sábado, 19 de septiembre de 2009

Juan Moreira, el héroe de los pobres

Hernán Brienza
¿Qué hace que una obra literaria sea “buena”? Contestar esta pregunta es algo así como encontrar la piedra filosofal de la literatura –aquel objeto alquímico que convierte el plomo en oro– que permitiría publicar solamente obras maestras. Esa cuestión tiene varias respuestas: una novela puede valorarse por su técnica impecable, por la originalidad temática, por su contextualización histórica, por esnobismo epocal, por la subjetividad del lector, por consenso social –o al menos por acuerdo tácito de los críticos literarios del momento– o simplemente por el impacto que produjo en los lectores en un determinado momento de la vida de un país. Sólo en contados casos, una obra sobresale de tal manera que el personaje central trasciende la literatura y se convierte en una especie de golem –esa criatura de barro que toma vida cuando se pronuncia el nombre secreto de Yahvé y que defiende a los judíos de sus enemigos–, de arquetipo que reemplaza la cosa misma, en palabras de Jorge Luis Borges. Sólo en excepciones, un protagonista literario se convierte en mito popular y, de alguna manera, representa al hombre del pueblo y ayuda por reflejo a exorcizar sus males y redimirlos a través del arte. El Martín Fierro, la criatura de José Hernández, lo ha logrado –y bien saben de esto Leopoldo Lugones, Borges, Ezequiel Martínez Estrada, Leopoldo Marechal, Oscar Terán y José Pablo Feinmann, quienes le han dedicado extensos trabajos a imprimir su figura– y es el mito nacional por excelencia. Pero hay otro gaucho, hoy bastante olvidado, que en su época alcanzó la categoría de mito del pueblo. Se trata de un hombre de “hermosa cabeza, adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera, magnífica y sedosa que descendía hasta el pecho. Sus más hermosas facciones eran los ojos y la nariz”. Se trata de un “gaucho malo”, indómito, de espíritu libre y anárquico. Y no es otro que el héroe de los pobres, el héroe que la gente humilde, que no entendía de la sutil diferencia entre invención y realidad, salía a defender de la partida policial en cada representación teatral que realizaba la compañía de José Podestá. Se trata en estos párrafos de Juan Moreira. El 2 de agosto de 1889 –hoy se cumplen exactamente 120 años– murió Eduardo Gutiérrez, el creador de Moreira y acaso uno de los novelistas más populares de la historia de la literatura argentina. Periodista de profesión; trabajó en los diarios La Nación Argentina, La Patria Argentina, El Nacional, La Tribuna, El Pueblo Argentino, La Crónica y Sud América. Prolífico escritor –tiene más de 31 títulos en apenas 38 años de vida–, debió ganarse la vida como periodista en redacciones en vez de dedicarse a la literatura como lo hacía la mayoría de los intelectuales bon vivant de la Generación del 80. Ese apremio vital influyó en su escritura, en sus técnicas narrativas, en su pluma poco refinada, un tanto zaina y plebeya, que abunda en sus libros como Hormiga negra, Antonio Larrea (Un capitán de ladrones en Buenos Aires), Cipriano Cielo, Los hermanos Barrientos, El tigre del Quequén, Santos Vega, El matrero, La muerte de Buenos Aires –sobre la transición de Nicolás Avellaneda y Julio Argentino Roca y el levantamiento de Carlos Tejedor-, Juan Cuello, Pastor Luna, El rastreador, entre otros, todos de irregular factura, según los críticos. Ricardo Rojas, en su Literatura argentina advirtió “la superficialidad del modelado, la pobreza del color, la vulgaridad del movimiento y, sobre todo, la trivialidad del lenguaje”, y lamenta que “un exceso de realismo en la perspectiva, unido a la ligereza de la forma, le impidiesen dejarnos en sus vigorosas crónicas rurales verdaderas novelas, dignas de ese nombre por el argumento y por la forma”. Leopoldo Lugones, en cambio, sentenció que Gutiérrez fue, en aquella época, “el único novelista nato que ha producido el país, si bien malgastado por nuestra eterna dilapidación de talento”. Borges, a mitad de camino, deplora la manufacturación de los escritos de Gutiérrez, pero le obsequia un halago: “Sarmiento, en el Facundo, compone una acusación; Hernández, en el Martín Fierro, un alegato; Güiraldes, en el Don Segundo Sombra, un acto de fe… A Gutiérrez le basta mostrar un hombre, le basta darnos la certidumbre de un hombre… Su prosa es de una incomparable trivialidad. Lo salva un hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida”. Y los tres tienen razón a su manera: Rojas, por marcar los defectos de su costura, Lugones, por premiarlo con el título de nobleza –quizá por intencionalidad Gutiérrez es, con sus crónicas, el más moderno de los románticos del siglo XIX– y Borges, por acertar en que el autor del Moreira es un cronista, un naturalista, el bisabuelo de la crónica policial social en la Argentina.Su obra más celebrada es el Juan Moreira. Y muchos sostienen que Moreira es casi un compañero de ruta de Martín Fierro. Sus argumentos son parecidos. Un gaucho noble que vive feliz con su mujer en su rancho, hasta que su bien preciado –la china– le entra a gustar al poderoso del pueblo. Dispuestos a defender lo suyo, ambos cometen un crimen y deben fugarse de su tierra, exiliarse en su propio país, ser absolutamente marginados por un sistema económico, político y social excluyente. Hasta allí las similitudes. Porque, en realidad, Fierro y Moreira no comparten la misma suerte. Moreira es un gaucho oscuro, no tiene redención, no tiene “vuelta”; recordemos que en la segunda parte del Martín Fierro, el gaucho es integrado y acepta la llegada del progreso. Moreira, no. Moreira no regresa. Ni siquiera tiene un Sargento Cruz que en la oscuridad de la noche ofrezca ese grito amigo de “yo no permito que se mate así a un valiente”. Posee apenas un caballo, un perro, un facón con el gavilán en U y unas 16 muertes en su haber. Moreira es un personaje oscuro, matón, camorrero, puntero político del alsinismo –acaso extraño heredero del federalismo rosista– y luego del mitrismo, que se vende al mejor postor, que es la fuerza de choque en las elecciones fraudulentas del régimen. Es un hombre usado y al mismo tiempo expulsado por el sistema. Moreira es rabioso, no se deja domesticar. Y muere. Y su muerte ni siquiera es heroica. Después de batirse como un león, muere trepando una tapia, por la espalda, clavado por la bayoneta del inefable Chirino. Moreira le clava los ojos y le escupe: “¡Cobarde! ¡A hombres como yo no se los hiere por la espalda! ¡No podés negar que sos justicia!”. (Hay una clave, es ese grito de Juan: la justicia para el pobre es rastrera, traicionera y mata por la espalda). Moreira se convirtió en un símbolo para el pobrerío de aquellos años. En los circos donde los Podestá ofrecían la obra, siempre había algún improvisado Sargento Cruz dispuesto a defender al protagonista. En los setenta, Leonardo Favio realizó su conmovedora versión cinematográfica con esa bellísima canción “Adónde vas con tanto sol” –que también es la banda de sonido de esta nota– y, en 1987, Néstor Perlongher, en su libro Alambres, hizo de Moreira un muerto torturado a quien le arrancaron la lengua. “Es el héroe popular como mártir de la violencia del Estado”, explica. Moreira ha servido durante muchos años de golem para los pobres. Hoy, ya está dicho, es una figura olvidada, poco menos que su autor, Eduardo Gutiérrez, a decir verdad. Sin embargo, algo late en cierta admiración que el argentino medio tiene para con los hombres de avería. Ese gaucho irredento todavía vive, y eso es lo que le da potencia a esa chusca obra literaria tan criticada por la intelectualidad canónica. Tal vez, el Moreira símbolo ronde por ciertas páginas de Roberto Arlt, de Andrés Rivera o de Leonardo Oyola. Quizá, el oscuro Gutiérrez esté ahora en la redacción de un diario. El Moreira real, en este momento, seguro, está corriendo y escapando de las balas 9 milímetros en algún callejón del Gran Buenos Aires.

El fusilamiento mediático de Manuel Dorrego

Hernán Brienza *
Siempre es necesario, cuando se intenta escribir sobre historia, tratar de que los nimios debates coyunturales queden de lado, al menos para no elaborar una interpretación histórica viciada de nulidad por su sesgo documental e ideológico. Marcelo Moreno publicó en la edición de ayer de Clarín una nota absolutamente inexacta sobre Manuel Dorrego, con la intención de esquilmar a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Más allá de la comparación, que no me interesa debatir en esta contratapa, me gustaría acercar un poco de información sobre quién fue y qué significó Dorrego en la historia argentina. Porque para analizar a este personaje histórico –víctima del primer golpe de Estado organizado por el ejército regular argentino– hay que consultar no sólo el panfleto histórico llamado El destierro de Dorrego, escrito por Bonifacio del Carril, autor que, además, porta el mismo apellido que uno de los asesinos confesos de Dorrego, sino también otras fuentes pertinentes para la reconstrucción histórica. Dorrego fue el jefe del primer partido popular de la Argentina, ya que los federales se reconocían a sí mismos en la década del 1820 como los populares. Respecto de los incidentes del Ejército del Norte –Moreno y Del Carril lo acusan de insubordinación ante Belgrano y de desavenencias con José de San Martín– es necesario tener en cuenta que Dorrego era jefe de la tropa de elite y que tanto la batalla de Tucumán como la de Salta fueron victorias criollas gracias a las cargas de Dorrego y las derrotas de Vilcapugio y Ayohúma, justamente, por la ausencia de Dorrego, confinado por insubordinación en Jujuy (Fuente: Cartas de Belgrano). La discusión con Juan Martín de Pueyrredón que le vale el exilio se produce porque Dorrego se entera de que Pueyrredón negocia con el Imperio del Brasil la entrega de la Banda Oriental para apartar del mapa político a José Gervasio de Artigas y al mismo tiempo trasladar recursos de la guerra contra las provincias de la mesopotamia al cruce de los Andes. Dorrego se entera de la maniobra y prepara, junto a otros populares, la defensa de la Banda Oriental, por eso es encarcelado y embarcado rumbo a Baltimore. Hay abundante información sobre este punto que es bueno consultar, más allá, claro, de Del Carril. Respecto de la confusa acusación de piratería que Moreno hace a Dorrego sobre su viaje a Jamaica, conviene decir que el barco donde viajaba Dorrego es asaltado por piratas y él queda prisionero de ellos, por eso se salva en el juicio que se le sigue en Jamaica (Fuente: Cartas apologéticas de Manuel Dorrego, único testimonio histórico sobre el hecho, que no permite otras elucubraciones que la ficción novelesca). Respecto de su participación política, Moreno en su desordenada caracterización del personaje olvida relatar algunas cosas: 1) Dorrego fue el primer defensor del voto universal; 2) Su federalismo es doctrinario y no intuitivo (se recomienda leer el más que interesante discurso en la Legislatura sobre las economías regionales) ; 3) Dorrego viaja a entrevistarse con Simón Bolívar para pedirle que los ejércitos republicanos del continente se unan contra los imperiales en Brasil, pero una carta de George Canning le exige a Bolívar no entrar “en la guerra de partidarios” (¿Cuál es la acusación que hace Moreno contra Dorrego? ¿Qué éste era bolivariano y creía en una federación americana como el venezolano?); 4) Los negociadores en la “amputación de Bolivia” son el gobernador Juan Gregorio de Las Heras, en tanto los enviados oficiales Carlos María de Alvear y Eustaquio Díaz Vélez, quienes negocian la independencia de Bolivia y no Dorrego, que ya está de vuelta y realiza un pacto político con el caudillo santiagueño Juan Felipe Ibarra; 5) Respecto de las generalidades que dice la nota de Moreno sobre la pérdida de la Banda Oriental es bueno aclarar: a) El que firma la paz oprobiosa de entrega de la “provincia cisplatina” es Bernardino Rivadavia; b) Luego de asumir como gobernador, Dorrego propone una estrategia de tenaza que consiste en atacar por el norte las misiones occidentales, por el sur con el ejército argentino y una tropa de mercenarios secuestraría al emperador, última acción que fracasó por la defección de Guillermo Brown al mando de su escuadra; c) El banco nacional de intereses británicos ahorcó financieramente al gobierno sin permitirle obtener fondos para continuar con la guerra; d) Si se leen las cartas que se intercambian Dorrego y Tomás Guido y Juan Ramón Balcarce –negociadores argentinos ante la corte en Río de Janeiro– se comprueba que Guido y Balcarce desobedecieron las órdenes expresas de Dorrego de no firmar ningún tratado. Ante los hechos consumados, cuando Dorrego estuvo a punto de rechazar el tratado de paz que sólo difería la elección soberana de Uruguay durante cinco años, Lord Ponsonby le escribió a Dorrego una carta amenazándolo con que si no aceptaba la paz “Europa se iba a entrometer en la guerra”. Pero posiblemente lo que más moleste de Dorrego a sus detractores es su plan de gobierno: reducción de deuda pública enfrentando al capital financiero inglés, desmonopolización de los productos de necesidad básica y control de precios de productos como el pan, extender la frontera para aumentar la producción agrícola - ganadera, intento de confeccionar una Constitución federal con el apoyo de las provincias frente al centralismo porteño, defensa de la integridad del territorio nacional. Al borde del Bicentenario, seguir falseando de esa manera la historia implica que no bastó sólo con la balacera que le dispararon los soldados de Juan Galo de Lavalle, sino que todavía es necesario “fusilar mediáticamente” a Dorrego y a su proyecto político.
* Autor del libro El Loco Dorrego, el último revolucionario.

martes, 15 de septiembre de 2009

La impunidad de las víctimas

Yo ronco. Mucho. Demasiado. Exageradamente, ronco. Y, además, tengo un sueño persistente e inquebrantable. Soy capaz de seguir durmiendo ante un ataque del Regimiento 71 de Highlanders –el mismo que atacó ruidosamente Buenos Aires en 1806–. Es decir, cada vez que viajo de noche en un micro de larga distancia me convierto en el victimario involuntario de las cuarenta personas que intentan dormir en el piso en el que yo estoy. Es decir, pongo a mis compañeros de viaje en el lugar de víctimas. A lo largo de los años, han intentado todo tipo de métodos para cortar los ronquidos: desde la protesta airada al codazo certero, a la amabilidad fructífera. Casi siempre he tratado de resolver la situación, pidiendo perdón y cambiando de posición lo más rápido posible. Hasta ayer a la madrugada, cuando una morochita regordeta con tonada cordobesa, acompañada de su madre, otra morochita regordeta adornada, además, por un teñido rubio de escaso buen gusto, me metió un almohadonazo en plena cara. Me desperté asustado y empecé a los gritos y a las puteadas. Y si no hubiera sido porque se trataba de una mujer, seguramente, se llevaba la “jeta hinchada de un mamporro”. Pero, refugiada en el hecho de que no podía dormir y de que era mujer, se decidió por el impune almohadonazo.Ya sé. Este ejemplo es una zoncera. Y es cierto. Pero marca una conducta que los argentinos tenemos adosada, una forma de relacionarnos que nos impide resolver conflictos de manera relativamente institucional. Me refiero, claro, a la impunidad de las víctimas. ¿En qué consiste este concepto? No se trata, obviamente, de aquel sujeto que es víctima de una situación determinada y busca la reparación del daño. Por ejemplo: los familiares de desaparecidos, de los fallecidos en Cromañón, de aquellos que perdieron un ser querido a manos de los asaltantes, de secuestradores o de hechos llevados adelante por organizaciones político-militares. Jamás podría siquiera cuestionar el sentimiento, las sensaciones y la búsqueda de justicia por parte de alguien que es víctima real de una situación. Cuando me refiero a la “impunidad de las víctimas”, aludo a la elección de ese lugar en el mundo por parte de muchos de nosotros desde el cual decimos: “Yo soy víctima de esta situación, ergo, tengo derecho a cualquier cosa”. Lo que me harta de alguna manera es la “profesionalización de la victimización”. De aquellos tipos que van por el mundo arrojándoles a los demás su propio odio y rencor. Como la cuarentona que no consigue marido y vive maltratando a los hombres, como los miles de tipos que no entienden a sus mujeres y celebran el crimen del odontólogo Barreda, como el cartonero que te tira el carrito a propósito para estrolarte el auto, como los diez tipos “honestos” que patean al “punga” en el suelo hasta destrozarlo y desfigurarlo por veinticinco pesos, o aquel que –como canta Silvio Rodríguez– ha “procurado ser un gran mortificado para si mortifica, no vayan a acusarlo”, es decir, como aquel que ha hecho todo mal en su vida para poder seguir siendo deudor, para poder seguir reclamando. En fin, como el empresario que dice que su firma da pérdida y por eso no puede aumentar los sueldos ni blanquear a su personal y, por esa razón, evade al Estado. En las últimas semanas el gran abanderado de la “impunidad de las víctimas” ha sido Patricio Fontanet, el líder de Callejeros. Su inocencia se basaba sólo en el hecho de qué él también “había perdido a sus seres queridos” durante el incendio. Eso le permitió, cuando la sentencia favoreció al grupo, que sus fanáticos festejaran por encima del dolor de las víctimas, que los familiares de los músicos les levantaran –en un gesto atroz– el dedo mayor a los familiares de las víctimas. La derrota no da derechos. Las víctimas, también, tienen responsabilidades. Deben ser moralmente superiores a sus victimarios. Una víctima no puede torturar, no puede matar, no puede arrasar países. Una víctima no tiene derecho a psicopatear ni a extorsionar con su condición. Siempre me llamó la atención una escena de la película La decadencia del imperio americano. Dos mujeres están en un gimnasio, y una de ellas le cuenta a la otra que se ha iniciado en prácticas sadomasoquistas. La amiga, anonadada, le pregunta qué placer puede encontrar en el dolor, y Diane le responde: “Vos porque no conocés el poder de las víctimas”.Los argentinos vivimos sintiéndonos víctimas –del colonialismo británico, del peronismo, de los militares, del imperialismo yanqui, de la oligarquía sojera, del kirchnerismo, del Estado, del neoliberalismo, incluso recientemente un muy amigo mío se proclamó víctima por ser discriminado por… ¡“tener mucho dinero”!–. Los argentinos hemos hecho de la victimización una profesión que nos permite seguir siendo impunes sin hacernos cargo de nada. Ése es nuestro método preferido para poder ser brutales entre nosotros.