir cuando conduce es establecer, claramente, cuáles son sus amigos y cuáles sus enemigos, y dedicarse después, esto ya no lo dice Mao, lo digo yo: al amigo, todo, al enemigo ni justicia. Porque en esto no se puede tener dualidades. Todo el que lucha por la misma causa que nosotros es un compañero de lucha, piense como piense.”

Si hay algo bueno que tuvo poder escuchar las palabras que pronunció Jorge Rafael Videla fue que permitió a los argentinos volver a encontrarse con un discurso desnudo, brutal, poco sofisticado, antidemocrático y que restauró la lógica amigo-enemigo en términos ideológicos pasados de moda –el kirchnerismo también coqueteó a veces con esta lógica pero con categorías bastante más modernas y ya no en el marco de un mundo bipolar y de la Doctrina de Seguridad Nacional como en los ’70. No tuvo dudas siquiera el ahora condenado a cadena perpetua en decir la tontera de que el gobierno kirchnerista “intenta instaurar un régimen marxista”. Sin embargo, planteó un escenario interesante: para la derecha más ultramontana, el gobierno es una expresión de la izquierda. Digo que es un mapa interesante porque clarifica. Para “ellos” –si es que hay un “ellos”– el enemigo no es Pino Solanas, no es Elisa Carrió, no es el Partido Obrero, que se divierte generando caos en las vías del Roca porque sus dirigentes saben que es relativamente barato jugar al chico malo con un gobierno que decidió no usar la fuerza como método de limitar la protesta. Para “ellos” el enemigo es el kirchnerismo.

Si hay algo bueno que tuvo el lanzamiento de la campaña de Eduardo Duhalde fue que permitió a los argentinos ver a quiénes acompañaban al que fue el ex vicepresidente de Carlos Menem cuando se firmaron los indultos de los responsables de las violaciones a los derechos humanos de la última dictadura militar: la inefable Cecilia Pando, defensora de Videla, Jorge Tata Yofre, jefe de la SIDE menemista de aquellos años, o Miguel Ángel Toma, fueron algunos de los rostros de una argentina perimida que realizó un durísimo despojo contra los sectores populares y que, cuando no tuvo más remedio, reprimió brutalmente la protesta social bajo la excusa de imponer el orden.

En coincidencia con estos dos hechos, Mauricio Macri agitó el discurso del orden y la represión, complementado con la acción de algunos militantes de filiación dudosa –entre la frontera del PRO y el duhaldismo– que atizan con el objetivo de generar la sensación de caos e inseguridad que, amplificado por las editorializaciones periodísticas de las cámaras de TN y de las tapas de Clarín marcan la agenda de los argentinos. Es decir, ya no se habla de redistribución, de democratización, de desmonopolización sino de control, de orden, de seguridad. En algún punto, a ambos dirigentes les cabe la categoría de “bombero piromaníaco” que Alain Rouquié le endilgaba a Perón; es decir, aquellos que se presentan como solucionadores de problemas que ellos mismo sgeneraron previamente.

2) Las elecciones de 2011 son fundamentales por el bloque opositor que se estructura contra el gobierno. La vieja política menemista, los agoreros del orden y el garrote, los grupos económicos concentrados como Techint, entre otros, los medios de comunicación hegemónicos, están dispuestos a esmerilar el consenso popular que mantiene la actual presidenta Cristina Fernández de Kirchner. El panorama internacional tampoco es el mismo: la derrota de Barack Obama, la crisis europea –con su cuota de xenofobia y cerrazón– y el fortalecimiento del FMI como garante financiero mundial alejan el clima de primavera progresista que parecía despertar hacia mitad de la década.

Para ganar las elecciones del año próximo, el peronismo kirchnerista, posicionado en la centro-izquierda, está obligado a seducir al electorado de centro y ampliar así su base electoral. Desgraciadamente para aquellos que miran al peronismo y al movimiento obrero organizado con desconfianza, la clave para obtener la victoria es la unidad de las fuerzas progresista con estos dos grandes protagonistas políticos, económicos, institucionales y sociales. Incluso, en algunos lugares con el progresismo subordinado a tácticas centrípetas. Porque, como se sabe, no se ganan las elecciones con posturas puristas y estéticas.

Tampoco se obtiene el triunfo en 2011 dividiendo las fuerzas de acción. La lección de la elección porteña de 2007 debe servir como experiencia. Perón decía que “el que lucha contra un compañero es que se ha pasado al bando contrario. Generalmente defiende un interés, no un ideal, porque el que defiende un ideal no puede tener controversias con otro que defiende el mismo ideal… ¿Cómo es posible que un señor que está en la misma lucha esté luchando contra otro peronista, cuando tiene un enemigo contra quien naturalmente debe luchar?” El que saca los pies del plato, entonces, está apostando a una estrategia personalista o sectorial y está olvidando el objetivo principal: continuar y profundizar el actual modelo.

Ahora bien, el kirchnerismo debería también tener la generosidad de reservar para los socios menores un lugar de expectación política que le permita el juego de ser incorporado sin perder su identidad y sin hacer exageradas concesiones ideológicas que los comprometan con sus propios militantes. ¿Pero desde dónde se hace esa integración? Claramente desde el reconocimiento a la conducción del actual modelo. Porque como se sabe, conduce quien acierta en la estrategia y gana; no quien sólo tiene una fuerza testimonial y se erige como fiscal ideológico de un proceso que acompañó.

3) Los errores de los años ’70 deberían iluminar a la militancia “nacanpop”, progresista o de izquierda que simpatizan con el gobierno kirchnerista. En aquel desafortunado año ’73, la juventud intentó disputarle la conducción a Perón y, corriéndolo por izquierda, terminó acorralando a la derecha a un hombre de profundas convicciones aristotélicas. Debido a sus posiciones maximalistas, no percibió el verdadero significado de José Ber Gelbard en el Ministerio de Economía, ni el Pacto Social que garantizó la distribución del ingreso nacional en un 53% para el trabajador –la más alta en toda la historia argentina– ni tampoco el quiebre del bloqueo internacional a Cuba mediante créditos y exportaciones de maquinarias a la isla, entre otros ejemplos. Estaba más preocupada por su propio rol revolucionario que por analizar la correlación de fuerzas en el partido que se estaba jugando. Como se sabe, perdió la “juventud maravillosa”, perdió el propio Perón –incluso algunos sectores de la ortodoxia del movimiento–, y terminaron ganando, a la larga, los que querían “reorganizar” la nación conservadora. Si el pasado no sirve para revisar el presente, sólo sirve para el regodeo de bibliotecarios.

4) El año 2011 es fundamental para consolidar cierta hegemonía del movimiento nacional y popular en el país. Pero también para el destino de generaciones de argentinos que mejoraron sus vidas gracias a este modelo. Incluso también están en disputa esos millones de reserva que tiene el Banco Central y que son el ahorro colectivo y que pueden ser un buen coto de caza para los buitres nacionales e internacionales.

“Tomar el cielo por asalto”, es una bella frase de Carlos Marx, pero no parece ser la estrategia correcta para este momento histórico. No parece sensato apostar a todo o nada cuando se tiene parte del trayecto realizado. Una decisión incorrecta, como en el Juego de la Oca, puede hacer volver a un jugador al casillero de partida. Y a millones y millones de argentinos al infierno anterior que estalló en 2001.

Publicado en Tiempo Argentino, el 26 de diciembre de 2010

domingo, 19 de diciembre de 2010

Apuntes para la militancia



Hernán Brienza
1) Hace unos meses escribí en una columna dominical en Tiempo que uno de los principales problemas no visibles de la Argentina era, fundamentalmente, el racismo oculto que denigra al 50% de nuestra población que es mestiza, que es negra, hija de esas cruzas entre blancos, indios y gauchos. La toma del Parque Indoamericano mostró la peor cara de nuestra sociedad: xenofobia, racismo, impericia y desgobierno. Fue una fuerte derrota cultural para aquellos que militan en el campo del respeto a la diversidad, el humanismo y la defensa de los sectores populares. Sin embargo, Mauricio Macri, quien fue leal a su clientela y le dijo lo que ella quería escuchar –un discurso basado en el orden, la represión y la discriminación–, también salió perjudicado. La Ciudad de Buenos Aires es mucho más sofisticada de lo que la mayoría de los políticos cree –incluso dentro del peronismo–, y los discursos burdos y lineales suelen espantar a una mayoría de opinión que está más ligada a un progresismo blanquito que a una centroderecha brutal y poco elegante. Pronto, Mauricio Macri también va a encontrar su techo en las encuestas. Pero lo importante es que allí hay una misión para cumplir: la principal batalla cultural en la Argentina –y sobre todo en la Ciudad de Buenos Aires– es disminuir los niveles de racismo y de desprecio social. La toma de conciencia –incluso dentro del movimiento nacional y popular y de centroizquierda– del problema de la discriminación cultural y racial. La cuestión de la denigración hacia el mestizo está tan arraigada en el lenguaje que sorprende. La palabra “denigrar” –perdón por el acto de barato “grondonismo”– proviene del latín denigrationis, que significa oscurecer. Denigrar a una persona no es otra cosa que “ennegrecerla”. La misión de la militancia cultural en los próximos años no es otra, entonces, que resignificar los términos y, sobre todo, tender a la igualación de oportunidades. Lo cultural no es una máscara de las relaciones económicas, lo cultural es –y debe ser– justamente su representación simbólica; trastocar valores significa –y también en un juego dialéctico empuja porque libera– distribuir riqueza y solucionar los problemas infraestructurales de la pobreza.

2) Otro de los males que despertaron tras la apertura de la caja de Pandora del Indoamericano es el fanatismo argentino por las conspiraciones y las versiones conspirativas de la política. Las conspiraciones existen, claro, pero suelen ser mucho menos numerosas y exitosas de lo que todos suponemos. El problema de este tipo de visiones es que alimentan y agigantan la figura del conspirador y perjudican a la víctima de esas maniobras. Es decir, crean fantasmas invisibles, todopoderosos, invencibles, y relega a la víctima de esas maniobras como un ser indefenso, incapaz de manejar esas conspiraciones. Imaginar complots, maniobras oscuras, internas irrefutables es, en algún sentido, despreciar la capacidad de resolver problemas por parte de la conducción del proceso político actual, en este caso la presidenta de la Nación. Nadie, niega, claro la existencia de maniobras políticas desestabilizadoras, de generadores de caos ni de aprovechadores que se presentan como “únicos salvadores de la patria”. Pero tampoco es cierto que hay una gran conspiración en marcha cuyo camino es inexpugnable y cuya conclusión es inevitable.
Es más, el principal problema de la presidenta en este momento no proviene de fuerzas exógenas. No deberían ser hoy, ni el radicalismo ni el macrismo, sus principales problemas. Ni siquiera un disminuido Eduardo Duhalde. Las encuestas de imagen positiva y de intención de voto le ofrecen un colchón suficientemente mullido como para esperar a octubre llevando adelante un par de medidas más y haciendo la plancha. Pero la presidenta tiene y tendrá, si no tensa las riendas de ese caballo arisco y mañoso que es el peronismo, más problemas dentro de sus filas que fuera de ellas. Las supuestas internas entre Nilda Garré y Aníbal Fernández, las peleas por las candidaturas, las peleas cruzadas entre las distintas fuerzas de seguridad, los intereses cruzados por la gestión –como por ejemplo el reciente conflicto por el Hospital Gandulfo de Lomas de Zamora– y la disputa de los recursos presupuestarios, perjudican más a la presidenta que la acción de sus adversarios directos.
La muerte de Néstor Kirchner, el 27 de octubre pasado, debilitó, sin dudas, esa conducción política compartida que llevaban los dos líderes kirchneristas. Iniciar movimientos subterráneos dentro de las propias filas, sin ofrecer ni tregua ni descanso, es sin dudas el peor acto de deslealtad que puede ejercer hoy un dirigente, un cuadro o hasta el último militante del espacio. Los actuales son momentos de debate, de discusión, de revisión, pero no deben ser momentos de deslealtades.

3) En los próximos meses se producirán miles y miles de discusiones y debates a lo largo y ancho de la Argentina. Algunos pocos de ellos serán sobre cuestiones de cierta profundidad. La mayoría será sobre las candidaturas. Bastantes kirchneristas de última hora se sentirán sorprendidos por algunas designaciones y otros serán reticentes a apoyar a ciertos candidatos. Mucho se hablará, seguramente, de un “corrimiento” al centro por parte del kirchnerismo, a juzgar por algunas candidaturas menos progresistas de lo que los entusiastas “profundizadores del modelo” esperan.
El simpatizante kirchnerista no debería perder de vista varias cosas: 1) Las tácticas electorales a veces difieren de la estrategia general. 2) La voluntad y la decisión transformadora del rumbo del actual proceso ya ha sido probada en casi ocho años de gobierno, por lo tanto, debería haber una confianza entre votantes, militantes y cuadros respecto de la conducción. 3)Hay que comprender que la base de sustentación del peronismo kirchnerista ya incluye a vastos sectores de la centroizquierda. Por lo tanto, debe seducir no sólo al electorado cautivo y convencido, si no a aquellos sectores que no están convencidos o miran con desconfianza al actual proceso político. En función de las pruebas de gestión, el electorado progresista K debería dar un salto de confianza respecto de las tácticas electoralistas para 2011. 4) No hay que olvidar que una verdadera estrategia transformadora de la sociedad no puede prescindir de la vocación de poder. Por lo tanto, el único objetivo para el movimiento popular y nacional no es otro que ganar la mayor cantidad de elecciones posibles en 2011.
¿Por qué? Sencillo. La maquinaria peronista se maneja desde la conducción, y conduce el que acierta la estrategia. Conduce el que gana. ¿Y por qué debería ganar las elecciones el kirchnerismo? Porque sería la primera vez desde 1983 que un presidente es elegido en contra de la voluntad de las corporaciones mediáticas y económicas y porque por primera vez en más de 150 años un gobierno que tracciona hacia la democratización, la desmonopolización y la distribución de la riqueza tiene la posibilidad de gobernar más de diez años en la Argentina.

4) ¿Los kirchenristas tendrán que tragarse algún sapo? Es posible. Juan Domingo Perón dijo alguna vez: “Cada uno dentro del movimiento tiene una misión. La mía es la más ingrata de todas: me tengo que tragar el sapo todos los días. Otros se lo tragan de cuando en cuando. En política, todos tienen que tragar un poco el sapo.” Para los votantes, militantes, cuadros, dirigentes y conducción estos no son tiempos de posturas “estetizantes” y “yoicas”. El año 2011 es clave para el futuro del país. Ese es el único objetivo. Después vendrán los tiempos de debate sobre cómo continúa la “profundización del modelo”.

Publicado en Tiempo Argentino, el domingo 19 de diciembre de 2010.

lunes, 6 de diciembre de 2010

El empate hegemónico argentino


Por qué la Argentina no encontró su lugar en el mundo durante 200 años de historia? ¿Por qué ha ido y vuelto entre dos modelos económicos que cada diez o quince años se suplantaban y fundaban un nuevo país echando por tierra todo lo que había construido su predecesor? ¿Por qué la Argentina no puede realizar políticas a mediano y largo plazo que le permitan mantener un rumbo estratégico? Hay muchas respuestas a estas incógnitas. Muchas de ellas echan mano a cuestiones económicas, coyunturas internacionales, discursos institucionalistas y republicanos, cuestiones culturales, étnicas, prejuicios raciales. El problema no es sencillo, claro, pero creo que en la reformulación de un concepto de Juan Carlos Portantiero se puede hallar una punta para desenrollar la madeja: hablo de la idea de “empate hegemónico”.
En 1973, Portantiero analizó el escenario político de la década de 1970 en términos gramscianos, y definió “empate hegemónico” como: “1- Mantenimiento crónico de una situación de crisis orgánica que no se resuelve como nueva hegemonía por parte de la fracción capitalista predominante ni como crisis revolucionaria para las clases dominadas. 2- Predominio de soluciones de compromiso en las que fuerzas intermedias, que no representan consecuentemente y a largo plazo los intereses de ninguna de las clases polares del nudo estructural ocupan el escenario de la política como alternativas principales, aun cuando su constitución sea residual y su contenido heterogéneo inexpresivo de las nuevas contradicciones generadas por el desarrollo del capitalismo monopolista dependiente en la Argentina. Con estos alcances tendría sentido una definición de la situación de hoy (1973) en el plano político-social como de empate: Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría. Nuestra hipótesis es que la raíz de esa situación se halla en que ninguna de las clases sociales que lideran los polos de la contradicción principal (capital monopolista/proletariado industrial) y que son por ello objetivamente dominantes en su respectivo campo de alianzas ha logrado transformarse en hegemónica de un bloque de fuerzas sociales.”
La otra noche, mientras cenaba con dos amigos politólogos, Lucas Krotsch y Agustín Pineau, ensayábamos una reformulación del concepto de “empate hegemónico” y analizábamos la posibilidad de recuperarlo para reflexionar sobre los 200 años de historia argentina. ¿Ha vivido la Argentina en un empate hegemónico? Creemos que sí, aun cuando no hayan sido las mismas formas estructurales de poder, los mismos bloques históricos (dominación económica, política, cultural) e incluso cuando la idea de revolución y lucha de clases en términos marxistas no tuviera ninguna incidencia en el devenir histórico.
Creemos que el “empate hegemónico” en la historia argentina se produce entre esas dos grandes tradiciones: el liberalismo-conservador (con mayor o menor nivel de concentración y monopolización del poder y la riqueza) y línea nacional-popular (con mayor o menor nivel de distribución, democratización y desmonopolización del poder y la riqueza). Ya no se trata de la dicotomía falsa entre la Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista en término electoralistas. Ya no se trata, ni siquiera, de la antinomia “peronismo-antiperonismo”, como quieren construir el relato con cierta malicia operadores culturales de uno u otro lado. La diferencia está dada por quienes, en cada coyuntura histórica (independencia-federalismo-yrigoyenismo-peronismo-kirchnerismo), han logrado ampliar la distribución de la mayor cantidad de recursos –políticos, económicos, culturales– en la mayor cantidad de individuos y sectores posibles de la sociedad.
El empate hegemónico se produjo en la historia argentina porque el liberalismo-conservador (representación política de los sectores dominantes) no ha tenido nunca la voluntad política ni la posibilidad –quizás por su propia lógica de “empoderamiento”– de incluir en su proyecto a las grandes mayorías que se vieron relegadas y condenadas a convertirse en víctimas de la represión en todas sus formas. Tal vez habría que hacer un paréntesis en dos momentos históricos que dieron la apariencia de incluir mayorías. Nos referimos al proyecto roquista que inició el proceso de convertir al “gaucho malo” en peón y sancionó la Ley 1420 de Educación –dicho esto sin olvidar la campaña de exterminio contra los pueblos originarios y el latrocinio de la tierras del sur–, y también, en los primeros años del menemismo, durante los cuales se había entrelazado una alianza de sectores dominantes y populares que parecía poner fin a la historia argentina. Las dos experiencias terminaron funestamente: En 1890 se produjo la crisis comercial y financiera más importante del siglo, y en 2001, como todos recordamos, el país volvió a estallar por los aires.
(Digresión 1: resulta interesante el juego discursivo respecto del pasado. Cuando el liberalismo-conservador se impone que “cierra etapas”, “da vuelta páginas”, “concluye la historia”. Cuando lo hace la línea nacional y popular, generalmente, “funda una nueva nación”, “abre etapas”, “reaviva la historia”.)
El problema que encontró la línea nacional para imponer su hegemonía fue, justamente, la concentración de recursos que propulsó siempre el liberalismo-conservador. Si bien este bloque logró tender lazos con las grandes mayorías e intentó incluir en la escena a los sectores populares, siempre se encontró con el límite de la ruptura institucional por parte de los sectores dominantes. En el derrocamiento de Manuel Dorrego, en diciembre de 1828, se halla la matriz de los posteriores golpes de Estado: el de 1852 contra Juan Manuel de Rosas, el de 1930 contra Hipólito Yrigoyen, el de 1955 contra Juan Domingo Perón, el de 1966 contra Arturo Illia, el de 1976, todos, claro, con sus diferencias y sus matices.
Como escribió Portantiero: “Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría.” Es más, se podría decir, que, mientras los unos encuentran sus límites en las rupturas institucionales, los otros los encuentran en las crisis sociales, económicas y políticas que provocan sus experiencias gubernativas.
Por primera vez en muchos años, un estadio de la línea nacional y popular tiene la posibilidad de imponer un proyecto hegemónico a mediano plazo, más allá de la alternancia en el gobierno. De 2003 a la fecha, tanto el gobierno de Néstor Kirchner como el de Cristina Fernández han logrado, con serenidad, sin apresuramientos suicidas, ampliar la brecha de participación económica, política y social; lo que se conoce como “profundización del modelo”. Si el año que viene, como la mayoría de la encuestas sugiere, la presidenta gana las elecciones, se producirá por primera vez en 160 años la continuación de 12 años en el poder –tres mandatos– de un gobierno de este sector.
(Digresión 2: Los voceros del modelo liberal-conservador –Mariano Grondona, Elisa Carrió, Joaquín Morales Solá, por ejemplo– siempre han criticado la voluntad hegemónica del kirchnerismo. Curiosamemente, jamás se han quejado de la hegemonía impuesta durante siglo y medio por los “organizadores nacionales”.)
Con esa perspectiva por delante, quienes confían en este modelo compartirán con nosotros la idea de que es necesario comenzar a establecer estrategias a mediano y largo plazo. Es necesario proyectar la Argentina a 20 o 30 años, para transformar el modelo en un proyecto sustentable. Para eso parecería fundamental profundizar la batalla cultural –en términos valorativos, históricos, mediáticos y educativos–, establecer un pacto que permita encontrar un equilibrio duradero entre los distintos sectores productivos, y, claro, llevar adelante un mega-plan que permita erradicar de una vez por todas la infraestructura de la pobreza y la indigencia. La Argentina, a través de su obra pública, no puede darse el lujo de seguir manteniendo a gran parte de su pueblo en condiciones miserables. Es decir, aun cuando no sean resueltos los problemas de desocupación y de distribución de la riqueza, aun cuando el salario de un trabajador no supere la línea de la pobreza, el Estado debe garantizarle –como dice en la Constitución– viviendas dignas con agua potable, gas natural y cloacas.
De los 200 años de historia que festejamos los argentinos, menos de 50 años fueron gobernados por la línea nacional. La democracia, porque respeta la voluntad de las mayorías e impide, o al menos deslegitima, la posibilidad de rupturas institucionales, permite abrir esperanzas respecto de la posibilidad de imponer una hegemonía nacional y popular para estas tierras. Hoy, en el peronismo, por ejemplo, son pocos los cuadros y militantes que discuten abiertamente el modelo actual –hay sí críticas a la metodología pero no a la concepción valorativa–. Por eso es que resulta necesaria la formación de dirigentes, cuadros y militantes que extiendan y profundicen el modelo a lo largo del tiempo.
Por último: ¿Cuándo se consolida una hegemonía? Sencillo: cuando se produce el trasvasamiento generacional del que hablaba Juan Domingo Perón. Cuando un proyecto no depende exclusivamente de sus protagonistas. Todavía no es tiempo de hablar de estas cosas, claro, pero es tiempo de ir rumiándolas.

Publicado en Tiempo Argentino el 5 de diciembre de 2010.