lunes, 24 de mayo de 2010

Canción a la Patria - 25 de mayo de 2010

Hernán Brienza
Hubo una fragilidad pocas veces vista en un presidente argentino. Por primera vez en mucho tiempo –habría que remontarse, tal vez, a María Estela Martínez al anunciar la muerte de Juan Domingo Perón o a cuando el propio General se atragantaba en lágrimas ante el desfile del cortejo fúnebre de Evita-, un presidente se emocionó hasta el llanto por un acontecimiento político o histórico. Sucedió el viernes en la apertura de los festejos del Bicentenario y fue justamente Cristina Kirchner, a quienes muchos acusan de gelidez e insensibilidad, quien quebró su voz cuando agradeció que le tocara ser la “presidenta del Bicentenario”. Es posible que no sea un gesto demasiado relevante para una columna política de los domingos, es cierto. Pero dice mucho de la trascendencia que la presidenta le otorga a su rol histórico en esta estas celebraciones.
Durante la semana, Tiempo Argentino publicó una nota en tapa sobre las banderas en los balcones y en los coches. La crónica daba cuenta de que los porteños habían decidido retacearle el celeste y blanco a su ciudad en una fecha fundamental de su propia vida histórica: el Bicentenario del día en que un grupito de vecinos soñó con que una “nueva y gloriosa nación país se levante a la faz de la de la Tierra”. Curiosamente, los “vecinos” de Buenos Aires no se celebraban a sí mismos en la construcción de ese país.
Durante doscientos años los argentinos nos hemos amado y odiado, nos hemos despreciado, amigado y vuelto a pelear. Durante dos siglos nos hemos robado, nos hemos explotado, hemos sido generosos, compañeros, correligionarios, chupandinos y pandilleros, hemos dado la vida por la patria, por la Santa Confederación, hemos alumbrado hijos, padres, abuelos, hemos enterrado a los nuestros, nos hemos exiliado, escondido, fusilado, engañado. Morimos por Mitre, por Alem o por Perón. Quisimos que la revolución fuera un sueño eterno, fuimos brutales a la hora de cegar y silenciar los sueños de los demás. Estaqueamos, encepamos, picaneamos. Nos hicimos los distraídos. Usufructuamos beneficios de planes económicos que hundieron al país, hundimos al país, lo levantamos a “prepotencia de trabajo”, “fuimos lo que debimos ser y no fuimos nada”. Fuimos derechos y humanos, civilizados y bárbaros, y claro, aterradoramente bárbaros cuando creíamos ser civilizados. Como casi todas las naciones del mundo hemos sido el cielo y el infierno.
Pero quizás hay dos características que sobresalen en este canto a la argentinidad al palo que significa esta columna. Dos características culturales que nos han marcado durante años, sobre todo a esta ciudad que hoy no se embandera como debería hacerlo. Arturo Jauretche habló ya de la “tilinguería” asumida por los sectores dirigentes y medios de la sociedad argentina. El tilingo es aquel que vive su existencia como si fuera algo que no es, es quien no defiende su identidad, quien defiende los intereses de aquello que no es, para semejarse a lo que aspira ser.
El autor de El Medio Pelo se quedó corto. La principal característica de los sectores dirigentes argentinos –empresarios, comunicadores, políticos, militares y ruralistas, entre otros- es lo que los mexicanos conocen como “malinchismo”. Término que deriva de la india Malinche que traicionó a los suyos acostándose con el conquistador Hernán Cortés, describe la conducta de deshonrar, desacreditar, hablar mal de lo propio admirando desmedidamente lo extranjero. Desde Bernardino Rivadavia a Domingo Cavallo los argentinos hemos aplicado muchas veces políticas económicas “malinchistas”; la ausencia de una verdadera burguesía nacional habla de nuestro “malinchismo”; desde el Facundo, de Sarmiento, a El atroz encanto de ser argentino, de Marcos Aguinis, nuestros intelectuales han sido “malinchistas”.
Incluso hablar de nuestro “malinchismo”, como hago en esta nota, es un acto “malinchista”.
Nuestra otra característica bicentenaria es el desprecio por los sectores populares. Por los indios, por los pobres, por los negros. Mientras los pueblos originarios realizaban su histórica marcha por Buenos Aires, los principales medios de comunicación “zocaleaban”: “caos de tránsito en la ciudad”. Es decir, los manifestantes eran invisibles como lo fueron durante siglos. Pero no sólo los habitantes de los pueblos originarios son invisibilizados. Más del 50 por ciento de la población argentina es mestiza y la mayoría de ese sector es pobre. Demasiada coincidencia para un país que se denomina a sí mismo “un crisol de razas”. Los argentinos tenemos el peor tipo de racismo: el racismo solapado, aquel que no se ve, que es apenas perceptible, pero se sufre. Sólo el peronismo interpeló a esos “cabecitas negras” y por eso obtuvo su fidelidad identitaria. Y el racismo argentino es consecuencia, sin duda, de nuestro “malinchismo”.
Por eso sorprendieron las lágrimas de la presidenta. Porque la humanización del acto del Bicentenario -en un gesto salido de libreto- nos recuerda que la Patria –“que hacemos entre todos y todos los días”, como dijo ella- es un desborde sentimental. Porque en esa emoción se coló la idea de que esta Patria mal entrazada somos todos: el chango de Iruya, la maestra mendocina, el oficinista entrerriano, el canillita porteño que hoy le tiró este diario debajo de la puerta, la piba que vende los chipá en el tren, el esquilador patagónico, el granadero que custodia los restos de San Martín, nuestros abuelos, las novias y novios que tuvimos, el profesor que nos hizo mejores, los amigos y, claro, usted, que lee estas líneas y yo que acabo de escribirlas. En cada cosa que decimos y hacemos individualmente se nos cuela un rincón de Patria. Porque todos somos un poco ella. Allí reside el secreto. No vivimos en “este país de mierda” como turistas rezongones. Todos somos parte de esta Patria dulzona y maltratada.

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