Siempre pensé (y sigo pensando) que quien no sale de sí mismo, quien no se enajena para mirarse, quien no se reflexiona desde afuera, lleva en su pecho el germen de la hijoputez. Siempre supe que quienes actúan decididos, quienes creen tener la razón y actúan en consecuencia con su tozudez se convierten en pichones de fascistas, sean estas personas del color y del sexo que elijan ser: aun cuando se disfracen de víctimas, aun cuando se disfracen de progresistas. Y siempre supe, claro, que el autoritarismo no es otra cosa que una gran demostración de ignorancia, que no es exactamente lo mismo que falta de ilustración. Emmanuel Levinas, ese gran filósofo humanista judío, sostiene que uno es responsable del Otro y que se hace cargo de ese otro cuando lo mira al rostro, cuando comprende que el rostro de ese Otro es también nuestro propio rostro. Si se me permite la humorada, uno podría decir que cuando más Otros vea uno, más responsable de Otros se hace. Es decir, para escaparse del autoritarismo propio no sirve mirar embelesado nuestro propio rostro al espejo muchas veces ni viajar en muchas oportunidades a un solo lugar. Estoy por hacer, claro, un elogio del viaje.
En enero tuve la oportunidad de viajar a México y a Cuba para mirar rostros, para vivir entre su gente, para caminar por las calles del De Efe y de La Habana, para sumergirme en las librerías de viejos de la calle Donceles, ahí muy pegadita al Zócalo, y para respirar el aire húmedo del Malecón repleto de muchachas y muchachos que se debaten entre mirar hacia Miami o sostener las fachadas de las casas que se derrumban sobre el Malecón. Pude comprobar que, como decía Mario Benedetti, en La Habana “hay mulatas en todos los puntos cardinales” y que México es un país habitado por gente que tiene dos mil años de historia en su rostro y los muestran en cada mirada de altivez o sumisión.
Viajar sirve para mirar al Otro. Y mirar al Otro significa, en una dialéctica irrefutable, mirarse a sí mismo. Quien viaja se recorre. Durante el viaje uno sabe quién es, porque se reconoce en los Otros. Mi Virgilio mexicano, Juan José Carrillo, un lúcido politólogo de la UNAM –esa “monstruosa” ciudad universitaria pensada para un país con destino de grandeza. Digresión dentro del entreguionado: los murales de Juan O’Gorman de la biblioteca de la universidad son mucho más apabullantes de lo que uno puede percibir en las fotos– me acompañó por las librerías y me regaló un tomo de un libro clásico de la filosofía política de su país: La raza cósmica, escrito por José Vasconcelos en 1925.
Nacido a finales del siglo XIX, Vasconcelos fue el hombre de cultura más importante de la poderosa y romántica Revolución mexicana. Para cumplir con mi rol de turista cursi, decidí sentarme a leer el libro en el Café de Tacuba, mientras me servían un café con leche con pan dulce y una concha de miel chocolate (perdón por la broma chusca). En las primeras páginas, Vasconcelos realiza un estudio positivista del origen y el futuro de las razas que hoy puede resultar apenas pintoresco, pero hacia el final de su trabajo, el autor del Ulises criollo publica una serie de crónicas de viaje que incluyen a Brasil y la Argentina. Obviamente, me leí de un tirón esas crónicas, consciente de que había entrado en una paradoja intelectual digna de los guionistas de Lost, es decir, estaba conociendo(me) México a través del recorrido que un mexicano hacía de sí mismo en su viaje a la Argentina. (Juro que en ese momento temí que me comenzara a sangrar la nariz). Y Vasconcelos es muy generoso con la Argentina. Dice: “En el siglo de Independencia no ha habido país latinoamericano que iguale a la Argentina en cultura. Será uno de los primeros países del mundo así que se incorpore el río Paraná. Entonces, sólo los Estados Unidos y el Brasil podrán competir con ella… Es el foco mayor de la cultura española en el continente… La organización social del país entero es la más avanzada del continente y esto le da un promedio mayor de inteligencia disponible… La Argentina será el faro en la noche hispanoamericana… Buenos Aires se convierte en el centro del pensamiento iberoamericano; Buenos Aires es nuestro París, la capital de nuestra América… El pensamiento argentino es claro, amplio y generoso, con algo de la vastedad de la pampa y la frescura de los grandes ríos. Pensamiento constructor, no destructor, optimista y sereno, genuinamente idealista, pero con solidez, sinceridad y equilibrio. La Argentina es a la vez el país más fuerte y el más hermoso de América”. Cuando terminé de leer, el café, claro, estaba frío. Sacudí la cabeza con un gesto “malinchista” (de Malinche: Dícese de quien vive criticando lo propio, deporte preferido de los argentinos), y sonreí con templada nostalgia por mi país que en ese momento me quedaba tan al Sur. Le leí orgulloso el párrafo a Carrillo y me miró con una sonrisa piadosa: “Bueno, ahora no ocurre eso, precisamente”, dijo lacónico. Touché.
Esa noche cometí otra paradoja “lostiana”. Me conecté a internet para recorrerme (recorrer el país de uno siempre es recorrerse) en las palabras del filósofo español José Ortega y Gasset, quien visitó la Argentina tres veces entre 1916 y 1939. Y leí cómo en varios de sus trabajos escribió: “Acaso lo esencial de la vida argentina es eso, ser promesa… La forma de existencia del argentino es lo que yo llamaría el futurismo concreto de cada cual. No es el futurismo concreto de un ideal común, de una utopía colectiva, sino que cada cual vive desde sus ilusiones como si ellas fueran ya la realidad… El pueblo argentino no se contenta con ser una nación entre otras: quiere un destino peraltado, exige de sí mismo un futuro soberbio, no le sabría una historia sin triunfo y está resuelto a mandar… El argentino típico no tiene más vocación de ser ya el que imagina ser. Vive, pues, entregado, pero no a una realidad sino a una imagen. Y una imagen no se puede vivir sino contemplándola. Y, en efecto, el argentino se está mirando siempre reflejado en la propia imaginación. Es sobremanera Narciso. Es Narciso y la fuente de Narciso… ¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes del brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”.
La parábola “lostiana” había sido completada. Era un argentino en México hurgando narcisísticamente en los recorridos que otros hacían de mí. Miraba al Otro sólo para mirarme a mí. Era un giro extrañamente leviniano. Tenía razón Ortega: los argentinos –políticos, periodistas, almaceneros, prostitutas, sacerdotes, intelectuales, taxistas, la chica que pasa frente al ventanal toda mojada por la lluvia y el diariero que protesta– estamos sumidos en un narcisismo que nos impide ver las cosas. Juan Domingo Perón decía que “la única verdad es la realidad”. Era una enseñanza de una profundidad inabarcable que no fue comprendida. Los argentinos seguimos creyendo que “la única verdad es la ficción que queremos imponerles a los demás”. Entonces, no nos vemos ni a nosotros ni a los Otros. Y seguimos siendo autoritarios. Porque queremos imponer nuestras ficciones a los demás. Fundamentalmente, porque nos ignoramos. Y porque somos narcisistas, que es la más sublime y elegante forma de ser ignorantes.
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Groso!
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