Hernán Brienza
Si la suerte ayuda, si la estrategia es la correcta, si la inspiración se enciende en el momento oportuno, en los próximos quince días se puede producir un hecho político histórico: que Diego Armando Maradona alce por segunda vez en su vida la Copa Mundial de Fútbol. Veinticuatro años pasaron desde que en aquella primavera democrática –la cita no es vana- se iniciara la leyenda del último mito que hemos construido los argentinos. De esa magia-veneno que tanto nos caracteriza. Porque si logra alzar nuevamente el trofeo, la vida de los argentinos puede volver a tener un poco de magia, que consiste en que un tipo que viene bien de abajo, puede llegar a la cima del mundo. Y que puede desbarrancarse y pasearse por los infiernos. Y puede salir. Y si sale nuevamente campeón, todo es posible.
Este esquema está grabado en nuestro ADN sociopolítico: es el mito de la movilidad social argentina, y en algún punto también es el “m´hijo el dotor” de los inmigrantes que venían con las manos vacías. Los grandes mitos populares argentinos siguen la línea crística de profecía-muerte/humillación- redención: Gardel, Evita, Gatica, el Che –proviene de una familia burguesa venida a menos- siguen ese orden y organizan las expectativas políticas, existenciales de los conglomerados de las grandes mayorías, e interpelan, en mayor o menor medida, a lo estatuido, lo institucionalizado.
Es posible que la selección nacional se manque en alguna de las cuatro finales que quedan –aunque para el mundo de los negocios del fútbol es muy difícil perderse una final con “D10s” en el banco y Leonel Messi con el 10 en la espalda-. Pero si Maradona logra alzar la copa se cierra el relato que marca Joseph Campbell en su célebre libro El héroe de los mil rostros. Porque sería el rescate final del héroe en el imaginario popular. El que estuvo allí, en la cima de la gloria, el que cayó y volvió a subir. Es el caballero medieval Perceval que vuelve con el Santo Grial en la mano. Es uno de los nuestros que pudo volver a zafar, a rescatarse, en un relato que en la vida real es una posibilidad mínima de victoria, y una probabilidad máxima de fracaso. Pero si él pudo, cualquiera de nosotros puede. En ese sentido es magia-veneno para los argentinos.
¿Por qué hablar de Maradona en una columna política? Sencillo. Hace 24 años que Diego ya no es solamente fútbol. Es un “aleph” borgeano de la argentinidad, “es uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos… el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. Es decir, Quien mira a Maradona ve a la Argentina concentrada y expandida, como un ordenado caos, como una contradicción, un desborde, como la pasión y la bizarría, la irreverencia y la astucia zorra, el cinismo que hiere la hipocresía, es el infierno, lo grotesco, la gloria, el grito en un país de mediocridad silenciosa, es lo incontenible, lo inaprensible. Es un principio y fin, es un Dios, claro. Pero un dios intermitente, que leyó a Friedrich Nietzsche. Porque cada tanto llega un Zaratustra a estas tierras ha decir que ha muerto y cada tanto resucita.
En el “renacimiento maradoniano” anida el germen de la soberbia nacional. En un paralelismo entre la crisis del 2001 y la primera fase del Mundial uno podría decir que los argentinos no sabemos cómo ni por qué pero tenemos el pensamiento mágico de que siempre resucitamos. Y lo cierto es que mágicamente resucitamos. Lo mismo ocurre con Diego. Y la magia-veneno de estar “condenados al éxito” funciona por afuera de la racionalidad, de la institucionalidad como fuente de verdad.
Hoy asistimos al “mejor” Maradona: trajeado, circunspecto, sonriente, pícaro, cómplice, heroico, generoso en los buenos momentos. Hoy asistimos al Maradona aceptado, a la leyenda blanca querido por las chicas de San Isidro que se ponen la camiseta oficial de la Selección, por los ejecutivos que festejan pero miran recelosos esperando que vuelva a caer, por las tías paquetas que toman el té en Las Violetas. Pero hay otro Diego, ese incontenible: gordo, negro, despeinado, vencido, ampuloso, fanfarrón, bestial consigo mismo y con los demás. Barbárico. Y, paradójicamente, ese es el “Diego de la gente”, el del país de los negros, de los gordos, de los despeinados, los vencidos, los bárbaros. Nadie se asusta en la Argentina de que alguien “lo mande hacer un pet”; resulta simpático, “ivertido”, trasgresor, en boca –perdón la obviedad- de pongamos Iván de Pineda. El problema es cuando un tipo de la villa de Fiorito, un “drogón”, “un negro de alma”, con los tatuajes del Che y de Fidel en el cuerpo, manda a “que la sigan chupando” a la sección civilizada de este país.
Maradona no divide al país en términos político-partidarios –aún cuando, como escribió Pablo Llonto, sirva como detector de gorilas del siglo XXI-. Lo quiebra en términos existenciales. Es lo barbárico como “vitalidad irredenta” –en palabras del olvidado filósofo Rodolfo Kusch- contra el poder, lo poderoso, ya sea el Menemismo, Estados Unidos, Bernardo Neustadt, la FIFA, Pelé, Clarín, o el periodista-motoquero Toti Pasman.
¿Es esta una columna política? ¿Qué consecuencias políticas puede tener que la Selección Maradoniana gane el Mundial? Muy pocas. Raúl Alfonsín perdió las elecciones del 87, un año después de México. Significa para la mayoría de los argentinos, apenas, la posibilidad de “robarle la gorra al diablo” un rato (Carlos Indio Solari, otro barbárico). Nada más y nada menos. Una redención mitológica. Y es posible que en los mitos, los pueblos vivan irredentos.
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