lunes, 27 de diciembre de 2010

Apuntes para la militancia II


Hernán Brienza

1) Una de las primeras lecciones en materia de conducción política que Juan Domingo Perón le ofrecía a quien quisiera escucharlo es que el primer deber de un líder es determinar quién es el enemigo. Porque recién a partir de allí se puede construir una táctica y una estrategia propia para alcanzar los objetivos. Incluso intentó explicárselo sin éxito, claro, a Fernando Pino Solanas en esa larga entrevista filmada que tuvieron en Madrid. Allí, Perón, citando a Mao, dijo: “Lo primero que el hombre ha de discernir cuando conduce es establecer, claramente, cuáles son sus amigos y cuáles sus enemigos, y dedicarse después, esto ya no lo dice Mao, lo digo yo: al amigo, todo, al enemigo ni justicia. Porque en esto no se puede tener dualidades. Todo el que lucha por la misma causa que nosotros es un compañero de lucha, piense como piense.”

Si hay algo bueno que tuvo poder escuchar las palabras que pronunció Jorge Rafael Videla fue que permitió a los argentinos volver a encontrarse con un discurso desnudo, brutal, poco sofisticado, antidemocrático y que restauró la lógica amigo-enemigo en términos ideológicos pasados de moda –el kirchnerismo también coqueteó a veces con esta lógica pero con categorías bastante más modernas y ya no en el marco de un mundo bipolar y de la Doctrina de Seguridad Nacional como en los ’70. No tuvo dudas siquiera el ahora condenado a cadena perpetua en decir la tontera de que el gobierno kirchnerista “intenta instaurar un régimen marxista”. Sin embargo, planteó un escenario interesante: para la derecha más ultramontana, el gobierno es una expresión de la izquierda. Digo que es un mapa interesante porque clarifica. Para “ellos” –si es que hay un “ellos”– el enemigo no es Pino Solanas, no es Elisa Carrió, no es el Partido Obrero, que se divierte generando caos en las vías del Roca porque sus dirigentes saben que es relativamente barato jugar al chico malo con un gobierno que decidió no usar la fuerza como método de limitar la protesta. Para “ellos” el enemigo es el kirchnerismo.

Si hay algo bueno que tuvo el lanzamiento de la campaña de Eduardo Duhalde fue que permitió a los argentinos ver a quiénes acompañaban al que fue el ex vicepresidente de Carlos Menem cuando se firmaron los indultos de los responsables de las violaciones a los derechos humanos de la última dictadura militar: la inefable Cecilia Pando, defensora de Videla, Jorge Tata Yofre, jefe de la SIDE menemista de aquellos años, o Miguel Ángel Toma, fueron algunos de los rostros de una argentina perimida que realizó un durísimo despojo contra los sectores populares y que, cuando no tuvo más remedio, reprimió brutalmente la protesta social bajo la excusa de imponer el orden.

En coincidencia con estos dos hechos, Mauricio Macri agitó el discurso del orden y la represión, complementado con la acción de algunos militantes de filiación dudosa –entre la frontera del PRO y el duhaldismo– que atizan con el objetivo de generar la sensación de caos e inseguridad que, amplificado por las editorializaciones periodísticas de las cámaras de TN y de las tapas de Clarín marcan la agenda de los argentinos. Es decir, ya no se habla de redistribución, de democratización, de desmonopolización sino de control, de orden, de seguridad. En algún punto, a ambos dirigentes les cabe la categoría de “bombero piromaníaco” que Alain Rouquié le endilgaba a Perón; es decir, aquellos que se presentan como solucionadores de problemas que ellos mismo sgeneraron previamente.

2) Las elecciones de 2011 son fundamentales por el bloque opositor que se estructura contra el gobierno. La vieja política menemista, los agoreros del orden y el garrote, los grupos económicos concentrados como Techint, entre otros, los medios de comunicación hegemónicos, están dispuestos a esmerilar el consenso popular que mantiene la actual presidenta Cristina Fernández de Kirchner. El panorama internacional tampoco es el mismo: la derrota de Barack Obama, la crisis europea –con su cuota de xenofobia y cerrazón– y el fortalecimiento del FMI como garante financiero mundial alejan el clima de primavera progresista que parecía despertar hacia mitad de la década.

Para ganar las elecciones del año próximo, el peronismo kirchnerista, posicionado en la centro-izquierda, está obligado a seducir al electorado de centro y ampliar así su base electoral. Desgraciadamente para aquellos que miran al peronismo y al movimiento obrero organizado con desconfianza, la clave para obtener la victoria es la unidad de las fuerzas progresista con estos dos grandes protagonistas políticos, económicos, institucionales y sociales. Incluso, en algunos lugares con el progresismo subordinado a tácticas centrípetas. Porque, como se sabe, no se ganan las elecciones con posturas puristas y estéticas.

Tampoco se obtiene el triunfo en 2011 dividiendo las fuerzas de acción. La lección de la elección porteña de 2007 debe servir como experiencia. Perón decía que “el que lucha contra un compañero es que se ha pasado al bando contrario. Generalmente defiende un interés, no un ideal, porque el que defiende un ideal no puede tener controversias con otro que defiende el mismo ideal… ¿Cómo es posible que un señor que está en la misma lucha esté luchando contra otro peronista, cuando tiene un enemigo contra quien naturalmente debe luchar?” El que saca los pies del plato, entonces, está apostando a una estrategia personalista o sectorial y está olvidando el objetivo principal: continuar y profundizar el actual modelo.

Ahora bien, el kirchnerismo debería también tener la generosidad de reservar para los socios menores un lugar de expectación política que le permita el juego de ser incorporado sin perder su identidad y sin hacer exageradas concesiones ideológicas que los comprometan con sus propios militantes. ¿Pero desde dónde se hace esa integración? Claramente desde el reconocimiento a la conducción del actual modelo. Porque como se sabe, conduce quien acierta en la estrategia y gana; no quien sólo tiene una fuerza testimonial y se erige como fiscal ideológico de un proceso que acompañó.

3) Los errores de los años ’70 deberían iluminar a la militancia “nacanpop”, progresista o de izquierda que simpatizan con el gobierno kirchnerista. En aquel desafortunado año ’73, la juventud intentó disputarle la conducción a Perón y, corriéndolo por izquierda, terminó acorralando a la derecha a un hombre de profundas convicciones aristotélicas. Debido a sus posiciones maximalistas, no percibió el verdadero significado de José Ber Gelbard en el Ministerio de Economía, ni el Pacto Social que garantizó la distribución del ingreso nacional en un 53% para el trabajador –la más alta en toda la historia argentina– ni tampoco el quiebre del bloqueo internacional a Cuba mediante créditos y exportaciones de maquinarias a la isla, entre otros ejemplos. Estaba más preocupada por su propio rol revolucionario que por analizar la correlación de fuerzas en el partido que se estaba jugando. Como se sabe, perdió la “juventud maravillosa”, perdió el propio Perón –incluso algunos sectores de la ortodoxia del movimiento–, y terminaron ganando, a la larga, los que querían “reorganizar” la nación conservadora. Si el pasado no sirve para revisar el presente, sólo sirve para el regodeo de bibliotecarios.

4) El año 2011 es fundamental para consolidar cierta hegemonía del movimiento nacional y popular en el país. Pero también para el destino de generaciones de argentinos que mejoraron sus vidas gracias a este modelo. Incluso también están en disputa esos millones de reserva que tiene el Banco Central y que son el ahorro colectivo y que pueden ser un buen coto de caza para los buitres nacionales e internacionales.

“Tomar el cielo por asalto”, es una bella frase de Carlos Marx, pero no parece ser la estrategia correcta para este momento histórico. No parece sensato apostar a todo o nada cuando se tiene parte del trayecto realizado. Una decisión incorrecta, como en el Juego de la Oca, puede hacer volver a un jugador al casillero de partida. Y a millones y millones de argentinos al infierno anterior que estalló en 2001.

Publicado en Tiempo Argentino, el 26 de diciembre de 2010

domingo, 19 de diciembre de 2010

Apuntes para la militancia



Hernán Brienza
1) Hace unos meses escribí en una columna dominical en Tiempo que uno de los principales problemas no visibles de la Argentina era, fundamentalmente, el racismo oculto que denigra al 50% de nuestra población que es mestiza, que es negra, hija de esas cruzas entre blancos, indios y gauchos. La toma del Parque Indoamericano mostró la peor cara de nuestra sociedad: xenofobia, racismo, impericia y desgobierno. Fue una fuerte derrota cultural para aquellos que militan en el campo del respeto a la diversidad, el humanismo y la defensa de los sectores populares. Sin embargo, Mauricio Macri, quien fue leal a su clientela y le dijo lo que ella quería escuchar –un discurso basado en el orden, la represión y la discriminación–, también salió perjudicado. La Ciudad de Buenos Aires es mucho más sofisticada de lo que la mayoría de los políticos cree –incluso dentro del peronismo–, y los discursos burdos y lineales suelen espantar a una mayoría de opinión que está más ligada a un progresismo blanquito que a una centroderecha brutal y poco elegante. Pronto, Mauricio Macri también va a encontrar su techo en las encuestas. Pero lo importante es que allí hay una misión para cumplir: la principal batalla cultural en la Argentina –y sobre todo en la Ciudad de Buenos Aires– es disminuir los niveles de racismo y de desprecio social. La toma de conciencia –incluso dentro del movimiento nacional y popular y de centroizquierda– del problema de la discriminación cultural y racial. La cuestión de la denigración hacia el mestizo está tan arraigada en el lenguaje que sorprende. La palabra “denigrar” –perdón por el acto de barato “grondonismo”– proviene del latín denigrationis, que significa oscurecer. Denigrar a una persona no es otra cosa que “ennegrecerla”. La misión de la militancia cultural en los próximos años no es otra, entonces, que resignificar los términos y, sobre todo, tender a la igualación de oportunidades. Lo cultural no es una máscara de las relaciones económicas, lo cultural es –y debe ser– justamente su representación simbólica; trastocar valores significa –y también en un juego dialéctico empuja porque libera– distribuir riqueza y solucionar los problemas infraestructurales de la pobreza.

2) Otro de los males que despertaron tras la apertura de la caja de Pandora del Indoamericano es el fanatismo argentino por las conspiraciones y las versiones conspirativas de la política. Las conspiraciones existen, claro, pero suelen ser mucho menos numerosas y exitosas de lo que todos suponemos. El problema de este tipo de visiones es que alimentan y agigantan la figura del conspirador y perjudican a la víctima de esas maniobras. Es decir, crean fantasmas invisibles, todopoderosos, invencibles, y relega a la víctima de esas maniobras como un ser indefenso, incapaz de manejar esas conspiraciones. Imaginar complots, maniobras oscuras, internas irrefutables es, en algún sentido, despreciar la capacidad de resolver problemas por parte de la conducción del proceso político actual, en este caso la presidenta de la Nación. Nadie, niega, claro la existencia de maniobras políticas desestabilizadoras, de generadores de caos ni de aprovechadores que se presentan como “únicos salvadores de la patria”. Pero tampoco es cierto que hay una gran conspiración en marcha cuyo camino es inexpugnable y cuya conclusión es inevitable.
Es más, el principal problema de la presidenta en este momento no proviene de fuerzas exógenas. No deberían ser hoy, ni el radicalismo ni el macrismo, sus principales problemas. Ni siquiera un disminuido Eduardo Duhalde. Las encuestas de imagen positiva y de intención de voto le ofrecen un colchón suficientemente mullido como para esperar a octubre llevando adelante un par de medidas más y haciendo la plancha. Pero la presidenta tiene y tendrá, si no tensa las riendas de ese caballo arisco y mañoso que es el peronismo, más problemas dentro de sus filas que fuera de ellas. Las supuestas internas entre Nilda Garré y Aníbal Fernández, las peleas por las candidaturas, las peleas cruzadas entre las distintas fuerzas de seguridad, los intereses cruzados por la gestión –como por ejemplo el reciente conflicto por el Hospital Gandulfo de Lomas de Zamora– y la disputa de los recursos presupuestarios, perjudican más a la presidenta que la acción de sus adversarios directos.
La muerte de Néstor Kirchner, el 27 de octubre pasado, debilitó, sin dudas, esa conducción política compartida que llevaban los dos líderes kirchneristas. Iniciar movimientos subterráneos dentro de las propias filas, sin ofrecer ni tregua ni descanso, es sin dudas el peor acto de deslealtad que puede ejercer hoy un dirigente, un cuadro o hasta el último militante del espacio. Los actuales son momentos de debate, de discusión, de revisión, pero no deben ser momentos de deslealtades.

3) En los próximos meses se producirán miles y miles de discusiones y debates a lo largo y ancho de la Argentina. Algunos pocos de ellos serán sobre cuestiones de cierta profundidad. La mayoría será sobre las candidaturas. Bastantes kirchneristas de última hora se sentirán sorprendidos por algunas designaciones y otros serán reticentes a apoyar a ciertos candidatos. Mucho se hablará, seguramente, de un “corrimiento” al centro por parte del kirchnerismo, a juzgar por algunas candidaturas menos progresistas de lo que los entusiastas “profundizadores del modelo” esperan.
El simpatizante kirchnerista no debería perder de vista varias cosas: 1) Las tácticas electorales a veces difieren de la estrategia general. 2) La voluntad y la decisión transformadora del rumbo del actual proceso ya ha sido probada en casi ocho años de gobierno, por lo tanto, debería haber una confianza entre votantes, militantes y cuadros respecto de la conducción. 3)Hay que comprender que la base de sustentación del peronismo kirchnerista ya incluye a vastos sectores de la centroizquierda. Por lo tanto, debe seducir no sólo al electorado cautivo y convencido, si no a aquellos sectores que no están convencidos o miran con desconfianza al actual proceso político. En función de las pruebas de gestión, el electorado progresista K debería dar un salto de confianza respecto de las tácticas electoralistas para 2011. 4) No hay que olvidar que una verdadera estrategia transformadora de la sociedad no puede prescindir de la vocación de poder. Por lo tanto, el único objetivo para el movimiento popular y nacional no es otro que ganar la mayor cantidad de elecciones posibles en 2011.
¿Por qué? Sencillo. La maquinaria peronista se maneja desde la conducción, y conduce el que acierta la estrategia. Conduce el que gana. ¿Y por qué debería ganar las elecciones el kirchnerismo? Porque sería la primera vez desde 1983 que un presidente es elegido en contra de la voluntad de las corporaciones mediáticas y económicas y porque por primera vez en más de 150 años un gobierno que tracciona hacia la democratización, la desmonopolización y la distribución de la riqueza tiene la posibilidad de gobernar más de diez años en la Argentina.

4) ¿Los kirchenristas tendrán que tragarse algún sapo? Es posible. Juan Domingo Perón dijo alguna vez: “Cada uno dentro del movimiento tiene una misión. La mía es la más ingrata de todas: me tengo que tragar el sapo todos los días. Otros se lo tragan de cuando en cuando. En política, todos tienen que tragar un poco el sapo.” Para los votantes, militantes, cuadros, dirigentes y conducción estos no son tiempos de posturas “estetizantes” y “yoicas”. El año 2011 es clave para el futuro del país. Ese es el único objetivo. Después vendrán los tiempos de debate sobre cómo continúa la “profundización del modelo”.

Publicado en Tiempo Argentino, el domingo 19 de diciembre de 2010.

lunes, 6 de diciembre de 2010

El empate hegemónico argentino


Por qué la Argentina no encontró su lugar en el mundo durante 200 años de historia? ¿Por qué ha ido y vuelto entre dos modelos económicos que cada diez o quince años se suplantaban y fundaban un nuevo país echando por tierra todo lo que había construido su predecesor? ¿Por qué la Argentina no puede realizar políticas a mediano y largo plazo que le permitan mantener un rumbo estratégico? Hay muchas respuestas a estas incógnitas. Muchas de ellas echan mano a cuestiones económicas, coyunturas internacionales, discursos institucionalistas y republicanos, cuestiones culturales, étnicas, prejuicios raciales. El problema no es sencillo, claro, pero creo que en la reformulación de un concepto de Juan Carlos Portantiero se puede hallar una punta para desenrollar la madeja: hablo de la idea de “empate hegemónico”.
En 1973, Portantiero analizó el escenario político de la década de 1970 en términos gramscianos, y definió “empate hegemónico” como: “1- Mantenimiento crónico de una situación de crisis orgánica que no se resuelve como nueva hegemonía por parte de la fracción capitalista predominante ni como crisis revolucionaria para las clases dominadas. 2- Predominio de soluciones de compromiso en las que fuerzas intermedias, que no representan consecuentemente y a largo plazo los intereses de ninguna de las clases polares del nudo estructural ocupan el escenario de la política como alternativas principales, aun cuando su constitución sea residual y su contenido heterogéneo inexpresivo de las nuevas contradicciones generadas por el desarrollo del capitalismo monopolista dependiente en la Argentina. Con estos alcances tendría sentido una definición de la situación de hoy (1973) en el plano político-social como de empate: Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría. Nuestra hipótesis es que la raíz de esa situación se halla en que ninguna de las clases sociales que lideran los polos de la contradicción principal (capital monopolista/proletariado industrial) y que son por ello objetivamente dominantes en su respectivo campo de alianzas ha logrado transformarse en hegemónica de un bloque de fuerzas sociales.”
La otra noche, mientras cenaba con dos amigos politólogos, Lucas Krotsch y Agustín Pineau, ensayábamos una reformulación del concepto de “empate hegemónico” y analizábamos la posibilidad de recuperarlo para reflexionar sobre los 200 años de historia argentina. ¿Ha vivido la Argentina en un empate hegemónico? Creemos que sí, aun cuando no hayan sido las mismas formas estructurales de poder, los mismos bloques históricos (dominación económica, política, cultural) e incluso cuando la idea de revolución y lucha de clases en términos marxistas no tuviera ninguna incidencia en el devenir histórico.
Creemos que el “empate hegemónico” en la historia argentina se produce entre esas dos grandes tradiciones: el liberalismo-conservador (con mayor o menor nivel de concentración y monopolización del poder y la riqueza) y línea nacional-popular (con mayor o menor nivel de distribución, democratización y desmonopolización del poder y la riqueza). Ya no se trata de la dicotomía falsa entre la Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista en término electoralistas. Ya no se trata, ni siquiera, de la antinomia “peronismo-antiperonismo”, como quieren construir el relato con cierta malicia operadores culturales de uno u otro lado. La diferencia está dada por quienes, en cada coyuntura histórica (independencia-federalismo-yrigoyenismo-peronismo-kirchnerismo), han logrado ampliar la distribución de la mayor cantidad de recursos –políticos, económicos, culturales– en la mayor cantidad de individuos y sectores posibles de la sociedad.
El empate hegemónico se produjo en la historia argentina porque el liberalismo-conservador (representación política de los sectores dominantes) no ha tenido nunca la voluntad política ni la posibilidad –quizás por su propia lógica de “empoderamiento”– de incluir en su proyecto a las grandes mayorías que se vieron relegadas y condenadas a convertirse en víctimas de la represión en todas sus formas. Tal vez habría que hacer un paréntesis en dos momentos históricos que dieron la apariencia de incluir mayorías. Nos referimos al proyecto roquista que inició el proceso de convertir al “gaucho malo” en peón y sancionó la Ley 1420 de Educación –dicho esto sin olvidar la campaña de exterminio contra los pueblos originarios y el latrocinio de la tierras del sur–, y también, en los primeros años del menemismo, durante los cuales se había entrelazado una alianza de sectores dominantes y populares que parecía poner fin a la historia argentina. Las dos experiencias terminaron funestamente: En 1890 se produjo la crisis comercial y financiera más importante del siglo, y en 2001, como todos recordamos, el país volvió a estallar por los aires.
(Digresión 1: resulta interesante el juego discursivo respecto del pasado. Cuando el liberalismo-conservador se impone que “cierra etapas”, “da vuelta páginas”, “concluye la historia”. Cuando lo hace la línea nacional y popular, generalmente, “funda una nueva nación”, “abre etapas”, “reaviva la historia”.)
El problema que encontró la línea nacional para imponer su hegemonía fue, justamente, la concentración de recursos que propulsó siempre el liberalismo-conservador. Si bien este bloque logró tender lazos con las grandes mayorías e intentó incluir en la escena a los sectores populares, siempre se encontró con el límite de la ruptura institucional por parte de los sectores dominantes. En el derrocamiento de Manuel Dorrego, en diciembre de 1828, se halla la matriz de los posteriores golpes de Estado: el de 1852 contra Juan Manuel de Rosas, el de 1930 contra Hipólito Yrigoyen, el de 1955 contra Juan Domingo Perón, el de 1966 contra Arturo Illia, el de 1976, todos, claro, con sus diferencias y sus matices.
Como escribió Portantiero: “Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría.” Es más, se podría decir, que, mientras los unos encuentran sus límites en las rupturas institucionales, los otros los encuentran en las crisis sociales, económicas y políticas que provocan sus experiencias gubernativas.
Por primera vez en muchos años, un estadio de la línea nacional y popular tiene la posibilidad de imponer un proyecto hegemónico a mediano plazo, más allá de la alternancia en el gobierno. De 2003 a la fecha, tanto el gobierno de Néstor Kirchner como el de Cristina Fernández han logrado, con serenidad, sin apresuramientos suicidas, ampliar la brecha de participación económica, política y social; lo que se conoce como “profundización del modelo”. Si el año que viene, como la mayoría de la encuestas sugiere, la presidenta gana las elecciones, se producirá por primera vez en 160 años la continuación de 12 años en el poder –tres mandatos– de un gobierno de este sector.
(Digresión 2: Los voceros del modelo liberal-conservador –Mariano Grondona, Elisa Carrió, Joaquín Morales Solá, por ejemplo– siempre han criticado la voluntad hegemónica del kirchnerismo. Curiosamemente, jamás se han quejado de la hegemonía impuesta durante siglo y medio por los “organizadores nacionales”.)
Con esa perspectiva por delante, quienes confían en este modelo compartirán con nosotros la idea de que es necesario comenzar a establecer estrategias a mediano y largo plazo. Es necesario proyectar la Argentina a 20 o 30 años, para transformar el modelo en un proyecto sustentable. Para eso parecería fundamental profundizar la batalla cultural –en términos valorativos, históricos, mediáticos y educativos–, establecer un pacto que permita encontrar un equilibrio duradero entre los distintos sectores productivos, y, claro, llevar adelante un mega-plan que permita erradicar de una vez por todas la infraestructura de la pobreza y la indigencia. La Argentina, a través de su obra pública, no puede darse el lujo de seguir manteniendo a gran parte de su pueblo en condiciones miserables. Es decir, aun cuando no sean resueltos los problemas de desocupación y de distribución de la riqueza, aun cuando el salario de un trabajador no supere la línea de la pobreza, el Estado debe garantizarle –como dice en la Constitución– viviendas dignas con agua potable, gas natural y cloacas.
De los 200 años de historia que festejamos los argentinos, menos de 50 años fueron gobernados por la línea nacional. La democracia, porque respeta la voluntad de las mayorías e impide, o al menos deslegitima, la posibilidad de rupturas institucionales, permite abrir esperanzas respecto de la posibilidad de imponer una hegemonía nacional y popular para estas tierras. Hoy, en el peronismo, por ejemplo, son pocos los cuadros y militantes que discuten abiertamente el modelo actual –hay sí críticas a la metodología pero no a la concepción valorativa–. Por eso es que resulta necesaria la formación de dirigentes, cuadros y militantes que extiendan y profundicen el modelo a lo largo del tiempo.
Por último: ¿Cuándo se consolida una hegemonía? Sencillo: cuando se produce el trasvasamiento generacional del que hablaba Juan Domingo Perón. Cuando un proyecto no depende exclusivamente de sus protagonistas. Todavía no es tiempo de hablar de estas cosas, claro, pero es tiempo de ir rumiándolas.

Publicado en Tiempo Argentino el 5 de diciembre de 2010.