lunes, 27 de diciembre de 2010

Apuntes para la militancia II


Hernán Brienza

1) Una de las primeras lecciones en materia de conducción política que Juan Domingo Perón le ofrecía a quien quisiera escucharlo es que el primer deber de un líder es determinar quién es el enemigo. Porque recién a partir de allí se puede construir una táctica y una estrategia propia para alcanzar los objetivos. Incluso intentó explicárselo sin éxito, claro, a Fernando Pino Solanas en esa larga entrevista filmada que tuvieron en Madrid. Allí, Perón, citando a Mao, dijo: “Lo primero que el hombre ha de discernir cuando conduce es establecer, claramente, cuáles son sus amigos y cuáles sus enemigos, y dedicarse después, esto ya no lo dice Mao, lo digo yo: al amigo, todo, al enemigo ni justicia. Porque en esto no se puede tener dualidades. Todo el que lucha por la misma causa que nosotros es un compañero de lucha, piense como piense.”

Si hay algo bueno que tuvo poder escuchar las palabras que pronunció Jorge Rafael Videla fue que permitió a los argentinos volver a encontrarse con un discurso desnudo, brutal, poco sofisticado, antidemocrático y que restauró la lógica amigo-enemigo en términos ideológicos pasados de moda –el kirchnerismo también coqueteó a veces con esta lógica pero con categorías bastante más modernas y ya no en el marco de un mundo bipolar y de la Doctrina de Seguridad Nacional como en los ’70. No tuvo dudas siquiera el ahora condenado a cadena perpetua en decir la tontera de que el gobierno kirchnerista “intenta instaurar un régimen marxista”. Sin embargo, planteó un escenario interesante: para la derecha más ultramontana, el gobierno es una expresión de la izquierda. Digo que es un mapa interesante porque clarifica. Para “ellos” –si es que hay un “ellos”– el enemigo no es Pino Solanas, no es Elisa Carrió, no es el Partido Obrero, que se divierte generando caos en las vías del Roca porque sus dirigentes saben que es relativamente barato jugar al chico malo con un gobierno que decidió no usar la fuerza como método de limitar la protesta. Para “ellos” el enemigo es el kirchnerismo.

Si hay algo bueno que tuvo el lanzamiento de la campaña de Eduardo Duhalde fue que permitió a los argentinos ver a quiénes acompañaban al que fue el ex vicepresidente de Carlos Menem cuando se firmaron los indultos de los responsables de las violaciones a los derechos humanos de la última dictadura militar: la inefable Cecilia Pando, defensora de Videla, Jorge Tata Yofre, jefe de la SIDE menemista de aquellos años, o Miguel Ángel Toma, fueron algunos de los rostros de una argentina perimida que realizó un durísimo despojo contra los sectores populares y que, cuando no tuvo más remedio, reprimió brutalmente la protesta social bajo la excusa de imponer el orden.

En coincidencia con estos dos hechos, Mauricio Macri agitó el discurso del orden y la represión, complementado con la acción de algunos militantes de filiación dudosa –entre la frontera del PRO y el duhaldismo– que atizan con el objetivo de generar la sensación de caos e inseguridad que, amplificado por las editorializaciones periodísticas de las cámaras de TN y de las tapas de Clarín marcan la agenda de los argentinos. Es decir, ya no se habla de redistribución, de democratización, de desmonopolización sino de control, de orden, de seguridad. En algún punto, a ambos dirigentes les cabe la categoría de “bombero piromaníaco” que Alain Rouquié le endilgaba a Perón; es decir, aquellos que se presentan como solucionadores de problemas que ellos mismo sgeneraron previamente.

2) Las elecciones de 2011 son fundamentales por el bloque opositor que se estructura contra el gobierno. La vieja política menemista, los agoreros del orden y el garrote, los grupos económicos concentrados como Techint, entre otros, los medios de comunicación hegemónicos, están dispuestos a esmerilar el consenso popular que mantiene la actual presidenta Cristina Fernández de Kirchner. El panorama internacional tampoco es el mismo: la derrota de Barack Obama, la crisis europea –con su cuota de xenofobia y cerrazón– y el fortalecimiento del FMI como garante financiero mundial alejan el clima de primavera progresista que parecía despertar hacia mitad de la década.

Para ganar las elecciones del año próximo, el peronismo kirchnerista, posicionado en la centro-izquierda, está obligado a seducir al electorado de centro y ampliar así su base electoral. Desgraciadamente para aquellos que miran al peronismo y al movimiento obrero organizado con desconfianza, la clave para obtener la victoria es la unidad de las fuerzas progresista con estos dos grandes protagonistas políticos, económicos, institucionales y sociales. Incluso, en algunos lugares con el progresismo subordinado a tácticas centrípetas. Porque, como se sabe, no se ganan las elecciones con posturas puristas y estéticas.

Tampoco se obtiene el triunfo en 2011 dividiendo las fuerzas de acción. La lección de la elección porteña de 2007 debe servir como experiencia. Perón decía que “el que lucha contra un compañero es que se ha pasado al bando contrario. Generalmente defiende un interés, no un ideal, porque el que defiende un ideal no puede tener controversias con otro que defiende el mismo ideal… ¿Cómo es posible que un señor que está en la misma lucha esté luchando contra otro peronista, cuando tiene un enemigo contra quien naturalmente debe luchar?” El que saca los pies del plato, entonces, está apostando a una estrategia personalista o sectorial y está olvidando el objetivo principal: continuar y profundizar el actual modelo.

Ahora bien, el kirchnerismo debería también tener la generosidad de reservar para los socios menores un lugar de expectación política que le permita el juego de ser incorporado sin perder su identidad y sin hacer exageradas concesiones ideológicas que los comprometan con sus propios militantes. ¿Pero desde dónde se hace esa integración? Claramente desde el reconocimiento a la conducción del actual modelo. Porque como se sabe, conduce quien acierta en la estrategia y gana; no quien sólo tiene una fuerza testimonial y se erige como fiscal ideológico de un proceso que acompañó.

3) Los errores de los años ’70 deberían iluminar a la militancia “nacanpop”, progresista o de izquierda que simpatizan con el gobierno kirchnerista. En aquel desafortunado año ’73, la juventud intentó disputarle la conducción a Perón y, corriéndolo por izquierda, terminó acorralando a la derecha a un hombre de profundas convicciones aristotélicas. Debido a sus posiciones maximalistas, no percibió el verdadero significado de José Ber Gelbard en el Ministerio de Economía, ni el Pacto Social que garantizó la distribución del ingreso nacional en un 53% para el trabajador –la más alta en toda la historia argentina– ni tampoco el quiebre del bloqueo internacional a Cuba mediante créditos y exportaciones de maquinarias a la isla, entre otros ejemplos. Estaba más preocupada por su propio rol revolucionario que por analizar la correlación de fuerzas en el partido que se estaba jugando. Como se sabe, perdió la “juventud maravillosa”, perdió el propio Perón –incluso algunos sectores de la ortodoxia del movimiento–, y terminaron ganando, a la larga, los que querían “reorganizar” la nación conservadora. Si el pasado no sirve para revisar el presente, sólo sirve para el regodeo de bibliotecarios.

4) El año 2011 es fundamental para consolidar cierta hegemonía del movimiento nacional y popular en el país. Pero también para el destino de generaciones de argentinos que mejoraron sus vidas gracias a este modelo. Incluso también están en disputa esos millones de reserva que tiene el Banco Central y que son el ahorro colectivo y que pueden ser un buen coto de caza para los buitres nacionales e internacionales.

“Tomar el cielo por asalto”, es una bella frase de Carlos Marx, pero no parece ser la estrategia correcta para este momento histórico. No parece sensato apostar a todo o nada cuando se tiene parte del trayecto realizado. Una decisión incorrecta, como en el Juego de la Oca, puede hacer volver a un jugador al casillero de partida. Y a millones y millones de argentinos al infierno anterior que estalló en 2001.

Publicado en Tiempo Argentino, el 26 de diciembre de 2010

domingo, 19 de diciembre de 2010

Apuntes para la militancia



Hernán Brienza
1) Hace unos meses escribí en una columna dominical en Tiempo que uno de los principales problemas no visibles de la Argentina era, fundamentalmente, el racismo oculto que denigra al 50% de nuestra población que es mestiza, que es negra, hija de esas cruzas entre blancos, indios y gauchos. La toma del Parque Indoamericano mostró la peor cara de nuestra sociedad: xenofobia, racismo, impericia y desgobierno. Fue una fuerte derrota cultural para aquellos que militan en el campo del respeto a la diversidad, el humanismo y la defensa de los sectores populares. Sin embargo, Mauricio Macri, quien fue leal a su clientela y le dijo lo que ella quería escuchar –un discurso basado en el orden, la represión y la discriminación–, también salió perjudicado. La Ciudad de Buenos Aires es mucho más sofisticada de lo que la mayoría de los políticos cree –incluso dentro del peronismo–, y los discursos burdos y lineales suelen espantar a una mayoría de opinión que está más ligada a un progresismo blanquito que a una centroderecha brutal y poco elegante. Pronto, Mauricio Macri también va a encontrar su techo en las encuestas. Pero lo importante es que allí hay una misión para cumplir: la principal batalla cultural en la Argentina –y sobre todo en la Ciudad de Buenos Aires– es disminuir los niveles de racismo y de desprecio social. La toma de conciencia –incluso dentro del movimiento nacional y popular y de centroizquierda– del problema de la discriminación cultural y racial. La cuestión de la denigración hacia el mestizo está tan arraigada en el lenguaje que sorprende. La palabra “denigrar” –perdón por el acto de barato “grondonismo”– proviene del latín denigrationis, que significa oscurecer. Denigrar a una persona no es otra cosa que “ennegrecerla”. La misión de la militancia cultural en los próximos años no es otra, entonces, que resignificar los términos y, sobre todo, tender a la igualación de oportunidades. Lo cultural no es una máscara de las relaciones económicas, lo cultural es –y debe ser– justamente su representación simbólica; trastocar valores significa –y también en un juego dialéctico empuja porque libera– distribuir riqueza y solucionar los problemas infraestructurales de la pobreza.

2) Otro de los males que despertaron tras la apertura de la caja de Pandora del Indoamericano es el fanatismo argentino por las conspiraciones y las versiones conspirativas de la política. Las conspiraciones existen, claro, pero suelen ser mucho menos numerosas y exitosas de lo que todos suponemos. El problema de este tipo de visiones es que alimentan y agigantan la figura del conspirador y perjudican a la víctima de esas maniobras. Es decir, crean fantasmas invisibles, todopoderosos, invencibles, y relega a la víctima de esas maniobras como un ser indefenso, incapaz de manejar esas conspiraciones. Imaginar complots, maniobras oscuras, internas irrefutables es, en algún sentido, despreciar la capacidad de resolver problemas por parte de la conducción del proceso político actual, en este caso la presidenta de la Nación. Nadie, niega, claro la existencia de maniobras políticas desestabilizadoras, de generadores de caos ni de aprovechadores que se presentan como “únicos salvadores de la patria”. Pero tampoco es cierto que hay una gran conspiración en marcha cuyo camino es inexpugnable y cuya conclusión es inevitable.
Es más, el principal problema de la presidenta en este momento no proviene de fuerzas exógenas. No deberían ser hoy, ni el radicalismo ni el macrismo, sus principales problemas. Ni siquiera un disminuido Eduardo Duhalde. Las encuestas de imagen positiva y de intención de voto le ofrecen un colchón suficientemente mullido como para esperar a octubre llevando adelante un par de medidas más y haciendo la plancha. Pero la presidenta tiene y tendrá, si no tensa las riendas de ese caballo arisco y mañoso que es el peronismo, más problemas dentro de sus filas que fuera de ellas. Las supuestas internas entre Nilda Garré y Aníbal Fernández, las peleas por las candidaturas, las peleas cruzadas entre las distintas fuerzas de seguridad, los intereses cruzados por la gestión –como por ejemplo el reciente conflicto por el Hospital Gandulfo de Lomas de Zamora– y la disputa de los recursos presupuestarios, perjudican más a la presidenta que la acción de sus adversarios directos.
La muerte de Néstor Kirchner, el 27 de octubre pasado, debilitó, sin dudas, esa conducción política compartida que llevaban los dos líderes kirchneristas. Iniciar movimientos subterráneos dentro de las propias filas, sin ofrecer ni tregua ni descanso, es sin dudas el peor acto de deslealtad que puede ejercer hoy un dirigente, un cuadro o hasta el último militante del espacio. Los actuales son momentos de debate, de discusión, de revisión, pero no deben ser momentos de deslealtades.

3) En los próximos meses se producirán miles y miles de discusiones y debates a lo largo y ancho de la Argentina. Algunos pocos de ellos serán sobre cuestiones de cierta profundidad. La mayoría será sobre las candidaturas. Bastantes kirchneristas de última hora se sentirán sorprendidos por algunas designaciones y otros serán reticentes a apoyar a ciertos candidatos. Mucho se hablará, seguramente, de un “corrimiento” al centro por parte del kirchnerismo, a juzgar por algunas candidaturas menos progresistas de lo que los entusiastas “profundizadores del modelo” esperan.
El simpatizante kirchnerista no debería perder de vista varias cosas: 1) Las tácticas electorales a veces difieren de la estrategia general. 2) La voluntad y la decisión transformadora del rumbo del actual proceso ya ha sido probada en casi ocho años de gobierno, por lo tanto, debería haber una confianza entre votantes, militantes y cuadros respecto de la conducción. 3)Hay que comprender que la base de sustentación del peronismo kirchnerista ya incluye a vastos sectores de la centroizquierda. Por lo tanto, debe seducir no sólo al electorado cautivo y convencido, si no a aquellos sectores que no están convencidos o miran con desconfianza al actual proceso político. En función de las pruebas de gestión, el electorado progresista K debería dar un salto de confianza respecto de las tácticas electoralistas para 2011. 4) No hay que olvidar que una verdadera estrategia transformadora de la sociedad no puede prescindir de la vocación de poder. Por lo tanto, el único objetivo para el movimiento popular y nacional no es otro que ganar la mayor cantidad de elecciones posibles en 2011.
¿Por qué? Sencillo. La maquinaria peronista se maneja desde la conducción, y conduce el que acierta la estrategia. Conduce el que gana. ¿Y por qué debería ganar las elecciones el kirchnerismo? Porque sería la primera vez desde 1983 que un presidente es elegido en contra de la voluntad de las corporaciones mediáticas y económicas y porque por primera vez en más de 150 años un gobierno que tracciona hacia la democratización, la desmonopolización y la distribución de la riqueza tiene la posibilidad de gobernar más de diez años en la Argentina.

4) ¿Los kirchenristas tendrán que tragarse algún sapo? Es posible. Juan Domingo Perón dijo alguna vez: “Cada uno dentro del movimiento tiene una misión. La mía es la más ingrata de todas: me tengo que tragar el sapo todos los días. Otros se lo tragan de cuando en cuando. En política, todos tienen que tragar un poco el sapo.” Para los votantes, militantes, cuadros, dirigentes y conducción estos no son tiempos de posturas “estetizantes” y “yoicas”. El año 2011 es clave para el futuro del país. Ese es el único objetivo. Después vendrán los tiempos de debate sobre cómo continúa la “profundización del modelo”.

Publicado en Tiempo Argentino, el domingo 19 de diciembre de 2010.

lunes, 6 de diciembre de 2010

El empate hegemónico argentino


Por qué la Argentina no encontró su lugar en el mundo durante 200 años de historia? ¿Por qué ha ido y vuelto entre dos modelos económicos que cada diez o quince años se suplantaban y fundaban un nuevo país echando por tierra todo lo que había construido su predecesor? ¿Por qué la Argentina no puede realizar políticas a mediano y largo plazo que le permitan mantener un rumbo estratégico? Hay muchas respuestas a estas incógnitas. Muchas de ellas echan mano a cuestiones económicas, coyunturas internacionales, discursos institucionalistas y republicanos, cuestiones culturales, étnicas, prejuicios raciales. El problema no es sencillo, claro, pero creo que en la reformulación de un concepto de Juan Carlos Portantiero se puede hallar una punta para desenrollar la madeja: hablo de la idea de “empate hegemónico”.
En 1973, Portantiero analizó el escenario político de la década de 1970 en términos gramscianos, y definió “empate hegemónico” como: “1- Mantenimiento crónico de una situación de crisis orgánica que no se resuelve como nueva hegemonía por parte de la fracción capitalista predominante ni como crisis revolucionaria para las clases dominadas. 2- Predominio de soluciones de compromiso en las que fuerzas intermedias, que no representan consecuentemente y a largo plazo los intereses de ninguna de las clases polares del nudo estructural ocupan el escenario de la política como alternativas principales, aun cuando su constitución sea residual y su contenido heterogéneo inexpresivo de las nuevas contradicciones generadas por el desarrollo del capitalismo monopolista dependiente en la Argentina. Con estos alcances tendría sentido una definición de la situación de hoy (1973) en el plano político-social como de empate: Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría. Nuestra hipótesis es que la raíz de esa situación se halla en que ninguna de las clases sociales que lideran los polos de la contradicción principal (capital monopolista/proletariado industrial) y que son por ello objetivamente dominantes en su respectivo campo de alianzas ha logrado transformarse en hegemónica de un bloque de fuerzas sociales.”
La otra noche, mientras cenaba con dos amigos politólogos, Lucas Krotsch y Agustín Pineau, ensayábamos una reformulación del concepto de “empate hegemónico” y analizábamos la posibilidad de recuperarlo para reflexionar sobre los 200 años de historia argentina. ¿Ha vivido la Argentina en un empate hegemónico? Creemos que sí, aun cuando no hayan sido las mismas formas estructurales de poder, los mismos bloques históricos (dominación económica, política, cultural) e incluso cuando la idea de revolución y lucha de clases en términos marxistas no tuviera ninguna incidencia en el devenir histórico.
Creemos que el “empate hegemónico” en la historia argentina se produce entre esas dos grandes tradiciones: el liberalismo-conservador (con mayor o menor nivel de concentración y monopolización del poder y la riqueza) y línea nacional-popular (con mayor o menor nivel de distribución, democratización y desmonopolización del poder y la riqueza). Ya no se trata de la dicotomía falsa entre la Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista en término electoralistas. Ya no se trata, ni siquiera, de la antinomia “peronismo-antiperonismo”, como quieren construir el relato con cierta malicia operadores culturales de uno u otro lado. La diferencia está dada por quienes, en cada coyuntura histórica (independencia-federalismo-yrigoyenismo-peronismo-kirchnerismo), han logrado ampliar la distribución de la mayor cantidad de recursos –políticos, económicos, culturales– en la mayor cantidad de individuos y sectores posibles de la sociedad.
El empate hegemónico se produjo en la historia argentina porque el liberalismo-conservador (representación política de los sectores dominantes) no ha tenido nunca la voluntad política ni la posibilidad –quizás por su propia lógica de “empoderamiento”– de incluir en su proyecto a las grandes mayorías que se vieron relegadas y condenadas a convertirse en víctimas de la represión en todas sus formas. Tal vez habría que hacer un paréntesis en dos momentos históricos que dieron la apariencia de incluir mayorías. Nos referimos al proyecto roquista que inició el proceso de convertir al “gaucho malo” en peón y sancionó la Ley 1420 de Educación –dicho esto sin olvidar la campaña de exterminio contra los pueblos originarios y el latrocinio de la tierras del sur–, y también, en los primeros años del menemismo, durante los cuales se había entrelazado una alianza de sectores dominantes y populares que parecía poner fin a la historia argentina. Las dos experiencias terminaron funestamente: En 1890 se produjo la crisis comercial y financiera más importante del siglo, y en 2001, como todos recordamos, el país volvió a estallar por los aires.
(Digresión 1: resulta interesante el juego discursivo respecto del pasado. Cuando el liberalismo-conservador se impone que “cierra etapas”, “da vuelta páginas”, “concluye la historia”. Cuando lo hace la línea nacional y popular, generalmente, “funda una nueva nación”, “abre etapas”, “reaviva la historia”.)
El problema que encontró la línea nacional para imponer su hegemonía fue, justamente, la concentración de recursos que propulsó siempre el liberalismo-conservador. Si bien este bloque logró tender lazos con las grandes mayorías e intentó incluir en la escena a los sectores populares, siempre se encontró con el límite de la ruptura institucional por parte de los sectores dominantes. En el derrocamiento de Manuel Dorrego, en diciembre de 1828, se halla la matriz de los posteriores golpes de Estado: el de 1852 contra Juan Manuel de Rosas, el de 1930 contra Hipólito Yrigoyen, el de 1955 contra Juan Domingo Perón, el de 1966 contra Arturo Illia, el de 1976, todos, claro, con sus diferencias y sus matices.
Como escribió Portantiero: “Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría.” Es más, se podría decir, que, mientras los unos encuentran sus límites en las rupturas institucionales, los otros los encuentran en las crisis sociales, económicas y políticas que provocan sus experiencias gubernativas.
Por primera vez en muchos años, un estadio de la línea nacional y popular tiene la posibilidad de imponer un proyecto hegemónico a mediano plazo, más allá de la alternancia en el gobierno. De 2003 a la fecha, tanto el gobierno de Néstor Kirchner como el de Cristina Fernández han logrado, con serenidad, sin apresuramientos suicidas, ampliar la brecha de participación económica, política y social; lo que se conoce como “profundización del modelo”. Si el año que viene, como la mayoría de la encuestas sugiere, la presidenta gana las elecciones, se producirá por primera vez en 160 años la continuación de 12 años en el poder –tres mandatos– de un gobierno de este sector.
(Digresión 2: Los voceros del modelo liberal-conservador –Mariano Grondona, Elisa Carrió, Joaquín Morales Solá, por ejemplo– siempre han criticado la voluntad hegemónica del kirchnerismo. Curiosamemente, jamás se han quejado de la hegemonía impuesta durante siglo y medio por los “organizadores nacionales”.)
Con esa perspectiva por delante, quienes confían en este modelo compartirán con nosotros la idea de que es necesario comenzar a establecer estrategias a mediano y largo plazo. Es necesario proyectar la Argentina a 20 o 30 años, para transformar el modelo en un proyecto sustentable. Para eso parecería fundamental profundizar la batalla cultural –en términos valorativos, históricos, mediáticos y educativos–, establecer un pacto que permita encontrar un equilibrio duradero entre los distintos sectores productivos, y, claro, llevar adelante un mega-plan que permita erradicar de una vez por todas la infraestructura de la pobreza y la indigencia. La Argentina, a través de su obra pública, no puede darse el lujo de seguir manteniendo a gran parte de su pueblo en condiciones miserables. Es decir, aun cuando no sean resueltos los problemas de desocupación y de distribución de la riqueza, aun cuando el salario de un trabajador no supere la línea de la pobreza, el Estado debe garantizarle –como dice en la Constitución– viviendas dignas con agua potable, gas natural y cloacas.
De los 200 años de historia que festejamos los argentinos, menos de 50 años fueron gobernados por la línea nacional. La democracia, porque respeta la voluntad de las mayorías e impide, o al menos deslegitima, la posibilidad de rupturas institucionales, permite abrir esperanzas respecto de la posibilidad de imponer una hegemonía nacional y popular para estas tierras. Hoy, en el peronismo, por ejemplo, son pocos los cuadros y militantes que discuten abiertamente el modelo actual –hay sí críticas a la metodología pero no a la concepción valorativa–. Por eso es que resulta necesaria la formación de dirigentes, cuadros y militantes que extiendan y profundicen el modelo a lo largo del tiempo.
Por último: ¿Cuándo se consolida una hegemonía? Sencillo: cuando se produce el trasvasamiento generacional del que hablaba Juan Domingo Perón. Cuando un proyecto no depende exclusivamente de sus protagonistas. Todavía no es tiempo de hablar de estas cosas, claro, pero es tiempo de ir rumiándolas.

Publicado en Tiempo Argentino el 5 de diciembre de 2010.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Discutir la Historia


Desde hace unas semanas, el diario La Nación ha dedicado varias páginas a cuestionar los recorridos de la Historia que ya desde hace unos años los autores reconocidos como neorevisionistas, como Mario “Pacho” O’Donnell, Felipe Pigna, Araceli Bellota, entre otros, han iniciado. Primero fue una editorial en defensa de Julio Argentino Roca, en la que el diario abogó en favor de la Campaña al Desierto y la apropiación –al menos caprichosa– de tierras que surgió de esa ocupación militar por parte de las principales familias adineradas del país. En ese texto, el editorialista habló de “historiadores de toda laya” que se atreven a cuestionar a quien fuera dos veces presidente de los argentinos. Luego fue un extenso artículo del historiador liberal Luis Alberto Romero, quien, evidentemente enojado a la hora de escribir su opinión, se arrogó para sí el derecho de decidir quiénes son “historiadores” y quiénes son sólo “escritores” y lanzó una caterva de críticas sobre quienes cultivan hoy el neorevisionismo histórico. El blanco del ataque fue la celebración que ayer realizó el Estado Nacional en la Vuelta de Obligado homenajeando a los protagonistas de esa épica batalla y, sobre todo, lo que él llamó el “nacionalismo patológico”.

Romero considera que ciertos neorevisionistas cultivan este tipo de nacionalismo e intentan “transformar una derrota en victoria”, que existe un “sentido común nacionalista, muy arraigado en nuestra cultura, a tal punto de haberse convertido en una verdad que se acepta sin reflexión” y contrapone el nacionalismo, al que prefiero llamar patriotismo, sano, virtuoso e indispensable para vivir en una nación al patológico que predomina en el sentido común de los argentinos y que define como “una suerte de enano nacionalista que combina la soberbia con la paranoia y que es responsable de lo peor de nuestra cultura política. Nos dice que la Argentina está naturalmente destinada a los más altos destinos; si no lo logra, se debe a la permanente conspiración de los enemigos de nuestra Nación, exteriores e interiores. Chile siempre quiso penetrarnos. el Reino Unido y Brasil siempre conspiraron contra nosotros. Ellos fraccionaron lo que era nuestro territorio legítimo, arrancándonos el Uruguay, el Paraguay y Bolivia. La última y más terrible figuración del enano nacionalista ocurrió con la reciente dictadura militar. Entonces, el enemigo pasó de ser externo a interno: al igual que los unitarios con Rosas, la subversión era apátrida y, como tal, debía ser aniquilada. Poco después, la patología llegó a su apoteosis con la Guerra de Malvinas.”

Resulta interesante la operación cultural que hace Romero porque mete a los nacionalismos dentro de una multiprocesadora y sugiere que todos los nacionalismos son iguales. No difiere entre el nacionalismo republicano, el popular, el lugoniano, el liberal conservador. Para él, todos los discursos son iguales, en un claro error conceptual y metodológico. Porque uno podría estar de acuerdo que una exacerbación de la pasión nacional puede conllevar cierto tipo de conflictos en su vientre, pero unificar en un solo párrafo el nacionalismo americanista de Manuel Ugarte y el de la dictadura militar, el marxista de Juan José Hernández Arregui con el de Jorge Videla o, incluso, la “restauración nacionalista” que propone Ricardo Rojas con los desvaríos del general Leopoldo Galtieri, parece ser una operación cultural difícil de establecer y sostener. Menos en Romero, que es uno de los historiadores más reconocidos en los ámbitos académicos.

No todos los nacionalismos son iguales. Unificarlos es sólo una decisión ideológica que parte del prejuicio. Romero escribe: “Ese nacionalismo constituye un mito notablemente plástico, capaz de adaptarse a situaciones diversas. Así, nuestro actual gobierno puede hacer uso de él, resucitar muchos de sus tópicos –tarea en la que ayudan estos escritores neorrevisionistas– e incluir en su campaña general contra diversos enemigos –la lista es conocida– este revival de la Vuelta de Obligado que prenuncia una revitalización del mito en beneficio propio, tal como lo está haciendo con la causa de las Malvinas. En 1983, muchos creímos que habíamos logrado desterrar al enano nacionalista. Hoy, yo al menos lo dudo.” Resulta alumbrador, entonces, el final de la nota de Romero. Para él, los discursos oficiales del alfonsinismo habían logrado enterrar el nacionalismo. No se trataba de “cuestión nacionalista” mucho menos de enfrentamiento entre nacionalismos. Para él fue todo lo mismo. Todo fue un “enano nacionalista”. Detrás de su operación cultural no hay otra cosa que una “teoría de los dos demonios” aplicada a los discursos sobre la Nación. Es de alguna manera simplificar los términos de una dialéctica en un solo bloque. El demonio es el nacionalismo –no importan los matices, las diferencias, las contradicciones, las batallas entre sus distintas manifestaciones y expresiones– y del otro lado una sociedad pacífica, liberal, inocente, librepensadora que ha sido víctima de los fanatismos intelectuales.

Por suerte desde la crisis de 2001 al Bicentenario, los argentinos hemos decidido que lo patológico es cristalizar discursos (por muy maquillados de pluralismo y democracia que estén) más que poner en cuestión las interpretaciones –algunas más sofisticadas, otras menos agraciadas, tal vez– sobre el nacionalismo. Defender un bastión –con sus privilegios– siempre es una tarea ardua. El diario La Nación lo sabe. Por eso sale a sentar posición: la historia argentina no se toca, advierte. Y en Romero tiene, claro, una de sus mejores espadas. Eso es defender una hegemonía cultural. ¿Por qué ocurre? Sencillo: porque sienten en peligro su dominio sobre el pasado. Hoy ven cuestionada sus propias visiones de la Historia. Claro que lo que para ellos es una mala noticia, para la mayoría de los argentinos es una buena nueva: en la pluralidad de voces, de intenciones, de miradas, surgen, si es que las hay, las verdades sobre el pasado común. Cuestionar la Historia, pese a quien le pese, es signo inequívoco de que un pueblo está vivo.
Tiempo Argentino - 21 de noviembre.

Comedia de enredos con diputados


Alguien tiene que decir la verdad sin pelos en la lengua. No lo hizo el diario Clarín. Tampoco lo hicieron los voceros de TN ni los diputados que responden al Peronismo Federal o a Elisa Carrió. Ni siquiera Mirtha Legrand o Mariano Grondona se atrevieron a decirlo con todas las letras. Por eso alguien tiene que decirlo. Es tiempo de que alguien lo diga: el diputado kirchnerista Carlos Kunkel es un ultraviolento (K) que tuvo el tupé de poner la cara justo en el mismo lugar donde la angelical legisladora Graciela Camaño iba a poner el puño. Y como dijo el flamante marido Mauricio Macri: ni siquiera lo noqueó. Es más, habría que agregar que ni siquiera sangró Kunkel, si es que sangre tiene. Y después de todo, es seguro que algo habrá hecho.

Inversión de la culpabilidad se llama lo que hicieron esta semana los principales voceros de los medios de comunicación hegemónicos. Es decir, que la víctima sea culpable de su propio dolor. Aquí fue sólo una cachetada mal dada, pero si se lleva el argumento hasta las últimas consecuencias, se verá que en el fondo no hay otra cosa que la justificación de la violencia y la cosificación del Otro. Detrás de la investigación de la víctima subyace la perversión de medirle el largo de la pollera a la mujer violada, o de hurgar en la militancia política del joven asesinado o torturado buscando ese nefasto “algo habrán hecho”. Los medios hegemónicos han demostrado una vez más su carga de prejuicio, de intolerancia, de manipulación de la información como en las peores épocas. Hasta un inefable presentador de noticias de TN osó decir que el cachetazo de Camaño era una remake del enfrentamiento entre la juventud sindical y la izquierda peronista de los ’70. Una frase digna de romper las mediciones del boludómetro nacional, para decirlo en términos académicos. La tragedia de miles de muertos banalizada en un manotazo –porque no fue ni un jab ni un uppercut y está en discusión si llegó a ser un cross de derecha– merece que alguien tipifique el delito de “intoxicación de cerebros por caso de micrófono fácil”.

Pero claro, cada sector político tiene los comunicadores que se merece. La diputada Cynthia Hotton, con tonito de alumna de primer banco de escuela privada, explicó “las presiones” que sintió al haber llamado (ella) a la diputada Patricia Fadel. ¿Fue una cama? ¿Le tendió una trampa para hacerla hablar? Es imposible saberlo a esta altura, pero su participación en esta comedia de enredos demuestra los límites de los “nuevos políticos” que se “sienten presionados” por negociaciones que pueden no ser las habituales pero que son parte de la política y que ocurren aquí, en Europa y en los Estados Unidos, por ejemplo. Apoyo parlamentario a cambio de beneficios sectoriales, partidarios o locales hacen a las negociaciones democráticas desde los tiempos de la antigua Grecia.

Desgraciadamente para la democracia argentina, ni Hotton ni la radical Elsa Álvarez tienen pruebas de los supuestos ofrecimiento y sobornos que ellas mismas dicen no haber recibido (¿?) Y es una pena, porque ayudaron a montar un escándalo mediático que intentó enlodar al oficialismo y terminó convirtiéndose en una nube de humo, pero que desprestigió, una vez más, al sistema político argentino en su conjunto. Las presiones no son delitos, y que un diputado se queje por presiones es como que un delantero de Boca se queje porque la defensa de River no lo deja hacer goles.

Párrafo aparte merece la irresponsabilidad política y mediática de Carrió, quien agitó el fantasma de la Banelco con su sonrisa ladeada y socarrona para las cámaras pero no aporta ninguna prueba a la justicia. Antes, por lo menos, para realizar sus investigaciones llenaba cajas y cajas de papeles y documentaciones. Ahora, alcanza con un guiño para las cámaras de TN. Peligrosa parábola la que dibuja Carrió con sus actuaciones: de estrella progre hannaharendtiana a política que justifica los medios por los fines. En términos místicos podría decirse que pasó de parecer la valiente Doncella de Orleáns que iba a salvar a Francia como Juana de Arco a semejar a María Estuardo, la reina inglesa que pasó a degüello a miles de protestantes en un brote mítico que le valió un extraño homenaje: el rojo trago Bloody Mary fue en su recuerdo por haber derramado tanta sangre en su país. Esto dicho como quien sabe que no está haciendo otra cosa que “bastardear las palabras”. Pero quien bastardea a una bastardeadora tiene 100 años de perdón, supongo.

Mientras la oposición se empeña en suicidarse ante los ojos de la sociedad impidiendo que el gobierno obtenga su presupuesto –ya se sabe que en el juego democrático los que aparecen como grandes perdedores son los débiles y los verdugos–, la presidenta anunció el cierre del acuerdo con el Club de París sin la intermediación del FMI para terminar de sacar al país del default y defendió el modelo económico frente a los empresarios de la UIA que cuestionaron algunos aspectos económicos del actual proceso, y exigieron un tipo de cambio más alto y competitivo aun a costa de generar un mayor inflación que perjudique al bolsillo de los trabajadores. Es decir, que en el mismo momento en que la oposición la emprendía a trompadas como único método de demostrar su impotencia, la presidenta, quien no ha tenido siquiera posibilidad de elaborar el duelo por la muerte de su marido, debía discutir los destinos de la Nación con las corporaciones económicas nacionales e internacionales. Al mismo tiempo, claro, Mauricio Macri se tomó unos días de descanso para disfrutar de su luna de miel en un paraíso perdido.

Viendo las dos imágenes, mirando la película desde 2003, se entiende por qué la imagen positiva de Cristina Fernández trepa en todas las encuestas. No se trata del efecto viudez como quieren hacerlo pasar –no sin cierto prejuicio de género– los comunicadores de hegemónicos. Se trata de que la sociedad, a medida que avanzan las elecciones ejecutivas, reconoce la solidez política, económica e ideológica del proceso que se inició en 2003 y ve de qué manera se deshilacha la oposición como alternativa de gobierno para 2011. Esas son algunas de las claves para entender por qué la presidenta ha fortalecido su relación con amplios sectores de la sociedad. Las encuestas más optimistas ya hablan de una intención de voto –ya no imagen positiva– de 48 o 49% en el ámbito nacional y un 65% en el Conurbano Bonaerense, un lugar definitorio para las presidenciales del año que viene.

Hay un hecho exageradamente positivo que puede producirse el año que viene si la presidenta gana las elecciones. Por primera vez desde 1983, un jefe de Estado puede ser elegido, no sólo sin el apoyo si no incluso contra la voluntad del Grupo Clarín. Es un paso adelante inconmensurable para la democracia argentina. Teniendo en cuenta el marco político de este fin de año, la posibilidad de un triunfo contundente por parte del gobierno en 2011 –falta mucho todavía– es lógico que la oposición –salvo, claro, algunas excepciones– se ponga nerviosa. El mamporro de Camaño, entonces, no es otra cosa que una gran metáfora. Una metáfora del “no poder”. Y en política el “no poder” es casi un síntoma, una consecuencia, de la “no política”, de la “antipolítica”.
Tiempo Argentino - 21 de noviembre de 2010.

La humanización de la política

La muerte del ex presidente Néstor Kirchner ha trastocado no sólo el mapa político nacional sino que, además, ha transformado la forma en que la sociedad se ha vinculado históricamente con su clase política. Desde el 27 de octubre pasado una nueva variable se ha interpuesto en la relación siempre conflictiva entre “los políticos” y “la gente”. Y no se trata simplemente de una cuestión meramente especulativa, de un juego de rompecabezas partidario o de un cambio de piezas de ajedrez. Por primera vez en mucho tiempo, la política ha sido atravesada por la dimensión humana, se ha vuelto familiar, cotidiana, identificable, se ha humanizado. Como pocas veces a un político le ha pasado lo que le sucede a la mayoría de los criollos: ha encontrado la muerte. Y allí donde debería haber una presidenta hay una mujer que se duele. Cristina Fernández es hoy antes que nada, a los ojos del pueblo, una mujer que sufre. La humanización de la política tiene fuertes consecuencias. La primera es un cambio en la legitimidad del poder de la presidenta. Los Kirchner no habían apostado al carácter carismático de su liderazgo sino a una conducción que amalgamaba incentivos de tipo ideológicos hacia adentro de su grupo y hacia la sociedad y, al mismo tiempo, materiales y simbólicos puertas adentro. Un hombre común era kirchnerista porque compartía la aplicación de un conjunto de políticas públicas –en algunos casos eran también beneficiados por ellas mismas–; y los cuadros y dirigentes de segunda línea adherían, además, por los recursos y los cargos que recibían. Nada que no ocurra en otras experiencias políticas en la Argentina de los últimos 27 años. Pero lo novedoso del actual momento es que, ahora, hay una identificación personal, carismática si se quiere, entre el liderazgo político y sus seguidores. La presidenta, para muchos, trasciende la “politicidad” de su figura para convertirse en algo más y algo menos en forma simultánea: es un ser humano que ejerce la primera magistratura. Los cambios de calidad, las consecuencias negativas o positivas, no pueden establecerse ahora, las incidencias electorales o en el esquema de poder dentro del justicialismo todavía no pueden ser conmensuradas y quedan sólo para el terreno de la especulación. Sólo conviene anotar que allí hay un capital político cuantitativo y cualitativo que, paradójicamente, si no es usado y abusado como recurso, puede ser definitorio para el futuro inmediato. La principal característica de la inclusión de la dimensión humana en la política es que cambia el tipo de adscripción. Hoy está más presente que nunca la dimensión afectiva en la relación líder-liderado. Esto no significa que en otros momentos ese vínculo sea puramente racional, cosa que es absolutamente incierta, si no que en este momento –y nadie puede saber por cuanto tiempo– prevalece el cariño, la identificación personal, lo irreflexivo como fundamento del pensamiento mágico –esto dicho en forma no peyorativa–. La dimensión humana se traslada, claro, a la figura de Néstor Kirchner. Hoy es muy difícil analizar con equilibro la figura, el accionar y el legado político del ex presidente. Cierto proceso –casi natural, diría– de mitificación impide sopesar sus virtudes y sus defectos. Y es preciso decirlo, quizá ni el mismo Kirchner lo necesitara. En realidad, ningún proceso de mitificación es necesario en política. Es más, juega en contra. Porque si hay una virtud que tenía el ex presidente era, justamente, su informalidad, su falta de sobriedad, su “locura” política. El bronce, lamento si alguien se ofende, no le sienta bien a un hombre que reía constantemente y que vivía jugando al truco con la sociedad y con los poderosos. Con ese capital político, la presidenta está hoy en una encrucijada. ¿Profundizar el modelo nacional y popular como exigen la juventud y los sectores recostados en la izquierda del kirchnerismo o “amesetar” los cambios para ampliar la base de consenso hacia otros sectores que hoy están dispuestos a acercarse tras el impacto de la muerte de Kirchner? Hay allí dos tentaciones que no son fáciles de rechazar: el liderazgo épico, por un lado, y el cálculo estrictamente especulativo, por el otro. En algún punto es el célebre debate entre la ética de la convicción y la de la responsabilidad. O en términos más pedestres es ir hacia la transversalidad con gestos marcadamente progresistas –también en términos estéticos– o frenar la pelota y recostarse en los sectores más clásicos del peronismo que podrían garantizar –siempre que la presidente mantenga los niveles de adhesión que tiene hoy– la continuidad más allá del 2011. Lo que creo que haría un peronista genético es abrazar la tercera posición. El estilo, las maneras, las formas de Cristina Fernández son mucho más amenas para ciertos sectores de la clase media que los de Néstor Kirchner. Ese estilo –sumado a sus fuertes convicciones- puede permitir a la presidenta aunar voluntades mientras maneja los tiempos de la profundización del modelo planteada por el ex presidente. Unificar el PJ, mantener lo conquistado y profundizar con paso seguro cuando estén dadas las “condiciones materiales y espirituales”. Esta semana indicó ciertos acercamientos –José Manuel De la Sota, por ejemplo– ciertas permanencias –Daniel Scioli– y ciertos alejamientos mezquinos –como el del salteño Juan Manuel Urtubey, un neoromerista que ya se ha sentado con macristas como Diego Santilli, el ex jefe de Gabinete ucedeísta Sergio Massa y el veleidoso platense Pablo Bruera–. Pero, además, han quedado algunas dudas respecto de algunos supuestos desencuentros entre el líder de la CGT Hugo Moyano y el entorno de la presidenta. Más allá de las cuestiones personales, la CGT, sin importar quien la dirija y del excesivo poder político del líder de los camioneros es, hoy por hoy, una herramienta fundamental para el sostén social –por su nivel de movilización popular– del actual modelo. Pero también es un sector que deberá hacer una profunda revisión sobre sus propias metodologías e iniciar un proceso de democratización real. Y es mejor que lo haga ahora y no bajo la presión de una norma similar al proyecto alfonsinista de la Ley Mucci, por ejemplo. Un nuevo desafío que tiene el kirchnerismo es capitalizar de manera correcta el fervor y las ansias de participar que la juventud demostró en la Plaza de Mayo en los próximos días. Una herramienta válida para la juventud debería respetar las diferencias y la pluralidad de identidades y diferencias aunadas, quizás, en una gran orgánica de enlace de juventudes en que no pueden faltar La Cámpora, la juventud de Descamisados, la Sindical y las experiencias más cercanas a la izquierda. Si se logra una buena estructuración juvenil con formación de cuadros y militantes, la política argentina está justificada por los próximos cuarenta años. La humanización de la política abrió puertas inesperadas. Ciudadanos comunes se han sentido convocados por el llamado de la militancia y eso es algo que pocas veces sucede en la historia argentina. La últimas vez que ocurrió fue en la “primavera democrática” y todo concluyó con el “felices pascuas” de Semana Santa del ’87. Hoy se vive un proceso similar, pero diferente, marcado por el retorno de la confianza política en el liderazgo de la presidenta, ya no como promesa sino sobre la base de los hechos consolidados. Cristina Fernández no se encuentra en el momento más difícil de su carrera. Todo lo contrario. Tiene la posibilidad de convertirse en la mujer política más importante de la historia argentina. Sólo depende de sus convicciones.
Tiempo Argentino - 6 de noviembre.

La herencia de Néstor Kirchner es un llamado a profundizar el modelo


En la mayoría de las muertes políticas o privadas el momento más significativo, aquel que marca el no retorno, el que hace patente la ausencia, es cuando el féretro es depositado en el fondo del pozo y las paladas de tierra comienzan a sepultarlo. En ese momento los familiares y amigos toman conciencia verdadera de que nunca más van a ver a ese ser querido. Con los restos de Néstor Kirchner ocurrió algo diferente: millones de argentinos tomaron conciencia de que su adiós era para siempre en el momento que ese avión blanco despegó rumbo a ese cielo plomizo que el viernes cubría Buenos Aires. Esas fueron las últimas imágenes, el último adiós, la despedida, también de los miles de personas que llegaron hasta el Aeroparque Jorge Newbery para despedir el cuerpo de su líder, que se dirigía al cielo, en la aeronave, claro.
El día después al duelo siempre suele ser el más duro. La ausencia es real, y al mismo tiempo hay que empezar a prever que la vida sigue. Y que la política –en su forma más descarnada, ya como lucha, enfrentamiento, se irá agudizando con el paso de los días– no va a dar tregua. Durante estos días el factor común fue la emoción, la pasión, el incordio, la alegría, ya se trate de kirchneristas o no kirchneristas. Ahora es tiempo de reflexionar sobre lo que ha pasado y sobre lo que podrá ocurrir en los próximos tiempos.
¿Qué ocurrió? Murió el conductor del proceso kirchnerista, el hombre que lo inició y el encargado de establecer alianzas y enemistades. El estratega, el hombre que manejaba las riendas de la economía en el gobierno, y al mismo tiempo podía manejar con puño blindado el armado político hacia el interior del peronismo, incluyendo al movimiento obrero organizado. En términos estrictamente políticos la pérdida del conductor obliga a redefinir, no el estado de cosas, si no quién ocupará ese rol.
A esa muerte se sumó un fenómeno social que no estaba previsto en la agenda política de nadie: la respuesta de la militancia política y de miles de personas no encuadradas que se sintieron interpeladas por la muerte del ex presidente. Que se reconocieron en esa muerte, que se sintieron parte de ese proceso sin saberlo, pero que no participaban del proceso kirchnerista. Las preguntas que hay que responder ahora son ¿qué significa esa legitimidad? ¿Es un apoyo preexistente que se fortaleció? ¿O existe una nueva legitimidad? Es decir, ¿amplió el kirchnerismo su base social y política o sólo enfervorizó a los convencidos? ¿Logró acercarse a nuevos sectores de la sociedad que permanecían indiferentes o sólo maduró lo cosechado en estos años?
De cómo se responda esta cuestión dependerá también en buena manera el futuro de ese nuevo fenómeno que se llama kirchnerismo y que excede, atraviesa y al mismo tiempo contiene al peronismo. Porque si el gobierno logra extender su brecha de popularidad –en términos cuantitativos pero cualitativos, es decir, profundidad de apoyo y militancia– es posible que pueda llegar a las elecciones del año próximo con la fortaleza suficiente como para continuar con el proceso de profundización del modelo de crecimiento productivo –apoyado en la renta extraordinaria de la soja– con inclusión social.
Porque, además, si el “estilo” de la presidenta logra convocar a nuevos sectores progresistas, de clase media, o hasta ahora despolitizados y, por lo tanto, mover la aguja de su imagen positiva o la intención de voto a su favor, se convertirá en la clave para disciplinar hacia el interior del peronismo en el que, como se sabe, sus hombres fuertes apuestan siempre a ganador. Y, sobre todo, apuestan a quienes puedan aportarle votos en sus disputas territoriales más pequeñas.
Ya las primeras encuestas hablan de un fortalecimiento del espacio que se conoce como kirchnerismo pero, también es cierto, hay que ver cómo se consolidan las tendencias. Según la encuestadora Ibarómetro (ver aparte), ante la noticia del fallecimiento de Kirchner, un 67,8% de los consultados dice que sintió tristeza, a un 12,9% le fue indiferente y un 5,2% se alegró. Además, las cifras aseguran que el 74,6% de los entrevistados hace una evaluación positiva de la presidencia de Néstor Kirchner y sólo un 15,8% hace una evaluación negativa de su presidencia.
Este impacto en la opinión de la gente también se traslada a la imagen de Cristina Fernández, ya que un 62% piensa que ella puede liderar el proyecto de país iniciado por Néstor Kirchner y recoge una imagen positiva de 68,5%, es decir, subió 20 puntos. El dato significativo de la encuesta es que si las elecciones fueran hoy, la presidenta ganaría en primera vuelta sin adversarios cercanos. Según la encuesta, el 44,5% la votaría a ella como futura presidenta, seguida por Julio Cobos (11,8%), Mauricio Macri (10,1%), Eduardo Duhalde (8,1%) y Pino Solanas (3,8%).
Pero pese al impacto en las encuestas –tendencias que deberán ser solidificadas con hechos políticos actos en los próximos días– hay una pregunta de orden interno que hay que contestar: ¿Quién remplaza a Néstor Kirchner? Nadie, claro. Con Cristina Fernández integraban un equipo muy difícil de sustituir: él significaba el armado político más pragmático, ella significa las convicciones y la buena imagen presidencial frente a gran parte de la sociedad argentina. Él tenía un carisma más arrabalero, ella tiene un carisma basado en la elocuencia de sus palabras. ¿Cómo se remplaza el armado de la estrategia política? Los encargados de esa tarea serán “El Chino” Carlos Zanini, Julio De Vido y Aníbal Fernández que integrarán la primera línea de operadores políticos hacia adentro del peronismo. Y después, todavía es muy temprano, habrá que analizar quiénes operan en otros ámbitos sociales.
Daniel Scioli, que hasta hace unos días coqueteaba con la ambigüedad para subir su precio hacia el interior del kirchnerismo, ya hizo pública su lealtad política hacia la presidenta Cristina. Si no entra en un proceso de “cobización” tendrá un rol fundamental en la relación con los demás gobernadores, por la sencilla razón de que es uno de ellos y que, además, cuenta con capital político propio y, al mismo tiempo, se asegura el centro de la escena para 2015. A favor de Scioli hay que decir que ha demostrado siempre ser un leal acompañante de sus dirigentes políticos, virtud que no abunda en las arenas políticas. Y también hay que agregar que una cosa es Scioli con el apoyo de ese nuevo espacio social que se hizo presente en la Plaza, y otra muy distinta es Scioli con ese espacio en contra.
Otro que tendrá una gran responsabilidad en el sostén del actual proceso político es Hugo Moyano. Si Scioli tiene la posibilidad de contener a los intendentes bonaerenses por su condición de gobernador, la presencia del líder de la CGT en el peronismo distrital genera cierto recelo por la razón de que “a Moyano no lo votó nadie y es inmanejable”. Si hasta ahora estaba Kirchner para controlarlo, los intendentes temen ahora que se vuelva inmanejable. Pero más allá de las rencillas provinciales, Moyano puede llegar a cumplir un papel importantísimo en los próximos meses. Primero, puede aportar al mantenimiento de la paz social con un apoyo irrestricto al gobierno. Segundo, está en condiciones de realizar un pacto social con un importante segmento del del sector empresarial argentino –anudar un acuerdo con la UIA y dejar sola a la AEA (liderada por Magnetto), que ahora intentará ir por todo. Tercero, podrá manejar el conflicto social en las calles de Buenos Aires con la gran capacidad de movilización que cuenta la CGT. Podría Moyano actuar en una dirección distinta, pero hay dos cosas que se lo impiden: el indeclinable apoyo público que realizó después de la muerte de Kirchner, y la certeza de que el movimiento obrero organizado no tiene otro espacio real que el de compartir el actual modelo de inclusión y participación social. No pareciera tener cabida la actual CGT en un futuro gobierno de Ricardo Alfonsín, Julio César Cobos, Mauricio Macri o Eduardo Duhalde, por ejemplo, quien ya eligió a Luis Barrionuevo como su líder sindical.
El que no tiene ningún problema en profundizar su proceso de “cobización” es justamente el propio Cobos. Aferrado a su sillón vicepresidencial como garrapata a perro de campo, debe haber tomado nota de esas cientos de miles de personas que le pedían la renuncia. Y también debe haber tomado nota de que ahora su rol de conspirador y golpista tiene mayor peso. Cuando en el 2001, Carlos “Chacho” Álvarez renunció a su cargo para allanarle el camino al estrellato a Fernando De la Rúa, demostró que no tenía verdaderas intenciones de desestabilizar al gobierno de la Alianza. La irresponsabilidad, la especulación mezquina y desagradable del mendocino demuestran que sólo está allí para aprovechar la posibilidad de obtener la presidencia a través de la desestabilización y el complot permanente.
La actitud de Cobos, claro, también pone al radicalismo frente a la imagen que devuelve el espejo: la UCR deberá definir en las próximas semanas si intentará volver al gobierno a través de las elecciones –como pretende Ricardo Alfonsín, quizás el dirigente radical que mejor entiende el proceso político actual– o a través del zarpazo pérfido que planea el actual vicepresidente. Dentro del panradicalismo, Elisa Carrió deberá explicar qué tipo de relación tiene con su Dios, ya que después de tanto orar y orar para que Cristina enviudara, sus conjuros surtieron efecto. En diciembre de 2008 declaró que “sería divino” si Cristina enviudara. Por suerte, no estamos en la Edad Media, porque muchos podrían querer mandarla a la hoguera acusándola de bruja. Truman Capote dijo alguna vez “se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”. Carrió debería aprender de una vez por todas que ciertos silencios son más valiosos que las palabras irresponsables.
Otro factor a tener en cuenta es la oposición de facto al gobierno nacional. Es decir, el los medios de comunicación hegemónicos como Clarín y La Nación, la AEA, la Sociedad Rural, cierto sector de la UIA y los delegados locales de los organismos multilaterales de crédito. Más brutal que el empujón que pueda asestar la oposición política o parlamentaria –apenas quedan tres sesiones más en el Congreso antes del receso– la presidenta deberá aguantar el empellón del empresariado argentino que creerá que muerto el perro se acabó la rabia. El problema es que quienes conocen a Cristina Fernández saben que ella es tanto o más rabiosa que lo que fue su marido. Y que quien se apoyaba más en las convicciones políticas más que en el pragmatismo era justamente ella. En este esquema, además, es que podrá jugar un rol fundamental el movimiento obrero organizado y la militancia juvenil, poniéndole coto a las intenciones de aquellos que quieren volver a un modelo de acumulación de la riqueza y de concentración económica y política.
Por último, el nuevo elemento que emergió en los últimos días es el de la juventud. La mayoría de los que fueron a la Plaza de Mayo no superaban los 30 años. Son un capital político invaluable no sólo hoy, sino para más adelante. Es por eso que el kirchnerismo tiene la obligación moral de dotarlos de las herramientas organizativas necesarias para que se conviertan en un fuerte actor en los próximos años para que ayuden a inclinar la balanza a favor del modelo productivo y de inclusión social que se instauró en 2002 y se profundizó de 2003 en adelante.
Hasta aquí los factores endógenos que pueden influir en la construcción de poder que puede liderar la presidenta de la Nación. Hasta aquí los apoyos con los que puede contar, los obstáculos que deberá enfrentar y los enemigos brutales a los que deberá hacerle frente. Pero lo más importante de todo, aquello que definirá la política argentina de los próximos años, no está en el afuera. El futuro depende, en parte, de una sola cuestión: de la voluntad política de Cristina Fernández de Kirchner. Será ella, en su estrictísima soledad, la que deberá tomar esa decisión. El legado y el recuerdo de su marido, los miles de militantes en la Plaza, los millones de incluidos, el desendeudamiento externo, los 50 mil millones de reserva en el Banco Central –botín por el cual se relamen los neoliberales y los organismos internacionales de crédito– el fervor político de buena parte de la sociedad, el camino hacia la Unasur, el tenor que entonaba el Ave María, los millones de pibes que reciben la Asignación Universal, la abuela pobre que lloraba desconsolada ante el cajón, los gays que ahora tienen derechos para defender, los trabajadores que ahora se defienden en las paritarias, los millones de argentinos que viajan a sus trabajos subsidiados pueden influir y hasta obligar a tomar esa responsabilidad histórica de conducir ella sola todo el proceso. Pero es ella en su intimidad la que deberá decidirlo. Se vienen meses difíciles. Ya nada será lo que fue. La política se volverá una práctica dura. Y seguramente habrá más de un golpe. Se avecinan tiempos de pelea. Y habrá que pelearla.
Tiempo Argentino - 31 de octubre de 2010.

Entrevista en Canal 7

Reflexiones a partir de la muerte de néstor Kirchner.

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El tesoro kirchnerista


Marina Lafuente militaba en el viejo MAS en los ochenta. Era bonita, simpática, divertida, algo así como la chica troska popular del Colegio Mariano Moreno al que yo iba. Yo venía del barrio, de una Unidad Básica ortodoxa llamada Tercera Posición. Vivíamos peleándonos, chicaneándonos, seduciéndonos, amigándonos. Ella me acusaba de “facho peronista” y yo a ella de “trosko-marciana”. Los dos teníamos un poco de razón, claro. Anoche caminaba entre la multitud en la Plaza de Mayo y siento que alguien me grita con voz finita: “¡Mirá dónde nos venimos a encontrar!” Me doy vuelta y la veo a ella con los ojos llorosos y un carrito con un par de pibes. Nos abrazamos. Interminablemente. Como si no hubieran pasado 22 años de la última vez que nos habíamos visto. Cuando pude reaccionar, la miré y le dije: “¿Qué hacés vos acá, troska?” Ella me miró, sonrió entre lágrimas y me contestó: “¿Qué hacés VOS acá, facho?”. Alrededor nuestro, el piberío lloraba, saltaba, se emocionaba, puteaba al traidor de Cobos, lloraba, se reía, se abrazaba, se reconocía, se identificaba, lloraba, se reía. Alrededor nuestro hombres y mujeres de 50, 60, 70 años perdían sus ojos en ese horizonte de cabezas y lloraban emocionados. “Nunca creía que iba a volver a vivir tanta emoción política”, se escuchaba. “Esto es como con Perón, esto es como con Perón”, repetía otro. Nosotros nos reímos, y dijimos casi al unísono: “Y… viste cómo es la vida ¿no?”
Y la vida no era otra cosa que el kirchnerismo. Porque ese magma vibrante ahí en la plaza era algo nuevo. Algo capaz de juntarnos a Marina, a mí, al hombre que había sido torturado en un calabozo de La Plata, a mi viejo que había ido por última vez a una marcha en la Plaza de Mayo el fatídico domingo de Felices Pascuas, esa jornada que le arrebató las ganas de participar en política a muchas personas que habían creído en Raúl Alfonsín, a la purretada bulliciosa que por primera vez tenía “un único héroe en este lío”, a esa profesora de yoga que no creía en nada y hoy no para de llorar “porque se ha vuelto mágico el mundo”, o a ese negro en silla de ruedas que se toma la cara y llora. Estaban todos en la Plaza: los negros, los feos, los desdentados, los gordos, los universitarios, los laburantes, las pibas coquetas, los militantes, los dirigentes, los cocacoleros, los muchachos de la Juventud Sindical, del Nuevo Encuentro, del socialismo, de los movimientos cristianos. Estaban todos en comunión despidiendo a Néstor Kirchner.
Un fenómeno extraño se respiraba en el aire ayer y anteayer. Era gente que iba a despedir a su líder político. A un hombre que, por primera vez en muchos años, no los había defraudado. A un político que había asumido la representación de las mayorías y se había peleado con coraje contra algunos de los grupos de poder concentrado más fuertes de la Argentina: la Iglesia, el campo, los medios hegemónicos. Estaban despidiendo a su líder, lo hacían “consternados, rabiosos”, llorando, puteando, sintiéndose desamparados, preguntándose por qué, confirmando que venían a bancarle la parada a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Un nuevo fantasma recorre la patria. Es el fantasma del kirchnerismo. Es un nuevo fenómeno político que incluye la mejor tradición del movimiento nacional. Porque “pese a la insistencia de los profetas del odio en estos últimos años, muchísimos jóvenes pudieron volver a creer que el peronismo no es resentimiento ni impotencia, sino que es memoria, es convicción, es audacia, es amor, es risa, es canto, es amistad y es esperanza”, como dijo alguien ayer en la Plaza. Pero al mismo tiempo le agregó nuevos temas, nuevas preocupaciones, como el derecho de las minorías, la defensa de algunos derechos civiles rezagados, el juicio y castigo a los responsables por las violaciones a los Derechos Humanos durante la última dictadura militar y reconcilió a cierto sector del progresismo de clase media con las experiencias más clásicas del peronismo. Esa mélange, esa mixtura, esa nueva alianza de sectores, esa remake del peronismo más enamorable es el kirchnerismo. Por eso las ganas de abrazarse en la plaza, de encontrarse, de identificarse. Por eso esas banderas en el corazón, por ese par de promesas, esos tics de la revolución, ese par de sienes ardientes que fueron, son y serán todo el tesoro. Y es por ese tesoro que nos abrazamos y lloramos, y puteamos, y seguimos viviendo y peleando.
Tiempo Argentino - 29 de octubre de 2010.

La muerte nunca fue peronista - Nota del día después de la muerte de néstor Kirchner.


La muerte no es peronista. Nunca lo ha sido. Es más, siempre ha acogotado a los líderes justicialistas en los peores momentos de la historia. En 1952, cuando los años felices comenzaban a ensombrecerse y la crisis económica decía presente, se llevó al corazón vibrante del peronismo: Evita. Anidó allí, en el lugar más íntimo de la mujer, para impedir la fecundización de un proyecto político diferente al que había gobernado la Argentina durante 100 años. En 1974, cuando el peronismo se hacía incontenible, cuando la violencia arrasaba el país, la muerte acabó con el único hombre que podía contener la tragedia: Juan Domingo Perón murió solo en su habitación de Olivos. Ayer, en este 2010 que hasta ahora había sido resplandeciente, la muerte le pegó una patada en el pecho a una pieza clave del armado político peronista. En vísperas a que la sociedad debatiera qué proyecto de país quería para sus próximas décadas, se llevó al estratega máximo del “modelo nacional y popular”.
Néstor Kirchner fue uno de esos “locos” que no abundan en la Historia. Asumió la presidencia después de la tormenta de 2001 y fue una tromba. Flaco, desgarbado, desaliñado, ese 25 de mayo de 2003 jugó con el bastón de mando, sonrió, hizo muecas, se divirtió, y dio uno de esos discursos inolvidables para la política argentina: “Formo parte de una generación diezmada. Castigada con dolorosas ausencias. Me sumé a las luchas políticas creyendo en valores y convicciones a los que no pienso dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada. No creo en el axioma de que cuando se gobierna se cambia convicción por pragmatismo. Eso constituye en verdad un ejercicio de hipocresía y cinismo. Soñé toda mi vida que este, nuestro país, se podía cambiar para bien. Llegamos sin rencores, pero con memoria. Memoria no sólo de los errores y horrores del otro. Sino que también es memoria sobre nuestras propias equivocaciones.”
Y después, claro, hizo todo aquello que hacen los políticos: acertar, errar, negociar y gobernar con mayor o menor grado de felicidad. Pero su principal virtud era –doloroso pasado– que solía salir del molde del político racional y especulativo. Lo demostró en la manera en que se dejaba aporrear por la gente, en la forma en que sacudió al periodista Claudio Escribano, cuando este lo amenazo desde La Nación, o cuando desautorizó a George W. Bush en la cumbre de presidentes en Mar del Plata y decidió “enterrar el ALCA”. Ni que hablar cuando hizo bajar el cuadro de Jorge Videla de las paredes del Colegio Militar de la Nación. Kirchner huía para adelante. Esa era su principal virtud: cierto coraje que no abunda en los ámbitos políticos. No gobernó para los poderosos de este país y del mundo. Aun entendiendo las reglas del juego siempre traccionó sus políticas en beneficio de las mayorías. Era duro para negociar con los duros. Crecimiento sostenido, inclusión social, el Estado como árbitro, la inclusión del movimiento obrero organizado en la discusión del poder, la política de justicia respecto de las violaciones a los Derechos Humanos, el desendeudamiento, el orden fiscal, la independencia de criterio en política internacional, el fortalecimiento de los lazos regionales –no es casualidad que haya sido elegido como el primer “presidente” de la Unasur–, el regreso de la política como agonía y discusión fueron algunas de las buenas nuevas que puso Kirchner sobre la mesa en este nuevo siglo. La cotidianidad, la familiaridad, las histerias y neurosis colectivas suelen mellar la posibilidad de hacer un análisis político serio. La ausencia y el paso del tiempo van a confirmar estas palabras que voy a escribir ahora: los años del kirchnerismo –que vivimos y seguiremos viviendo– van a ser recordados como los más felices de los últimos 50 años por el pueblo argentino.
La muerte de Kirchner abre las puertas a todo tipo de especulaciones. Desde las más mezquinas y miserables hasta aquellas que son justificadas por el temor y la incertidumbre. Nada de lo que se diga hoy es válido. El futuro se irá amoldando en función de las decisiones y las conductas políticas de los distintos actores. Sin dudas, no se trata de un hecho más, claro. Kirchner era el hombre pragmático de la pareja, el que sabía tejer el entramado de poder, la estrategia política. Su ausencia deja un vacío muy difícil de llenar. Por estilo, por carácter, por visión política. Pero no es todo. El modelo nacional y popular es más que un hombre. Debe ser más que un hombre. Está condenado a ser más que un hombre. Es más para que la muerte de Kirchner no sea vana el modelo debe ser sostenido, continuado, profundizado.
Y allí está Cristina Fernández, su mujer y su compañera, y presidenta de la Nación. Se abre una nueva etapa para ella, es cierto, pero también se trata de una continuidad. Las comparaciones históricas en este caso son nulas. No hay vacío de poder, no hay necesidad de buscar herederos o remplazantes. Y Cristina no es Isabel –María Estela Martínez de Perón–, como quieren imponer absurdamente algunos voceros de la oposición. Esta es su hora más difícil, seguramente. Pero las miles de personas que ayer fueron a la Plaza de Mayo la acompañan y la sostienen. Y también habrá que ver cómo impacta en la sociedad la muerte del ex presidente, cómo responde en las encuestas de opinión, de imagen, de intención de votos.
Kirchner fue –otra vez el maldito pasado– un actor fundamental en la política, pero la construcción del modelo no puede depender de la voluntad de un hombre. Es necesario que la dirigencia, los cuadros y la militancia conviertan el dolor en fervor, la tristeza en convicciones, el abrume en compromiso y el temor en alegría. Porque el futuro y los destinos de este país se juegan en los próximos meses. Y el peronismo debe hacer todos los esfuerzos posibles para que las conquistas de estos últimos siete años no se derrumben.
Hace unos días, escribí que el kirchnerismo era hasta ahora el último traje que utilizó el movimiento nacional y popular democratizador, desmonopolizador, en este país para enfrentar al liberalismo conservador concentrador de las riquezas. La perspectiva histórica nos demuestra que todo pasa, incluso los hombres, y lo que quedan son las ideas, la voluntad política, la organización y las transformaciones. Es tiempo ahora de consolidar las estructuras que deben sostener y profundizar el modelo, es tiempo de construir la columna vertebral de que ponga de pie al modelo después de la tristeza. Y habrá que comprender que en esta especie de barajar y dar de nuevo la cabeza será Cristina Fernández y el eje, una vez más, el movimiento obrero organizado. A partir de allí, se podrá construir un nuevo andamiaje que incluya a los gobernadores e intendentes y a los sectores progresistas que comprendan la contradicción fundamental de esta nueva instancia política.
Entre las cosas más importantes que Kirchner le aportó a la Argentina fue la devolución de la política entendida como conducción, decisión, gestión e ideología. Le devolvió el valor a las palabras: hoy no es posible pronunciar un discurso haciendo playback. Es imposible que alguien se confunda de discurso, como le ocurrió a Carlos Menem, por ejemplo. Lo que se dice tiene peso propio. A los que no crean en esto los invito a releer el discurso de asunción del 25 de mayo de 2003. Verán que Kirchner siempre tuvo un proyecto político, que no mintió, que fue coherente –con pequeñas contradicciones, claro– con su pensamiento. De muy pocos presidentes se puede decir lo mismo. Y además casi siempre hablaba en plural, como si hubiera un nosotros, como si fuera uno más, acaso un primus inter pares.
La otra gran característica fue su nacionalismo político. Kirchner puso a discutir los distintos discursos sobre la Nación. Cierta dignidad arrabalera, primaria, primitiva, si se quiere, campeaba en la forma en que el “flaco de traje gris abierto” se relacionaba en materia de relaciones exteriores y de negociación con los organismos de créditos y en la defensa del Estado contra el abuso de las empresas trasnacionales.
Con la muerte de Kirchner se acaba también una dinámica política determinada. Se abre otro tiempo, un momento de mayores debates, de profundización, de mayor trabajo y compromiso para aquellos que creyeron y creen en el proceso progresista que se inició en 2003. Hugo Moyano dijo ayer algo muy significativo: “Después de Perón nunca nadie le dio tantas cosas a los trabajadores como Néstor Kirchner.” Es una gran definición política. Cuando la neurosis pase de largo en esta sociedad podrá evaluarse con justicia lo que significó el ex presidente para este país. Pero hay que remplazar la mirada histérica por la visión histórica. Para el que escribe estas líneas, el de Néstor Kirchner fue uno de los mejores gobiernos de toda la historia argentina.

(Final personal: En una sola oportunidad pude entrevistar al ex presidente Kirchner. El encuentro se produjo en diciembre de 2002 cuando él todavía era precandidato a las elecciones. Como ocurre siempre en las entrevistas políticas, cuando se apagó el grabador nos quedamos charlando un rato largo sobre política, economía, y otras cuestiones. Estaban presentes Alberto Fernández y Miguel Núñez. Kirchner sudaba voluntad de poder, pero también transpiraba convicciones políticas. Antes de despedirnos me hizo una pregunta personal. “Si yo llego a ser presidente y vos tuvieras que pedirme una sola cosa ¿qué me pedirías?” Lo miré y con cierta inocencia, le respondí: “Un país con un mínimo de dignidad.” Canchero, llevó su mano al hombro y me dijo: “Olvidate, dalo por hecho. No te voy a defraudar, entonces, gordo.” Nunca tuve oportunidad de decírselo y aprovecho estas páginas para hacerlo, en vano, ya que no podrá leerme. Casi como una catarsis y un homenaje te digo: “No me defraudaste, flaco.”)
Tiempo Argentino - 28 de octubre de 2010.

La década del 70 se acabó


Jorge Luis Borges escribió un sugerente relato breve sobre la responsabilidad de las acciones de los seres humanos. Un hombre va al desierto, toma un puñado de arena, lo levanta, abre la mano para que el viento se lleve los granos y concluye: “he cambiado el Sahara”. Hay allí una belleza sintética en esa escritura. Todo es posible en su breve medida. Es posible trastocar el mundo de un sencillo manotazo. Es un cambio sin demasiada épica, es cierto. Insignificante, excepto para los poetas. Pero poca cosa para los que, por ejemplo, han heredado las marcas de batallas grandilocuentes.
Una vez más, a Julio César Cobos, la dinámica política lo puso en el lugar del croupier, es decir, del tipo que decide en qué cuadradito va a caer la bolilla de la ruleta. Otra vez votó en contra del Poder Ejecutivo que lo designó para representarlo. Con su voto “no negativo” otorgó la sanción del Senado al proyecto de ley del 82% móvil para los jubilados, y la colocó a la presidenta Fernández de Kirchner en la posición de vetar finalmente la medida. Cobos ha sido coherente en sus elecciones: durante el conflicto con las organizaciones ruralistas votó en contra de que el Estado Nacional obtuviera más recursos de un sector que tiene una renta extraordinaria. Esta semana, votó a favor de la desfinanciación del mismo aparato estatal.
No se trata sólo de un conflicto político. En su caso es una cuestión meramente ideológica: el Estado debe volver a ser mínimo, no debe tener recursos. Debe estar allí sólo para cambiar al Sahara. Es decir, para administrar lo ya hecho. Es la misma lógica del ex presidente Fernando de la Rúa: mantener lo que han transformado otros.
Otros sectores votaron a favor del 82% desde una cuestión meramente ideológica, queriendo forzar transformaciones que implican una audacia difícil de sostener. Audacias que son fáciles de enarbolar desde lo discursivo, pero insostenibles en una correlación de fuerzas políticas como las de hoy.
Como sea, la oposición ha puesto en una encrucijada al gobierno: lo ha tocado en su propio discurso, el de la distribución de la riqueza. Lo ha obligado a poner un pie en el freno en un espacio que había sido hasta ahora monopolio del kirchnerismo. Como escribí alguna vez, los que acusan al gobierno de populista han votado una ley populista para que el gobierno populista deba tomar una medida no populista. Es un galimatías, claro. Pero una paradoja, un juego de espejos sobre estas pequeñas responsabilidades efímeras.
La semana pasada viajé a la ciudad de Heilderberg con un grupo de escritores e intelectuales argentinos que participaban de la Feria del Libro de Frankfurt. A media tarde, sentados todos a una mesa, y después de un par de cervezas de maíz, alguien recuperó del discurso de Griselda Gambaro la noción de la derrota. No voy a dar nombres respecto de cómo estaba integrada la tertulia porque fue una charla absolutamente informal, pero voy a retomar algunas de esas ideas porque, creo, hacen a un debate mucho más fructífero que el de los pequeños actitos del vicepresidente.
Alguien dijo: “Nuestra generación es hija de la derrota. Y desde allí construimos esta nueva etapa que a veces nos resulta insuficiente, incomparable con las utopías de los ’70, minimalista, insulza, que apoyamos y sostenemos porque es lo mejor que se ha logrado desde la democracia, pero que no nos completa el alma.” La mayoría coincidió. Había ex militantes del peronismo de izquierda, del comunismo ortodoxo, del heterodoxo, de la izquierda combativa. Quien más, quien menos, se reconocían todos ellos hijos de la imposibilidad.
No es fácil asumirse como derrotado. La cosmovisión está siempre teñida por el momento en que debieron firmar la rendición, el instante en que la sangre se aquietó y debieron reconstruir su identidad con una pesada mochila de amigos muertos, de deslealtades propias y ajenas, de desgarros existenciales. Y tampoco es fácil reconstruirse después del agotamiento de los grandes discursos. Iban a convertir el Sahara en una verde pradera fértil. Ahora, deben conformarse con discutir para qué lado se arroja el puñado de arena borgeano.
No tengo para los protagonistas de la década de 1970 el encono que tuvo la generación directamente posterior. Los “ochentistas”, digamos. Me gusta creer que pertenezco a la generación del Bicentenario, pero algo en mí me dice que, en realidad, pertenezco a los ’90, a los que no entendieron por dónde pasaba la vida durante los años del menemismo. En algún punto, los que nacimos en los ’70 somos un poco la “generación Moisés”, los que no pudimos ser protagonistas de nada, pero hemos mantenido ardientes, al menos, cierta antorchas. Quizás sea esa, apenas, nuestra mínima gran responsabilidad generacional.
En la mesa de Heilderberg –en esa ciudad nació el romanticismo alemán que dio origen a las cosmogonías sobre lo nacional y lo popular alemán– dije que “pensar y hacer la política actual desde la derrota era un acto de egoísmo y egocentrismo”. No gustó lo que dije porque se hizo un silencio molesto y se cruzaron miradas del tipo: “Este muchacho no entiende nada.” Resuelto, continué con mi alocución –envalentonado, seguramente, por los tres vasos de cerveza negra– y dije: “El actual proceso no es un remake de los ’70, no es una versión desmejorada, incompleta, insuficiente. Es una experiencia diferente, innovadora, no es la comedia de la tragedia de los ’70.” Continuó el silencio y las sonrisitas sobradoras estilo: “Es que vos no la viviste.” “No es cierto –dije– yo pertenecí a la Guardería de la Tendencia Revolucionaria, así que puedo chapear, también.” Las risas distendieron la conversación y alguien tomó el atajo de hablar del poeta Hölderlin y su locura final en esta ciudad bellísima del sur alemán.
Posiblemente no termine nunca de comprender la cosmovisión del derrotado. Pero creo que quienes fueron protagonistas en aquella época tienen hoy la responsabilidad de mirar hacia adelante, de ser generosos con esos millares de jóvenes que hoy poseen entre 20 y 30 años y que son el futuro. Que tienen inoculado el germen de la tradición nacional, popular, progresista, democrática, de izquierda. Ellos no se merecen que les arrojen en los ojos el puñado de arena de otras generaciones.
Quizás esta columna dominical debiera haberse explayado sobre el 82% móvil, el voto de Cobos o el Presupuesto Nacional para el año 2011. Pero sentí que mi responsabilidad era decir estas cosas: que el futuro se construye desde la alegría, que la democratización social y económica se hace arrojando puñados de arena aquí y allá, que el Estado está allí para ser defendido como un bastión, y que los “pedacitos de sueños rotos” de los que habla Juan Gelman en su poema se pueden volver a juntar, reconstruidos, minimizados a veces, maximizados otras. La etapa de los ’70 acabó, y con ella la juventud y los sueños de muchos de sus protagonistas. El kirchnerismo, también pasará –todo pasa– y con él también se irán las posibilidades de muchos. Pero el futuro traerá otras batallas, otros nombres, otras intensidades. Salir de la lógica de la derrota es quizás la principal empresa que debe enfrentar la generación de los ’70. Borges era un gran conservador. Creía que con cambiar un puñado de arena transformaba el Sahara. Quizás la clave no esté en la forma del desierto sino en las miles de próximas manos que en los distintos mañanas empuñen la arena. Después de todo, la historia del futuro no es otra cosa que un gran desierto.
Tiempo Argentino - 17 de octubre.

Pensar la Argentina desde Europa


Se puede pensar la Argentina desde Frankfurt? ¿Se puede reflexionar sobre nuestro país clavado como una estaca allí bajo el cielo de la Cruz del Sur? ¿Qué signos, qué señas puede aportarnos esta ciudad de rascacielos vidriosos, de mayor densidad de Mercedes Benz por habitante, que es la capital financiera de la cuarta potencia económica mundial? ¿Sirve esta modernidad al servicio del consumo como modelo para esos países enrevesados, rabiosos, contrahechos de América Latina? En el jardín de invierno donde se toma el desayuno –con chacinados y salchichas de todo los colores, pretenciosos quesos, con el pan sabroso y el orgulloso salmón ahumado que se entreveran con el café con leche y los omelettes– Eduardo Jozami asegura que sí, que, además, es necesario pensarlo.
En Europa se respira cierto desdén poscolonialista. Existe una mirada sobradora, una mueca de sorna sobre los procesos populares latinoamericanos. Para los europeos, nuestras experiencias son meras expresiones de un populismo barbárico que no fue tamizado por la racionalidad de la Ilustración ni es bendecido por la democracia liberal representativa. Jozami se sonríe cuando le cuento que un periodista español se quejaba “por el uso político que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner hizo del tema de los Derechos Humanos en la apertura de la Feria del Libro”. Lo decía con cierto tono paternalista que tuvo que comerse cuando en plena sala de prensa, rodeados de colegas extranjeros, la periodista Silvina Friera le contestó venenosa: “Qué más quisieran ustedes que un jefe de gobierno español se hiciera cargo de los cientos de miles de muertos que produjo la brutal guerra civil española.” El periodista se escudó en que debía seguir con su trabajo y no podía continuar la discusión por esa razón. Sin embargo, meneó la cabeza como diciendo: “Y bueno, son maradoneanos.” Allí está el nuevo sambenito puesto por el pelafustán psicoanalista argentino, el malinchista Carlos Pierini y su inefable secuaz del recontraboludismo John Carlin, que cree tener derecho a diagnosticar los males de nuestro país porque un día compró un libro de Marcos Aguinis en una librería de Corrientes.
Para ellos, el origen de los males de los argentinos no se encuentra en la lejanía geopolítica, ni en la vaciedad de su extensión. Tampoco en la faceta de acumulación primaria de capitales, la apropiación de la tierra en forma fraudulenta, ni en las ventajas relativas de los comodities, lo que generó una clase dirigente con tendencia a la holgazanería. Tampoco, está claro, en la profunda melancolía que generó el desarraigo de los inmigrantes, o el ocultamiento brutal del mestizaje ni la permanente ruptura del orden constitucional por parte de los dueños del poder. Por supuesto que ni se les ocurrió pensar que podría ser –como piensan José Schvarzer o Mario Rapoport– por la dependencia económica de las economías industriales que generan ciclos de crisis por el desajuste de la balanza de pagos. Ni siquiera se cuestionan estos problemas. Para estos dos tirifilos el problema reside en que la “manada” –como llamaron despectivamente al pueblo argentino en su nota del diario El País– festeja el gol hecho con la mano a los ingleses.
“Molesta a esta Europa, que aún no se ha sacado el ropaje imperialista del siglo XX, el pensamiento y la actuación autónoma de los países latinoamericanos –sustantiva Jozami. No hemos construido todavía una nueva teoría, pero al menos nos hemos permitido abandonar el posibilismo rastrero de los años noventa. Europa está en una profunda crisis política: Italia abandonada a Silvio Berlusconi, España está por caer nuevamente en las manos del Partido Popular. En cambio, América Latina discute, se hace preguntas por la subjetividad social, por la recuperación de la política, por ver la posibilidad de llenar de contenido la democracia. Nuestro continente se vuelve a interpelar por las formas del cambio social.”
Los edificios vidriados, los autos lujosos, la precisa tecnología frankfurtiana también interpela. ¿Tiene la Argentina derecho a rechazar las virtudes de la modernidad? Sin duda que no. Pero tampoco puede conformarse con esta utopía muerta del capitalismo del siglo XVIII. Con el anestesiante sueño del consumismo, sin movilidad social. En la Argentina, todavía hoy, el hijo de cualquier carpintero puede llegar a ser un Jesucristo. En Europa, apenas podrá tener una vida segura. Esa es la principal fuerza vital y transformadora de ese país lejano que en Europa apenas se conoce.
La teoría sobre el origen maradoneano de todos los males barbariza a la Argentina. La coloca en un lugar cómodo para Europa. Nos vuelve recolonizables. No creemos en las leyes, ergo debemos ser domesticados y disciplinados. Hasta la presidenta de la Nación debe inclinarse ante la superioridad civilizadora. ¿Cómo es eso de andar diciéndole a Angela Merkel que el Club de París debería contemplar los beneficios fiscales que reciben en los países extractables? ¿Por qué un país de segunda se cree con derecho a negarse a la fiscalización del Fondo Monetario Internacional, que es una institución incuestionable en la construcción del poder global?
“América Latina presenta cierta anacronía –sentencia Ricardo Forster unas horas después, a orillas del Río Meno– para este museo que es hoy Europa. En nuestro continente la historia es el mañana y el futuro. Todo está abierto. Todo es cuestionable y pausible de ser pensado.” En este elegante paseo que semeja los de los filósofos peripatéticos, mientras de fondo se cuela el campanario terracota de la catedral de Frankfurt, Forster se entusiasma: “Pensalo, es una locura: un tornero llega a presidente. Lula es la metáfora perfecta de la movilidad social, y por eso genera fascinación y al mismo tiempo rechazo.”
¿Se pueden conjugar en la Argentina modernidad y memoria, tecnología e identidad, desarrollo capitalista con distribución de la riqueza? En la respuesta a esta pregunta se condensa el futuro de nuestro país y de nuestro continente.
En la firma del acuerdo con la Escuela de Frankfurt –la corriente de pensamiento neomarxista de mediados del siglo pasado– la presidenta marcó la necesidad de construir nuevos marcos teóricos. “Es un desafío –se entusiasma Forster. No vino a Europa a buscar una teoría. Al contrario, vino a decirles que América Latina va a construir un nuevo marco de pensamiento. Que no nos conformamos con el modernismo reaccionario, que necesitamos pensadores que asuman riesgos.”
La Argentina debe pensarse desde Latinoamérica. El mestizaje es su lugar. Ya no hay europeos en las calles de Buenos Aires. A lo sumo, hay criollos hijos de criollos que se funden, que se mezclan, que se cruzan. Existe también esa mayoría silenciosa que son “los negros de alma”, los que rara vez se expresan y aparecen en la escena pública. La modernidad –ya no en términos estrictamente de la Ilustración europea– significa en nuestro país la posibilidad de inclusión y equiparación: Libertad e Igualdad son inseparables.
No niego cierto arielismo en mis propias palabras, cierta arrogancia. En la abundancia económica se esconde cierto fascismo de lo material. En la posibilidad del riesgo hay cierta insinuación del coraje. Sería una pena que la Argentina, que Latinoamérica, que lo bárbaro y mestizo, se niegue a sí mismo la continencia de su futuro, de ese mañana que, como dice Forster, está clavado en el corazón de su pasado.
Tiempo Argentino - 10 de octubre.

¿Manuel Dorrego en la Unasur?


No suele ocurrirme que me levanto una mañana y un mensaje de texto en el celular enviado por mi amigo Mariano Feuer me alerta: “Felicitaciones!! Ahora te recomiendan entre presidentes… entrá a Twitter ya!” No suele ocurrirme que abro la página y una verdadera catarata de saludos invade mi carpeta de mensajes. Y, obviamente, lo que nunca me sucede es que dos presidentes democráticos que están dentro de la línea nacional, popular y americanista hablen de un libro escrito por mí. Leer la recomendación que hizo la presidenta Cristina Fernández de Kirchner a su par venezolano Hugo Chávez me dejó varios minutos sin poder de reacción frente a la máquina. Una fuerte convicción personal –una cuestión de fe íntima– me impide permitirme el acto humilde de la vanidad personal. Pero, confieso, sentía un orgullo profundo y una emoción privada que compartí con los míos.
Hace dos semanas una fuente de gobierno me pidió un ejemplar de El loco Dorrego. Le envié dos: uno para él y otro para la presidenta. Fue un acto impensado de mi parte. Nada me une a la presidenta. La vi por última vez en el año 2002 cuando ella era legisladora y yo redactor de una revista. Ahora, ella es presidenta y yo redactor de un diario. Unos días después, la misma fuente –uno de los políticos con mayor futuro de mi generación– me mandó un escueto “tu libro le está gustando mucho”. Me di por hecho. A la presidenta de la Nación le gusta mi libro. No es poca cosa.
Después vino su acto de generosidad inconmensurable. Y la respuesta de Chávez. Y la conferencia en cadena nacional en la cual el presidente venezolano habló de mí y de Dorrego. Era obvio que debía hacerle llegar mi libro con dedicatoria incluida. Fui hasta la embajada de su país y me trataron muy amablemente. “El jueves le estará llegando el libro”, me aseguró cordial uno de los funcionarios de la embajada. “Pero tenga el celular abierto, por cualquier cosa”, se despidió. Sonreí. Un día después, Chávez me agradeció en la conferencia de prensa al pie de su avión mi dedicatoria y mostró mi libro. Si alguien lo hubiera planeado, no habría salido tan bien. Y si las cosas fueran planeadas, la vida no sería tan infernalmente bonita.
Pido perdón por esto tres párrafos estúpidamente egocéntricos. Pero Fernando Capotondo, jefe de redacción del diario, me pidió que cuente la historia de estos saludos cruzados, y como es mi jefe, no pude desobedecerlo. Por suerte, toda vanidad tiene su hoguera. Y voy a entrar en razones.
Hay un signo en lo que ocurrió esta semana –perdonen cierto misticismo histórico de mi parte– con Manuel Dorrego. No debiera ser capricho que en pleno golpe de Estado contra un presidente popular y democrático como el ecuatoriano Rafael Correa, dos presidentes latinoamericanos se enfrascaran en la vida del primer líder popular de la historia argentina que fue derrocado y luego fusilado por su enemigos. Como si Dorrego estuviera allí para recordarnos quiénes y por qué quiebran el orden institucional en nuestros países: esa entente entre el liberalismo conservador y un sector del Ejército, y lo hacen para frustrar la posibilidad de que los sectores populares puedan llevar adelante sus propias políticas independientes del poder concentrado y monopólico. O como anunció el poeta unitario Juan Cruz Varela: el pueblo deberá volver a su lugar, que son “las cocinas”.
Porque lo que no soportaron los políticos y los intelectuales de la burguesía comercial porteña es que el líder del Partido de los Populares –como se llamó en un principio el Partido Federal–, el “padrecito de los pobres”, como lo llamaban los orilleros, gobernara y llevara adelante un proyecto diferente al de ellos. Por eso lo mataron. Por eso cortaron “la cabeza de la hidra”, como le escribió Varela a Juan Lavalle, el autor material del crimen. Porque querían ejemplificar al pueblo para que supiera que no debía osar gobernar nunca más en la Argentina.
Es interesante la vida de Dorrego: valiente soldado, joven irrespetuoso, periodista irreverente, brillante polemista, federal doctrinario, patriota convencido, idealista hasta la tontera, liberal por convicción, demócrata empecinado, corajudo en las batallas y en las lides políticas, americanista, bolivariano. Un protagonista de la historia sepultado porque era incómodo para todos. Especialmente para la historia oficial que no podía explicar por qué los liberales unitarios habían derrocado un gobierno leal y legítimo y habían fusilado al mandatario.
Dorrego es el primer defensor del voto universal; su federalismo es doctrinario y no intuitivo (su discurso en la Legislatura sobre las economías regionales es imperdible); se entrevista varias veces con Simón Bolívar en 1826 para pedirle que los ejércitos republicanos del continente se unan contra los imperiales en Brasil, porque era un convencido de que América debía ser una Confederación de naciones –por estos años, el libertador del norte organiza el célebre Congreso Anfictiónico de Panamá al que la Argentina no concurre por decisión de Bernardino Rivadavia–. Pero lo más interesante es su plan de gobierno: reducción de deuda pública enfrentando al capital financiero inglés, desmonopolización de los productos de necesidad básica y control de precios de productos como el pan, extensión de la frontera para aumentar la producción agrícolo-ganadera, el intento de confeccionar una Constitución federal con el apoyo de las provincias frente al centralismo porteño y la defensa de la integridad del territorio nacional.
Por último, Dorrego tiene algo para decirnos respecto del quiebre de las democracias. El golpe de diciembre de 1828 es la matriz de la mayoría de los golpes de Estado del siglo XX: el de 1930, 1955, 1966 y 1976, como si se tratara de un cuento borgeano en que lo actores repiten una y otra vez las misma bazas. No tengo comprobada la hipótesis en lo demás países de Latinoamérica pero, a priori, me animaría a decir que el modelo se repite en otros rincones del continente. Por eso, la aparición de Manuel en la cumbre de la Unasur no es inocente. Rafael Correa, un presidente popular, era víctima de un golpe de Estado que ponía en peligro su propia vida. Y Dorrego estaba allí, como un recuerdo, como un llamado de alerta, como un toque de atención. Posiblemente, no haya mejor homenaje en este año de los Bicentenarios latinoamericanos para Manuel que el hecho de que su figura y su triste final sirva para alumbrar la defensa de la democracia en nuestros países. Si es así, ni su muerte ni su olvido fueron en vano.
Tiempo Argentino - Publicado el 3 de octubre de 2010