domingo, 25 de marzo de 2012

El violento oficio de la memoria




Mucho se ha escrito sobre las formas en que las sociedades, los pueblos, los grupos humanos reconstruyen su pasado con una visión utilitarista de los recuerdos. “Un pueblo que no conoce su pasado no puede encontrarse en el presente ni saber hacia dónde se dirige en el mañana”, dice la remanida frase que, a fuerza de ser repetida hasta el hastío, ha perdido su razón. Y es que el pasado está allí para servirnos, para que lo podamos utilizar, para contarnos lo que fuimos, lo que somos, lo que podemos ser. Tiene una estructura, una funcionalidad, una dirección. ¿Cuánto de verdadero pasado hay en un “pasado” que nos direcciona el futuro? ¿Cuánto de efectivo tiene un pasado que se repite y se repite y se repite? Cómo cuando éramos niños y repetíamos una palabra infinidad de veces para vaciarla de sentido y significado y cuando terminábamos de hacerlo ya no sabíamos qué quería decir exactamente. Lo mismo puede ocurrir con un “pasado” si se repite sin reflexión, sin pensamiento, sin desgarramientos. Porque recordar duele y conmueve. Y si no es así se trata simplemente de un suceder de imágenes y discursos pegados como en un cinema verité.
No hay ninguna duda de que el pasado no es la memoria. Que es algo intangible, inaprehensible, desaparecido. Pero que ha dejado impreso su suceder en forma de recuerdos. Pero la memoria no son los recuerdos individuales y/o colectivos. La memoria es una construcción, un recorte, un relato. La memoria tiene una intencionalidad. Es de naturaleza política (aun cuando sea estrictamente individual y privada).
(Digresión 1: Debo reconocer que el abuso de la palabra “relato” me produce urticaria. Porque lo ficcional esconde algo de ficcional, de adulterado, de mentira. Un relato está allí para suplantar una realidad plural. El relator aparece entonces con una subjetividad y una centralidad que deja de lado la “única verdad” –dicho esto con ironía–. Como un animador engañero y artificial que transmite fútbol con la capacidad de embellecer o hacer emocionante un partido de metegol entre mancos).
La memoria no es un lienzo blanco. Ni siquiera la historia, esa colección de interpretaciones con distintos grados de rigurosidad y de prepotencias metodológicas, es un espacio aséptico. Menos, entonces, la memoria que no es otra cosa que un campo de batalla con vencedores y vencidos. Pero no quiero repetir el lugar común y un tanto ingenuo a esta altura de que la historia la escriben los que ganan. Porque, como dijo alguna vez Franco Vitali, la “historia la ganan los que escriben”. Y algo similar ocurre con la memoria, que tiene, como la historia, un origen, una existencia y un uso político.
El 24 de marzo de 1976 nos obliga a hacer memoria. Porque significa el horror humano en toda su dimensión: la muerte organizada, la violación metódica, la tortura sistemática. Es el “mal radical”, como lo llama Immanuel Kant. Es el que nos muestra el peor de nuestros rostros como sociedad y como pueblo. Nos demuestra de lo que somos capaces cuando alimentamos nuestras miserias y nuestros odios. Pero esa fecha –“caprichos del calendario”, los llamaría Jorge Luis Borges– también encierra los otros 24 de marzos que contiene nuestra historia: el golpe asesino contra Manuel Dorrego, la coalición internacional que en Caseros destituyó a Juan Manuel de Rosas, la campaña contra los pueblos originarios en el ochenta, el decadente e iniciático golpe del uriburismo contra Hipólito Yrigoyen, el salvaje bombardeo contra población civil de junio de 1955 –sólo los nazis con Guernica, los aliados con Dresde y los norteamericanos en Nagasaki e Hiroshima se animaron a un crimen de guerra semejante, con la única diferencia de que se trataban de pueblos ajenos o enemigos y no de su propio país– y la asonada contra Arturo Illia.
(Digresión 2: Los discursos de la memoria siempre parecen políticamente correctos, con una positividad progresista y funcionales a la lógica de evitar que los horrores vuelvan a producirse. Sin embargo, muchas veces son utilizados como un método de amedrentamiento, como una amenaza sobre el regreso del pasado: “Si se vuelven a plantear cambios revolucionarios, si se intenta tocar las renta de los poderosos, si el pueblo decide intentar gobernar… otra ESMA es posible, otra dictadura más atroz y brutal puede surgir para volver a reequilibrar el tablero del poder.” Hay también una utilización reaccionaria de la memoria a la que también hay que estar atentos para desarticular. El “show del horror” que a principios de los años ’80 los medios de comunicación cómplices de la dictadura camuflaron por investigación no era otra cosa que un exhibicionismo aleccionador para la sociedad).
Y así como no hay un solo 24 de marzo en nuestra historia, tampoco hay una sola memoria. Existe una pluralidad de memorias acordes a cuantos recuerdos haya. Como decía la canción del mundial ’78, hay 25 millones de memorias –con intencionalidad política–; tantas como recuerdos hay. La memoria del dictador Jorge Rafael Videla –desnudada recientemente en el mohoso reportaje de Cambio 16-, la de mis padres, la terrible y sufrida memoria de Isabel Perón, la de Firmenich, la mía, la suya, lector, la de los miles de torturados y exiliados, la del verdulero de la esquina, la del diariero que le entregó hoy Tiempo Argentino. Por esa razón, la “memoria colectiva” es un recorte de la confederación de memorias individuales. Es un recorte, un abandono de muchas otras posibilidades. Y ese troquelado, claro, es una imposición producto de una hegemonía política.
Ayer, los argentinos conmemoramos el día de la Memoria, decidimos recordar lo peor que hemos sido en los últimos cien años. Diría que, paradójicamente, hemos recordado lo que incluso en aquellos años habíamos decidido ignorar como sociedad, hemos recordado aquello que quisimos tapar bajo la alfombra con el hipócrita “yo no sabía nada”. Milán Kundera, el escritor checo, sostiene que los pueblos también son responsables por aquello que deciden ignorar. Y estoy de acuerdo con esa sentencia.
Ayer, no recordamos la memoria de la amnistía, ni la teoría de los dos demonios, ni la política del “olvido, la reconciliación y el perdón”. Conmemoramos el pasado desde un lugar determinado, desde una memoria particular y generalizada: recortado ese 24 de marzo del 2004, cuando el por entonces presidente de la Nación Néstor Kirchner pronunció uno de los discursos bisagras de la democracia argentina, cuando dijo: “Las cosas hay que llamarlas por su nombre y acá, si ustedes me permiten, ya no como compañero y hermano de tantos compañeros y hermanos que compartimos aquel tiempo, sino como presidente de la Nación Argentina, vengo a pedir perdón de parte del Estado Nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia por tantas atrocidades. Hablemos claro: no es rencor ni odio lo que nos guía y me guía, es justicia y lucha contra la impunidad. A los que hicieron este hecho tenebroso y macabro de tantos campos de concentración, como fue la ESMA, tienen un solo nombre: son asesinos repudiados por el pueblo argentino.”
Es la memoria colectiva que encierra hoy los recuerdos particulares y los condensa, los alumbra. Ya vendrán tiempos en los que, gracias a la acción definitiva de la justicia, podremos los argentinos decir con Martín Fierro que “Es la memoria un gran don,/ calidá muy meritoria;/ y aquellos que en esta historia/ sospechen que les doy palo,/ sepan que olvidar lo malo/ también es tener memoria”. Pero sólo cuando no haya ni un mínimo resquicio de impunidad, los argentinos podremos entregarnos al descanso del olvido. Mientras tanto, seguiremos en el juego en que andamos, como diría Juan Gelman: recordando. Porque a la brutal violencia del horror sembrada por la última dictadura militar, los argentinos, entonces, vamos a continuar imponiendo una vez más el violento y conmovedor oficio de hacer memoria.

Publicado en Tiempo Argentino, 25 de marzo de 2012. http://tiempo.infonews.com/2012/03/25/editorial-71298-el-violento-oficio-de-la-memoria.php