domingo, 21 de noviembre de 2010

La década del 70 se acabó


Jorge Luis Borges escribió un sugerente relato breve sobre la responsabilidad de las acciones de los seres humanos. Un hombre va al desierto, toma un puñado de arena, lo levanta, abre la mano para que el viento se lleve los granos y concluye: “he cambiado el Sahara”. Hay allí una belleza sintética en esa escritura. Todo es posible en su breve medida. Es posible trastocar el mundo de un sencillo manotazo. Es un cambio sin demasiada épica, es cierto. Insignificante, excepto para los poetas. Pero poca cosa para los que, por ejemplo, han heredado las marcas de batallas grandilocuentes.
Una vez más, a Julio César Cobos, la dinámica política lo puso en el lugar del croupier, es decir, del tipo que decide en qué cuadradito va a caer la bolilla de la ruleta. Otra vez votó en contra del Poder Ejecutivo que lo designó para representarlo. Con su voto “no negativo” otorgó la sanción del Senado al proyecto de ley del 82% móvil para los jubilados, y la colocó a la presidenta Fernández de Kirchner en la posición de vetar finalmente la medida. Cobos ha sido coherente en sus elecciones: durante el conflicto con las organizaciones ruralistas votó en contra de que el Estado Nacional obtuviera más recursos de un sector que tiene una renta extraordinaria. Esta semana, votó a favor de la desfinanciación del mismo aparato estatal.
No se trata sólo de un conflicto político. En su caso es una cuestión meramente ideológica: el Estado debe volver a ser mínimo, no debe tener recursos. Debe estar allí sólo para cambiar al Sahara. Es decir, para administrar lo ya hecho. Es la misma lógica del ex presidente Fernando de la Rúa: mantener lo que han transformado otros.
Otros sectores votaron a favor del 82% desde una cuestión meramente ideológica, queriendo forzar transformaciones que implican una audacia difícil de sostener. Audacias que son fáciles de enarbolar desde lo discursivo, pero insostenibles en una correlación de fuerzas políticas como las de hoy.
Como sea, la oposición ha puesto en una encrucijada al gobierno: lo ha tocado en su propio discurso, el de la distribución de la riqueza. Lo ha obligado a poner un pie en el freno en un espacio que había sido hasta ahora monopolio del kirchnerismo. Como escribí alguna vez, los que acusan al gobierno de populista han votado una ley populista para que el gobierno populista deba tomar una medida no populista. Es un galimatías, claro. Pero una paradoja, un juego de espejos sobre estas pequeñas responsabilidades efímeras.
La semana pasada viajé a la ciudad de Heilderberg con un grupo de escritores e intelectuales argentinos que participaban de la Feria del Libro de Frankfurt. A media tarde, sentados todos a una mesa, y después de un par de cervezas de maíz, alguien recuperó del discurso de Griselda Gambaro la noción de la derrota. No voy a dar nombres respecto de cómo estaba integrada la tertulia porque fue una charla absolutamente informal, pero voy a retomar algunas de esas ideas porque, creo, hacen a un debate mucho más fructífero que el de los pequeños actitos del vicepresidente.
Alguien dijo: “Nuestra generación es hija de la derrota. Y desde allí construimos esta nueva etapa que a veces nos resulta insuficiente, incomparable con las utopías de los ’70, minimalista, insulza, que apoyamos y sostenemos porque es lo mejor que se ha logrado desde la democracia, pero que no nos completa el alma.” La mayoría coincidió. Había ex militantes del peronismo de izquierda, del comunismo ortodoxo, del heterodoxo, de la izquierda combativa. Quien más, quien menos, se reconocían todos ellos hijos de la imposibilidad.
No es fácil asumirse como derrotado. La cosmovisión está siempre teñida por el momento en que debieron firmar la rendición, el instante en que la sangre se aquietó y debieron reconstruir su identidad con una pesada mochila de amigos muertos, de deslealtades propias y ajenas, de desgarros existenciales. Y tampoco es fácil reconstruirse después del agotamiento de los grandes discursos. Iban a convertir el Sahara en una verde pradera fértil. Ahora, deben conformarse con discutir para qué lado se arroja el puñado de arena borgeano.
No tengo para los protagonistas de la década de 1970 el encono que tuvo la generación directamente posterior. Los “ochentistas”, digamos. Me gusta creer que pertenezco a la generación del Bicentenario, pero algo en mí me dice que, en realidad, pertenezco a los ’90, a los que no entendieron por dónde pasaba la vida durante los años del menemismo. En algún punto, los que nacimos en los ’70 somos un poco la “generación Moisés”, los que no pudimos ser protagonistas de nada, pero hemos mantenido ardientes, al menos, cierta antorchas. Quizás sea esa, apenas, nuestra mínima gran responsabilidad generacional.
En la mesa de Heilderberg –en esa ciudad nació el romanticismo alemán que dio origen a las cosmogonías sobre lo nacional y lo popular alemán– dije que “pensar y hacer la política actual desde la derrota era un acto de egoísmo y egocentrismo”. No gustó lo que dije porque se hizo un silencio molesto y se cruzaron miradas del tipo: “Este muchacho no entiende nada.” Resuelto, continué con mi alocución –envalentonado, seguramente, por los tres vasos de cerveza negra– y dije: “El actual proceso no es un remake de los ’70, no es una versión desmejorada, incompleta, insuficiente. Es una experiencia diferente, innovadora, no es la comedia de la tragedia de los ’70.” Continuó el silencio y las sonrisitas sobradoras estilo: “Es que vos no la viviste.” “No es cierto –dije– yo pertenecí a la Guardería de la Tendencia Revolucionaria, así que puedo chapear, también.” Las risas distendieron la conversación y alguien tomó el atajo de hablar del poeta Hölderlin y su locura final en esta ciudad bellísima del sur alemán.
Posiblemente no termine nunca de comprender la cosmovisión del derrotado. Pero creo que quienes fueron protagonistas en aquella época tienen hoy la responsabilidad de mirar hacia adelante, de ser generosos con esos millares de jóvenes que hoy poseen entre 20 y 30 años y que son el futuro. Que tienen inoculado el germen de la tradición nacional, popular, progresista, democrática, de izquierda. Ellos no se merecen que les arrojen en los ojos el puñado de arena de otras generaciones.
Quizás esta columna dominical debiera haberse explayado sobre el 82% móvil, el voto de Cobos o el Presupuesto Nacional para el año 2011. Pero sentí que mi responsabilidad era decir estas cosas: que el futuro se construye desde la alegría, que la democratización social y económica se hace arrojando puñados de arena aquí y allá, que el Estado está allí para ser defendido como un bastión, y que los “pedacitos de sueños rotos” de los que habla Juan Gelman en su poema se pueden volver a juntar, reconstruidos, minimizados a veces, maximizados otras. La etapa de los ’70 acabó, y con ella la juventud y los sueños de muchos de sus protagonistas. El kirchnerismo, también pasará –todo pasa– y con él también se irán las posibilidades de muchos. Pero el futuro traerá otras batallas, otros nombres, otras intensidades. Salir de la lógica de la derrota es quizás la principal empresa que debe enfrentar la generación de los ’70. Borges era un gran conservador. Creía que con cambiar un puñado de arena transformaba el Sahara. Quizás la clave no esté en la forma del desierto sino en las miles de próximas manos que en los distintos mañanas empuñen la arena. Después de todo, la historia del futuro no es otra cosa que un gran desierto.
Tiempo Argentino - 17 de octubre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario