martes, 8 de febrero de 2011

Cuadernos de Traslasierra III



Hay una pregunta cruel que siempre sobrevuela en toda discusión política. Más allá de las crisis de acumulación capitalistas, de los ciclos productivos, de las crisis periódicas, tanto de las balanzas comerciales como de pagos, hay una duda que carcome el futuro de nuestro país y es la posibilidad o la certeza –según el nivel de escepticismo de quien la enuncie– de que los argentinos no sepamos “andar bien”. Más allá de una cuestión de autoestima nacional –tema tratado pero nunca acabado desde Domingo Sarmiento hasta Arturo Jauretche– el fatalismo autoboicoteador tiene origen en cierto esquema de conducta colectiva: en momentos de crisis, el miedo acogota los egoísmos, pero en cuanto la malaria da un respiro, aflora la especulación individualista que intenta echar mano a los logros obtenidos. En otros términos, podría sintetizarse de la siguiente manera: los argentinos somos partidarios de la socialización de las pérdidas pero de la apropiación voraz de las ganancias.
La nacionalización de la deuda privada que realizó Domingo Cavallo durante las postrimerías de la última dictadura militar, o la pesificación de las deudas de las grandes empresas realizada por el gobierno de Eduardo Duhalde –un extraño peronista que ahora quiere recortar el poder de la “columna vertebral” del Justicialismo, es decir el movimiento obrero organizado– funcionaron como gravámenes sobre los bolsillos de todos los argentinos en beneficio de unos pocos. Es decir, los desmanes financieros realizados por los grandes grupos económicos terminaron siendo subvencionados por los bolsillos de todos los ciudadanos. O sea, en épocas de desbande todos contribuimos a la riqueza de unos pocos. Claro que cuando las condiciones económicas mejoran, cuando el ahorro colectivo aumenta, cuando la economía crece, cuando hay más para distribuir, los argentinos nos encerramos en “nuestro pobre individualismo”, como escribió alguna vez Jorge Luis Borges, y nos enfrascamos en una puja distributiva que terminó históricamente en una espiral inflacionaria.
¿Los argentinos no estamos acostumbrados a ganar? ¿Es por eso que cuando empezamos a ganar iniciamos una carrera alocada de acumulación “por si esto se termina”? Hay una clave a estas preguntas en el célebre “empate hegemónico” en el que hemos vivido estos 200 años. Como ningún sector –en tanto sector y no en tanto apellidos– ha logrado imponer su hegemonía, las reglas de juego cambian cada una década en la Argentina. Dólar alto versus dólar regalado, sobreproteccionismo vs librecomercio estúpido, políticas subsidiarias vs ajuste criminal, inclusión social vs represión brutal son algunos de los extremos de una dialéctica que enloquece a los argentinos desde mediados del siglo XX.
“Reglas de juego claras”, “seguridad jurídica”, son algunos de los pedidos reiterados de los comunicadores sociales de uno u otro extremo de la dialéctica cada vez que se cambia de modelo político y económico. Lo mismo dicen los empresarios comunes –no los dueños de la Argentina, claro– cada vez que los grandes acumuladores de riqueza cambian los tantos de la economía en función de sus propios intereses. Porque es sabido que los grandes grupos económicos tienen mayor capacidad de manipulación y especulación que cualquiera de nosotros.
A esos reclamos no despojados de cierta histeria, la política –no un gobierno, no un partido político, sino aquellos dirigentes no comprometidos con los grupos económicos sino con las grandes mayorías– debería oponer políticas de Estado. La economía no es una ciencia exacta, es sencillamente un coto de caza de intereses sectoriales. Tiene ciertas reglas, claro, pero no es otra cosa que un mecanismo de distribución de la riqueza de una comunidad. Si queda en manos de los grupos económicos, como ocurrió entre 1989 (o 1991) y 2001, se perjudican las mayorías. Si queda en manos de los sectores políticos –como ocurrió durante los interregnos políticos gobernados por el peronismo clásico y el radicalismo (Arturo Illia o Raúl Alfonsín)– suelen beneficiarse las mayorías, aun cuando esas experiencias terminen en rotundos fracasos.
(Digresión prescriptiva ingenua e idealista: La clase política argentina en su totalidad debería asumir su rol de representante de mayorías y no de grupos económicos; debería sostener políticas de Estado equidistantes de los intereses económicos y representar a sus legítimos representados.)
Por primera vez en mucho tiempo, una alianza de sectores políticos, económicos, ideológicos –con mayor o menor grado de homogeneización– y que puede denominarse nacional y popular está en condiciones de extender su hegemonía por más de una década. Es decir, el Estado está en condiciones de llevar adelante políticas públicas a mediano plazo, que permitan estabilidad y previsibilidad a los distintos sectores sociales. Es decir, tiene la posibilidad de marcar reglas claras y de ofrecerles a los grupos económicos y a los empresarios la posibilidad de realizar políticas de rentabilidad equilibradas, sin necesidad de caer en una espiral voraz de acumulación que distorsione la economía general.
En el siglo XIX, Juan Bautista Alberdi dijo “gobernar es poblar”, en el XX, Juan Domingo Perón proclamó que “gobernar es dar trabajo”; hoy esa frase se podría reformular de la siguiente manera: “gobernar es redistribuir”, es decir, de lo que se trata, gracias entre otras cosas a los precios internacionales de la soja, de disponer con racionalidad y relativa justicia los excedentes de una economía cuya expansión no parece tener horizonte por ahora.
Desgraciadamente, los sectores económicos dirigenciales se han formado en la cultura de la imprevisibilidad y la especulación. El “tomo todo” individual rápido y egoísta se ha convertido en un “todos pierden” permanente que no ha permitido a la Argentina aprovechar sus ventajas comparativas en recursos naturales y humanos. La tarea del Estado es educar y culturizar. Es “civilizar”, en términos de Norbert Elias, es decir, lograr imponer el autocontrol de las pasiones y los egoísmos particulares.
El Estado tiene dos herramientas fundamentales para lograr estos objetivos: la persuasión a través de la formación de ideas, la publicidad, la negociación ideológica, o la sanción a través de la intervención de la renta por medio de las políticas tributarias. La pregunta se caen de maduras: ¿tienen conciencia las mayorías de su poder para utilizar el Estado como una herramienta propia o seguirán empecinadas en su cultura de desconfianza hacia la política, los políticos y el Estado fogoneadas por los grupos económicos y mediáticos concentrados? Y la duda más importante, claro, es: ¿Creemos los argentinos que el Estado, o sea, todos nosotros, tenemos derecho a intervenir en la renta privada en beneficio de las mayorías o seguimos convencidos de que “nuestro pobre individualismo” es una forma de frenar al avasallamiento del Estado frente al beneficio estrictamente individual?
(Digresión final a modo de excusa: el autor de estas palabras reconoce que es la columna más ingenua que ha escrito en los últimos años y ofrece a modo de justificación el hecho de que es consciente de que las vacaciones de verano han reblandecido su pesimismo consuetudinario.)

Publicado en Tiempo Argentino, el 23 de enero de 2011.

Cuadernos de Traslasierra II


I

En términos históricos, lo más importante que nos dejó diciembre fue no sólo la condena al ex dictador Jorge Rafael Videla, sino también la imagen de ese abuelito calmo y manso que justificó con parsimonia pero con brutalidad el accionar de las Fuerzas Armadas durante el período 1976-1983. Fueron momentos inquietantes, incómodos, revulsivos. Un hombre defendía y justificaba la interrupción de un gobierno democrático, la instalación de campos de concentración, tortura y muerte, las prácticas de secuestros, el uso de picana y tormentos físicos, violaciones a mujeres, secuestros de niños, el arrojo de personas vivas al mar. Y no era un monstruo. No era el demonio personificado. Era un abuelito de voz altanera pero quebradiza. Y algo más: se presentaba a sí mismo como un mártir, un “bueno”. Por lo tanto, ¿de qué se habrá de arrepentir Videla si no hizo otra cosa que hacer el bien a la sociedad argentina?
Los “buenos” son peligrosos. Siempre lo fueron. Creen que su razón es la verdad absoluta y no tienen dudas en utilizar cualquier método para imponerla. De allí al fanatismo y a Auschwitz hay muy pocos pasos, es cierto. Pero lo que hace tan difícil soportar las palabras de Videla es no comprender justamente esto: que él es un “bueno” que no tiene de qué arrepentirse porque no ha hecho otra cosa que el “bien” mediante métodos “dolorosos” para todos. Videla se ve a sí mismo como un cirujano de urgencia que en medio de la batalla “se vio obligado” a amputar una pierna a la República gangrenada.
Si usted ve a un hombre serruchándole la pierna a otro sin dudas diría que ese hombre es un sádico, un torturador, un asesino. Si usted le agrega una guerra, una tienda de campaña, mucha sangre alrededor, una pierna destrozada y a punto de gangrenarse y un paciente retorciéndose del dolor, diría que ese mismo hombre es un salvador. Hannah Arendt, en su clásico y todavía poco leído libro Eichmann en Jerusalén, recopila varias entrevistas en las que oficiales y jerarcas nazis se autovictimizaban y se justificaban con el siguiente argumento: “Los judíos son un mal para Alemania, ergo hay que expulsarlos o exterminarlos. Desgraciadamente, alguien tiene que sacrificarse y hacer el trabajo espantoso en pos de la felicidad de las futuras generaciones. Y ellos incluso se lamentaban de los horrorosos trabajos a los que se veían obligados a realizar.”
Arendt habla del ya remanido pero nunca bien comprendido concepto de “banalidad del mal”. Que no significa, como creen muchos, que el “mal” que realiza tal o cual persona sea “menor” o “banal” –“trivial, común, insubstancial”, según la RAE– en términos “objetivos”, sino que en la persona que está ejecutando lo que Immanuel Kant llama el “mal radical” se produce un “adormecimiento de la conciencia” que no permite comprender en toda su dimensión el mal que está cometiendo. Para ella, “su mal” es “banal” porque hay justificaciones contextuales y personales que lo llevan a realizar esos actos. No son endemoniados ni perversos. No disfrutan –excepto en los casos patológicos, obviamente– del mal que causan, lo hacen porque consideran que es lo correcto, lo menos malo, lo “necesario”. Son “buenos haciendo el bien mediante métodos non sanctos”. Y esa fórmula les permite llevar adelante cualquier tipo de atrocidades.
¿Por qué es necesario realizar estos planteos contradictorios y confusos en vez de cerrar el debate con facilidad y trazar una línea que diga: de este lado los asesinos de la dictadura de este otro los –ahora sí– “buenos de verdad”? Primero, porque no se trata de apacentar conciencias; segundo, porque se debe debatir y discutir el horror hasta comprenderlo; tercero, porque la única manera de evitar potenciales horrores es desactivar los mecanismos que pueden conducir a esos terrenos de violencia desenfrenada.
¿Cuál es la puerta de entrada al horror? La pérdida del humor social y la cosificación del otro. Cuando una sociedad se vuelve grave y solemne, y no hay espacio para la distensión y la posibilidad de tomarse a sí misma con cierta ligereza y espíritu lúdico, el terreno está abonado para la violencia. Y cuando en términos políticos, el otro, el adversario, el enemigo, incluso, se convierte en una “cosa”, la partida ya está ganada por los “buenos” dispuestos a banalizar su propio mal. “Inmigrantes descontrolados”, “juventudes hitlerianas”, “el zurdaje”, “la oligarquía”, las “tiradas por la ventana del tren”, “los extranjeros aliados al narcotráfico y la delincuencia” son atajos que cosifican a los otros y los vuelven plausibles de ser víctimas de violencias o al menos de que sean restringidas sus ciudadanías.

II

Nuestra sociedad –mejor dicho las corrientes de opinión mayoritaria– ha transitado varias estaciones respecto del tratamiento de las violaciones de los Derechos Humanos. En un primer momento, se hizo la desentendida, la distraída, miró para otro lado –aun cuando es posible que hubiera en aquellos años cinco o seis personas que realmente no supieran lo que estaba pasando–; hacia finales de la dictadura se regodeó culpógena en un obsceno festival de muestras del horror –en el que los medios de comunicación, que antes habían ocultado todo, ahora se encargaban de mostrarlo todo–; con la CONADEP se produjo la sanción moral de la violencia política que le permitió a la sociedad ponerse en el lugar de víctima del fuego cruzado de dos demonios. El juicio a las Juntas y a los líderes de las organizaciones político militares como Montoneros intentó ponerle un coto institucional a esa sanción moral. El punto final, la Obediencia Debida y el Indulto fueron el resultado de las presiones de la corporación militar, pero también sirvieron como alivio para esa corriente mayoritaria que ya a principios de los ’90 buscaba olvidarse de los ’70 y entrar en el Primer Mundo del consumo, la blooperización del mundo y, si se podía, ir en enero a Punta del Este a codearse con modelitos de ocasión. Para todo eso era necesario olvidarse de tanta sangre, ocultándola con una bonita alfombra importada, aunque con los años volviera a mancharse.
Digresión: Tomás, el personaje de La insoportable levedad del ser, la novela de Milan Kundera, utiliza el personaje de Edipo para condenar moralmente a los colaboracionistas con el régimen soviético. Dice lo siguiente: Es posible que muchos no supieran qué estaba ocurriendo realmente –para otra digresión quedará la discusión sobre si uno es responsable o cómplice de su propia idiotez o ignorancia–, pero ahora que lo saben deberían clavarse los ojos con agujas como hizo Edipo cuando se enteró de que su amante era su madre. Sin embargo, ninguno de ellos lo hizo. En la Argentina, no sólo no se arrancaron los ojos cuando se descubrieron los horrores de la dictadura, sino que muchos siguen dando cátedra desde los medios de comunicación.

III

Comprender no es justificar y mucho menos dejar impunes los crímenes. Desde 2003 a la fecha se reabrieron los juicios por las violaciones a los Derechos Humanos. Más allá de la intención de quienes decidieron poner en marcha esos procesos, lo fundamental son las consecuencias para el futuro de los argentinos. ¿Se trata de una cuestión moral? No. Y tampoco de un tema ideológico o político en términos de izquierda o derecha. Se trata, sencillamente, de una cuestión de Estado. De ahora en más, cualquiera de nosotros sabe que si se le ocurre realizar un golpe institucional y matar a cinco, diez, quince o treinta mil personas, tarde o temprano lo pagará frente a la justicia. Y todo jurista sabe que sólo recién a partir de que el delito más aberrante es castigado se puede condenar con legitimidad a los menores. Porque nuestro país sufría de un profundo desequilibrio en materia de justicia: uno podía torturar y masacrar a treinta mil personas pero no podía robarse un sanguchito de un juzgado. Con Videla autojustificándose antes de escuchar por segunda vez una condena en su contra en un juicio ajustado a derecho, se restablece cierto orden jurídico.
El 22 de diciembre pasado, el Estado no condenó a un demonio, sino simplemente a un hombre que entendió –junto a muchos otros– que desatar el horror estaba “bien”. En términos humanos fue un día de justicia, más allá de las discusiones morales o éticas o de las consecuencias económicas y políticas de la dictadura militar. Pero en términos históricos, ese día los argentinos profundizamos nuestra democracia.

Publicado en Tiempo Argentino, el 16 de enero de 2011

Cuadernos de Traslasierra



1) La noche estaba profusamente estrellada. Un cielo exagerado de estrellas para un porteño en Traslasierra, provincia de Córdoba. La carne del chivito trepidaba en la parrilla. Entre los comensales se encontraba un contador de la zona de San Francisco, una ciudad media enclavada en el corazón de la pampa gringa, el paraíso de la “República de la Soja” o de ese “País maceta” al que muchos quieren reducir a la Argentina. Hombre joven, mediana edad, preocupado por cuestiones políticas, por la modernización no sólo en términos económicos sino también sociales y políticos. Repetía como un mantra que los argentinos debíamos ser “más civilizados”. Yo miraba divertido cómo un hombre del “interior” levantaba la bandera civilizatoria del aporteñado Domingo Faustino Sarmiento. Y esperaba su discurso obvio y malinchista, no sin cierto prejuicio de mi parte. Pero debo reconocer que me sorprendió: “Te pongo un ejemplo –dijo mientras apuraba el Sirah que tan bien conjugaba con la carne asada–, le hacía los números el otro día a un importante empresario de mi región ¿no? Reviso las cuentas de 2010 y veo que había un crecimiento por inflación de costos del 12% y una ganancia neta del 25% respecto del año pasado. La suba de gasto en salarios era apenas el 30% respecto del costo y las ventas habían aumentado un 10%. Sin embargo, el hombre había ganado un 25%, ¿quién se comió el 15 restante? Él, claro, ¿y de dónde salía? Del aumento desproporcionado de los precios al consumidor ¿Vos te creés que es uno solo? –preguntó con un dejo finito de tonada cordobesa como la que tienen los que viven en la frontera santafesina–. Te vas a sorprender, te vas a sorprender…”
Otro de los comensales, de indubitable lógica de izquierda, sacó la cuenta rápido: “Podría haberle dado un aumento a sus trabajadores de más del 30% sin ningún problema.” El sanfrancisqueño sonrió y dijo como quien sabe que gana la partida: “Ajá, ¿pero saben qué? El hombre no le pagó el aguinaldo a tiempo porque, argumentó, no le habían cerrado las cuentas del año… Y les aclaro –remató–, se trata de un empresario honesto que no evade innecesariamente impuestos.”
Intercedo. Y le pregunto qué tiene que ver el egoísmo de un hombre de negocios con la civilización. “Primero no es un hombre –aclara–, es una cultura, una forma extendida de hacer negocios. Segundo, las sociedades civilizadas se reconocen por el grado de solidaridad entre sus miembros y por la vergüenza que producen los egoísmos desenfrenados.”
Interesante. Imaginemos que no se trata de un simple empresario de Córdoba. Por un momento, pensemos que la clase dirigente argentina –industriales, ruralistas, empresarios, comerciantes, financistas, intelectuales, políticos– actuara de la misma forma que relataba el contador del asado. La nuestra sería de alguna manera una sociedad de freeriders (llaneros solitarios), en palabras del ultraliberal Robert Nozick. En su libro Anarquía, Estado y Utopía, el pensador estadounidense describe una parábola: Si en un barrio, los vecinos quieren pavimentar un camino todos deben actuar en forma solidaria para conseguir el objetivo común que los beneficia a todos por igual. ¿Pero qué ocurre si uno de ellos no quiere colaborar por el motivo que sea? Será, sin dudas, el más beneficiado, ya que sin costo alguno obtendrá su beneficio, es decir, el asfalto hasta la puerta de su casa. ¿Pero si es más de uno el freerider? ¿Si la mitad de los vecinos especulan con no ser “el gil” que colabora? ¿Cuántos freeriders tolera una sociedad? ¿Cómo actuaría usted, estimado lector, en el caso del camino de tierra? ¿Sería un “gil solidario” o un “piola vividor”? Evidentemente, a mayor número de egoístas y especuladores, menor es la probabilidad de que el camino resulte pavimentado para bien de todos.
¿Es la Argentina –por las razones que sea– un país de freeriders?
¿Puede construirse un país con millones de freeriders?

2) Días después volví sobre las palabras del contador sanfrancisqueño. Sobre su interesante concepción sobre la “civilización” como los mecanismos de interrelación entre los integrantes de una sociedad, como la lucha constante entre las pasiones individuales y el bien común. Leo en mi descanso veraniego en Traslasierra –quebrado, apenas, por la confección de esta columna para el diario– el libro del sociólogo figurativo Norbert Elías, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. Es un texto muy interesante que describe de qué manera Europa construyó su propio camino civilizatorio a través de diferentes pautas culturales y en función de la división del trabajo, la consolidación del Estado y el monopolio de la fuerza por parte de ese mismo aparato. Elías sostiene que la sociedad moderna –resultado civilizatorio– está constituida por la presencia del Estado y su contratara y consecuencia, el control y el autocontrol de los individuos para vivir en comunidad.
Lejos de aplicar un esquema positivista y similar al de la Teoría de la Modernización de los años cincuenta y sesenta –Elías tampoco lo hace–, voy a jugar en esta nota, no sin cierta irresponsabilidad, con algunos de sus conceptos. El Estado argentino, de una manera espuria y bastarda, es hijo de ese proceso civilizatorio europeo. Pero como bien dice Jorge Luis Borges en “Nuestro pobre individualismo”, el argentino descree del Estado. Razones no le faltan para esa desconfianza típica de los freeriders. Durante décadas, el aparato estatal ha sido una estancia feudal en un principio, un cuartel imponedor o impedidor –en el mejor de los casos–, o ya en democracia se ha encontrado con la titánica tarea de intentar “civilizar” a la sociedad –esto dicho con exceso de ironía– ya sea como “compromiso fallido” en el primer alfonsinismo, como “liberador de los egoísmos desenfrenados” durante el menemismo y como “imposición velada del compromiso” por parte del proceso abierto en 2003. En algún punto, tanto el peronismo como el kirchnerismo son devotos de los pactos sociales, de la solidaridad entre los miembros, son “pavimentadores de caminos comunes”, pero a veces por deficiencias propias y otras –las más– por la brutalidad de la desconfianza del argentino hacia el Estado o la voracidad descontrolada y cortoplacista de las clases dirigentes, no han encontrado otra mejor fórmula que la de “obligar” a los sectores dominantes al compromiso social, construir un “Estado de Bienestar de prepo”.
Escribí hace unas semanas que la Argentina vivió durante siglo y medio en una especie de “empate hegemónico” en el cual ni el sector liberal-conservador ni el nacional-popular han logrado imponerse. Este año que se inicia es una gran oportunidad para la democratización y la institucionalización de nuestro país. Por primera vez, un modelo desmonopolizador, descentralizador y democratizador tiene la posibilidad de manejar el Estado durante más de diez años seguidos. Los juicios por las violaciones a los Derechos Humanos son un hito para la educación civilizadora de nuestra democracia: es un mensaje de “nunca más” real para el futuro, genera en los futuros golpistas el “autocontrol”, ya que no sólo hace público lo inenarrable, sino que también genera el miedo a ser condenado pase el tiempo que pase. El matrimonio igualitario es otro mojón en esta ruta: pone un freno indubitable a la coacción de los deseos y los derechos de la otredad y es una invitación a la ampliación de derechos de lo marginado y lo discriminado. El pacto social espoleado por la presión del movimiento obrero organizado obliga a negociar permanentemente a los sectores dominantes que continúan aferrados a la “barbarie” del egoísmo desmesurado, de la renta a cualquier costo, de la especulación desenfrenada. Si la presidenta Cristina Fernández de Kirchner se presenta a las elecciones de octubre y las gana, tendrá un desafío histórico: a) dotar de una institucionalidad sustantivamente democrática al Estado y a la sociedad a través de un cambio cultural que atraviese los partidos políticos, las corporaciones, las organizaciones no gubernamentales y llegue hasta las terminales capilares que son las familias y los individuos, y b) persuadir a los argentinos –con las pruebas obtenidas durante estos años– de que el mejor negocio es el compromiso social y lograr que los individuos sientan vergüenza de ser freeriders, que no puedan sonreír burlones y autosuficientes aquellos que se benefician con el esfuerzo de los demás, o como decía Enrique Santos Discépolo, que ya no sea lo mismo “el que labura noche y día como un buey, que el que vive de los otros, que el que mata, que el que cura o está fuera de la ley”.

Publicado en Tiempo Argentino, el 9 de enero de 2011.