martes, 15 de septiembre de 2009

La impunidad de las víctimas

Yo ronco. Mucho. Demasiado. Exageradamente, ronco. Y, además, tengo un sueño persistente e inquebrantable. Soy capaz de seguir durmiendo ante un ataque del Regimiento 71 de Highlanders –el mismo que atacó ruidosamente Buenos Aires en 1806–. Es decir, cada vez que viajo de noche en un micro de larga distancia me convierto en el victimario involuntario de las cuarenta personas que intentan dormir en el piso en el que yo estoy. Es decir, pongo a mis compañeros de viaje en el lugar de víctimas. A lo largo de los años, han intentado todo tipo de métodos para cortar los ronquidos: desde la protesta airada al codazo certero, a la amabilidad fructífera. Casi siempre he tratado de resolver la situación, pidiendo perdón y cambiando de posición lo más rápido posible. Hasta ayer a la madrugada, cuando una morochita regordeta con tonada cordobesa, acompañada de su madre, otra morochita regordeta adornada, además, por un teñido rubio de escaso buen gusto, me metió un almohadonazo en plena cara. Me desperté asustado y empecé a los gritos y a las puteadas. Y si no hubiera sido porque se trataba de una mujer, seguramente, se llevaba la “jeta hinchada de un mamporro”. Pero, refugiada en el hecho de que no podía dormir y de que era mujer, se decidió por el impune almohadonazo.Ya sé. Este ejemplo es una zoncera. Y es cierto. Pero marca una conducta que los argentinos tenemos adosada, una forma de relacionarnos que nos impide resolver conflictos de manera relativamente institucional. Me refiero, claro, a la impunidad de las víctimas. ¿En qué consiste este concepto? No se trata, obviamente, de aquel sujeto que es víctima de una situación determinada y busca la reparación del daño. Por ejemplo: los familiares de desaparecidos, de los fallecidos en Cromañón, de aquellos que perdieron un ser querido a manos de los asaltantes, de secuestradores o de hechos llevados adelante por organizaciones político-militares. Jamás podría siquiera cuestionar el sentimiento, las sensaciones y la búsqueda de justicia por parte de alguien que es víctima real de una situación. Cuando me refiero a la “impunidad de las víctimas”, aludo a la elección de ese lugar en el mundo por parte de muchos de nosotros desde el cual decimos: “Yo soy víctima de esta situación, ergo, tengo derecho a cualquier cosa”. Lo que me harta de alguna manera es la “profesionalización de la victimización”. De aquellos tipos que van por el mundo arrojándoles a los demás su propio odio y rencor. Como la cuarentona que no consigue marido y vive maltratando a los hombres, como los miles de tipos que no entienden a sus mujeres y celebran el crimen del odontólogo Barreda, como el cartonero que te tira el carrito a propósito para estrolarte el auto, como los diez tipos “honestos” que patean al “punga” en el suelo hasta destrozarlo y desfigurarlo por veinticinco pesos, o aquel que –como canta Silvio Rodríguez– ha “procurado ser un gran mortificado para si mortifica, no vayan a acusarlo”, es decir, como aquel que ha hecho todo mal en su vida para poder seguir siendo deudor, para poder seguir reclamando. En fin, como el empresario que dice que su firma da pérdida y por eso no puede aumentar los sueldos ni blanquear a su personal y, por esa razón, evade al Estado. En las últimas semanas el gran abanderado de la “impunidad de las víctimas” ha sido Patricio Fontanet, el líder de Callejeros. Su inocencia se basaba sólo en el hecho de qué él también “había perdido a sus seres queridos” durante el incendio. Eso le permitió, cuando la sentencia favoreció al grupo, que sus fanáticos festejaran por encima del dolor de las víctimas, que los familiares de los músicos les levantaran –en un gesto atroz– el dedo mayor a los familiares de las víctimas. La derrota no da derechos. Las víctimas, también, tienen responsabilidades. Deben ser moralmente superiores a sus victimarios. Una víctima no puede torturar, no puede matar, no puede arrasar países. Una víctima no tiene derecho a psicopatear ni a extorsionar con su condición. Siempre me llamó la atención una escena de la película La decadencia del imperio americano. Dos mujeres están en un gimnasio, y una de ellas le cuenta a la otra que se ha iniciado en prácticas sadomasoquistas. La amiga, anonadada, le pregunta qué placer puede encontrar en el dolor, y Diane le responde: “Vos porque no conocés el poder de las víctimas”.Los argentinos vivimos sintiéndonos víctimas –del colonialismo británico, del peronismo, de los militares, del imperialismo yanqui, de la oligarquía sojera, del kirchnerismo, del Estado, del neoliberalismo, incluso recientemente un muy amigo mío se proclamó víctima por ser discriminado por… ¡“tener mucho dinero”!–. Los argentinos hemos hecho de la victimización una profesión que nos permite seguir siendo impunes sin hacernos cargo de nada. Ése es nuestro método preferido para poder ser brutales entre nosotros.

1 comentario:

  1. Simplemente, brillante. Y no lo digo porque podría arrebatarte el título si te desafiara a un campeonato de ronquidos, sino porque tenés mucha razón.

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