martes, 8 de febrero de 2011
Cuadernos de Traslasierra II
I
En términos históricos, lo más importante que nos dejó diciembre fue no sólo la condena al ex dictador Jorge Rafael Videla, sino también la imagen de ese abuelito calmo y manso que justificó con parsimonia pero con brutalidad el accionar de las Fuerzas Armadas durante el período 1976-1983. Fueron momentos inquietantes, incómodos, revulsivos. Un hombre defendía y justificaba la interrupción de un gobierno democrático, la instalación de campos de concentración, tortura y muerte, las prácticas de secuestros, el uso de picana y tormentos físicos, violaciones a mujeres, secuestros de niños, el arrojo de personas vivas al mar. Y no era un monstruo. No era el demonio personificado. Era un abuelito de voz altanera pero quebradiza. Y algo más: se presentaba a sí mismo como un mártir, un “bueno”. Por lo tanto, ¿de qué se habrá de arrepentir Videla si no hizo otra cosa que hacer el bien a la sociedad argentina?
Los “buenos” son peligrosos. Siempre lo fueron. Creen que su razón es la verdad absoluta y no tienen dudas en utilizar cualquier método para imponerla. De allí al fanatismo y a Auschwitz hay muy pocos pasos, es cierto. Pero lo que hace tan difícil soportar las palabras de Videla es no comprender justamente esto: que él es un “bueno” que no tiene de qué arrepentirse porque no ha hecho otra cosa que el “bien” mediante métodos “dolorosos” para todos. Videla se ve a sí mismo como un cirujano de urgencia que en medio de la batalla “se vio obligado” a amputar una pierna a la República gangrenada.
Si usted ve a un hombre serruchándole la pierna a otro sin dudas diría que ese hombre es un sádico, un torturador, un asesino. Si usted le agrega una guerra, una tienda de campaña, mucha sangre alrededor, una pierna destrozada y a punto de gangrenarse y un paciente retorciéndose del dolor, diría que ese mismo hombre es un salvador. Hannah Arendt, en su clásico y todavía poco leído libro Eichmann en Jerusalén, recopila varias entrevistas en las que oficiales y jerarcas nazis se autovictimizaban y se justificaban con el siguiente argumento: “Los judíos son un mal para Alemania, ergo hay que expulsarlos o exterminarlos. Desgraciadamente, alguien tiene que sacrificarse y hacer el trabajo espantoso en pos de la felicidad de las futuras generaciones. Y ellos incluso se lamentaban de los horrorosos trabajos a los que se veían obligados a realizar.”
Arendt habla del ya remanido pero nunca bien comprendido concepto de “banalidad del mal”. Que no significa, como creen muchos, que el “mal” que realiza tal o cual persona sea “menor” o “banal” –“trivial, común, insubstancial”, según la RAE– en términos “objetivos”, sino que en la persona que está ejecutando lo que Immanuel Kant llama el “mal radical” se produce un “adormecimiento de la conciencia” que no permite comprender en toda su dimensión el mal que está cometiendo. Para ella, “su mal” es “banal” porque hay justificaciones contextuales y personales que lo llevan a realizar esos actos. No son endemoniados ni perversos. No disfrutan –excepto en los casos patológicos, obviamente– del mal que causan, lo hacen porque consideran que es lo correcto, lo menos malo, lo “necesario”. Son “buenos haciendo el bien mediante métodos non sanctos”. Y esa fórmula les permite llevar adelante cualquier tipo de atrocidades.
¿Por qué es necesario realizar estos planteos contradictorios y confusos en vez de cerrar el debate con facilidad y trazar una línea que diga: de este lado los asesinos de la dictadura de este otro los –ahora sí– “buenos de verdad”? Primero, porque no se trata de apacentar conciencias; segundo, porque se debe debatir y discutir el horror hasta comprenderlo; tercero, porque la única manera de evitar potenciales horrores es desactivar los mecanismos que pueden conducir a esos terrenos de violencia desenfrenada.
¿Cuál es la puerta de entrada al horror? La pérdida del humor social y la cosificación del otro. Cuando una sociedad se vuelve grave y solemne, y no hay espacio para la distensión y la posibilidad de tomarse a sí misma con cierta ligereza y espíritu lúdico, el terreno está abonado para la violencia. Y cuando en términos políticos, el otro, el adversario, el enemigo, incluso, se convierte en una “cosa”, la partida ya está ganada por los “buenos” dispuestos a banalizar su propio mal. “Inmigrantes descontrolados”, “juventudes hitlerianas”, “el zurdaje”, “la oligarquía”, las “tiradas por la ventana del tren”, “los extranjeros aliados al narcotráfico y la delincuencia” son atajos que cosifican a los otros y los vuelven plausibles de ser víctimas de violencias o al menos de que sean restringidas sus ciudadanías.
II
Nuestra sociedad –mejor dicho las corrientes de opinión mayoritaria– ha transitado varias estaciones respecto del tratamiento de las violaciones de los Derechos Humanos. En un primer momento, se hizo la desentendida, la distraída, miró para otro lado –aun cuando es posible que hubiera en aquellos años cinco o seis personas que realmente no supieran lo que estaba pasando–; hacia finales de la dictadura se regodeó culpógena en un obsceno festival de muestras del horror –en el que los medios de comunicación, que antes habían ocultado todo, ahora se encargaban de mostrarlo todo–; con la CONADEP se produjo la sanción moral de la violencia política que le permitió a la sociedad ponerse en el lugar de víctima del fuego cruzado de dos demonios. El juicio a las Juntas y a los líderes de las organizaciones político militares como Montoneros intentó ponerle un coto institucional a esa sanción moral. El punto final, la Obediencia Debida y el Indulto fueron el resultado de las presiones de la corporación militar, pero también sirvieron como alivio para esa corriente mayoritaria que ya a principios de los ’90 buscaba olvidarse de los ’70 y entrar en el Primer Mundo del consumo, la blooperización del mundo y, si se podía, ir en enero a Punta del Este a codearse con modelitos de ocasión. Para todo eso era necesario olvidarse de tanta sangre, ocultándola con una bonita alfombra importada, aunque con los años volviera a mancharse.
Digresión: Tomás, el personaje de La insoportable levedad del ser, la novela de Milan Kundera, utiliza el personaje de Edipo para condenar moralmente a los colaboracionistas con el régimen soviético. Dice lo siguiente: Es posible que muchos no supieran qué estaba ocurriendo realmente –para otra digresión quedará la discusión sobre si uno es responsable o cómplice de su propia idiotez o ignorancia–, pero ahora que lo saben deberían clavarse los ojos con agujas como hizo Edipo cuando se enteró de que su amante era su madre. Sin embargo, ninguno de ellos lo hizo. En la Argentina, no sólo no se arrancaron los ojos cuando se descubrieron los horrores de la dictadura, sino que muchos siguen dando cátedra desde los medios de comunicación.
III
Comprender no es justificar y mucho menos dejar impunes los crímenes. Desde 2003 a la fecha se reabrieron los juicios por las violaciones a los Derechos Humanos. Más allá de la intención de quienes decidieron poner en marcha esos procesos, lo fundamental son las consecuencias para el futuro de los argentinos. ¿Se trata de una cuestión moral? No. Y tampoco de un tema ideológico o político en términos de izquierda o derecha. Se trata, sencillamente, de una cuestión de Estado. De ahora en más, cualquiera de nosotros sabe que si se le ocurre realizar un golpe institucional y matar a cinco, diez, quince o treinta mil personas, tarde o temprano lo pagará frente a la justicia. Y todo jurista sabe que sólo recién a partir de que el delito más aberrante es castigado se puede condenar con legitimidad a los menores. Porque nuestro país sufría de un profundo desequilibrio en materia de justicia: uno podía torturar y masacrar a treinta mil personas pero no podía robarse un sanguchito de un juzgado. Con Videla autojustificándose antes de escuchar por segunda vez una condena en su contra en un juicio ajustado a derecho, se restablece cierto orden jurídico.
El 22 de diciembre pasado, el Estado no condenó a un demonio, sino simplemente a un hombre que entendió –junto a muchos otros– que desatar el horror estaba “bien”. En términos humanos fue un día de justicia, más allá de las discusiones morales o éticas o de las consecuencias económicas y políticas de la dictadura militar. Pero en términos históricos, ese día los argentinos profundizamos nuestra democracia.
Publicado en Tiempo Argentino, el 16 de enero de 2011
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