domingo, 9 de mayo de 2010

Momentos estelares

El austríaco Stefan Zweig, un representante del liberalismo europeo de la primera mitad del siglo XX, en su exquisito libro Momentos estelares de la humanidad –recientemente reeditado por Acantilado– se dedica a recuperar instantes sobresalientes del pasado occidental que él denomina “catorce miniaturas históricas”. Para Zweig, “ningún artista es durante las 24 horas de su jornada diaria interrumpidamente artista”; por eso, amigo consecuente de la singularidad, define “momento estelar” de la siguiente manera: “Lo que por lo general transcurre apaciblemente de modo sucesivo o sincrónico se comprime en ese único instante que todo lo determina y todo lo decide. Un único ‘sí’, un único ‘no’, un ‘demasiado pronto’ o un ‘demasiado tarde’ hacen que ese momento sea irrevocable para cientos de generaciones, determinando la vida de un solo individuo, la de un pueblo entero e incluso el destino de toda la humanidad”. El autor de El candelabro enterrado propone entonces como ejemplos un gesto de Cicerón, la conquista de Bizancio, la creación de “La Marsellesa”, el descubrimiento de El Dorado, entre otros.

En estos días, se conmemoran aniversarios de varios momentos estelares de la humanidad: la toma del poder por parte de los sandinistas en Nicaragua –acaso la revolución de los poetas–, el levantamiento franquista que da inicio a la Guerra Civil Española, el asalto al cuartel de La Moncada en Cuba, el nacimiento de Antonio Machado, la muerte de Eva Perón –quizá la mujer que ametralló de “momentos estelares” la historia argentina. Seguramente por culpa de Beatriz Luque, mi profesora de literatura del Mariano Moreno, una hija de republicanos exiliados que me acercó a la generación española del 98, a los poetas del 27 y del 36, siempre me sentí cercano a esa historia que no me pertenecía ni por nacionalidad ni por herencia sanguínea. Por esa razón, cualquier aniversario de la Guerra Civil Española no me resulta inadvertido. Y para mí, el momento estelar de ese gran conflicto, que fue la antesala de la Segunda Guerra Mundial, ocurrió el 12 de octubre de 1936, y su protagonista fue el escritor y filósofo vasco Miguel de Unamuno. La anécdota, claro, es aquella del salón de actos universitario en que el hombre de barba cana enfrentó al general José Millán-Astray.

Unamuno, como muchos escritores e intelectuales de su época –desde Víctor Hugo a Leopoldo Lugones, por ejemplo–, se pensaba a sí mismo como la encarnación del espíritu de su patria. La reivindicación que hace de la figura del Quijote en ese libro de magnífica melancolía vital que es Del sentimiento trágico de la vida (1913) y en Vida de don Quijote y Sancho (1905 es –en términos nietzscheanos– un “rescate monumental”, muy similar al que hace Lugones en su texto El payador con el Martín Fierro, también en 1913. Trae al Quijote no como figura petrificada por el pasado sino para que actúe en el momento histórico, para que sirva de modelo y ejemplo. En una operación cultural muy interesante, Unamuno propone al Quijote arquetipo y al mismo tiempo se propone a sí mismo como Quijote. Y es en Del Sentimiento trágico… donde el autor de Abel Sánchez despliega ese humanismo radical –en palabras del teólogo Hans Küng– que llevará hasta las últimas consecuencias: “El hombre es un fin, no un medio. ¿Y qué es el derecho a la vida? Me dicen que he venido a realizar no sé qué fin social. Yo siento que yo, lo mismo que mis hermanos, he venido a este mundo a realizarme, a vivir”.

La acción de mi momento estelar de la humanidad transcurre en la Universidad de Salamanca. Unamuno había enfrentado al rey de España, al dictador José Antonio Primo de Rivera, había sido diputado socialista de la República y había abjurado de ella cuando el gobierno avanzaba hacia la reforma agraria y otras reformas de corte socializantes. En julio de 1936, levantó su voz en apoyo a los fascistas que se habían vuelto contra la República. Era uno de los pocos intelectuales españoles que apoyaba a los “nacionales”. Y allí estaba ese 12 de octubre en el palacio de arquitectura plateresca –el relato es de Hugh Thomas– participando de un acto del Día de la Raza e indignándose mientras oía los discursos en contra del País Vasco y Cataluña, a quien José María Pemán acusaba de “cánceres en el cuerpo de la nación” y alentaba a que “el fascismo, que es el sanador de España, sabrá como exterminarlas, cortándolas en carne viva”... En ese momento, alguien en la platea gritó el necrofílico lema de “¡Viva la muerte!”, y el general Millán-Astray, que había perdido un ojo y un brazo en la guerra de Marruecos, comenzó con los “España…Una. España… Grande. España… Libre”. La universidad se había convertido, entonces, en el templo de intolerancia y el fanatismo.

Unamuno se levantó y de manera quijotesca pronunció uno de los discursos más conmovedores –por su bizarría y belleza– del siglo XX: “Acabo de oír el necrófilo e insensato grito de ‘¡Viva la muerte!’, y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán-Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero, desgraciadamente, en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor”.

Millán-Astray lo interrumpe exaltado y brama: “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”, y la multitud lo aclama. Pemán, alza la voz y agrega: “¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!”. Unamuno, entonces, imperturbable, con la parsimonia de un hombre que sabe que está pronunciando un “no” único, que protagoniza un momento irrevocable para el destino de toda la humanidad, un instante sublime de la Historia, que está construyendo con sus actos la verdad poética de que la razón vence a la fuerza, concluye: “Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho”.

Unamuno debió salir acompañado por Carmen Polo Martínez Valdez –la mismísima mujer de Franco– para que los fascistas no lo lincharan en la sala de la universidad. El autor de Niebla se refugió en un oscuro silencio, cargado de decepción y desesperanza. Agonizó espiritualmente dos meses, hasta que el 31 de diciembre de 1936 falleció inesperadamente. Si no hubiera muerto de tristeza, su instante estelar habría perdido fuerzas. Para enfrentar a la muerte, Unamuno simplemente murió. “Si un filósofo no es un hombre, es todo menos un filósofo”, escribió alguna vez. Frente a Millán-Astray, Unamuno tuvo su instante borgeano. Como en la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz supo en ese momento no sólo cuál era su destino sino también cuál había sido la razón de su existencia. Unamuno supo ese día quién era. Se había convertido en filósofo. Y le demostró a toda la humanidad que era posible ser sencillamente un hombre.

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