Hernán Brienza
¿Qué hace que una obra literaria sea “buena”? Contestar esta pregunta es algo así como encontrar la piedra filosofal de la literatura –aquel objeto alquímico que convierte el plomo en oro– que permitiría publicar solamente obras maestras. Esa cuestión tiene varias respuestas: una novela puede valorarse por su técnica impecable, por la originalidad temática, por su contextualización histórica, por esnobismo epocal, por la subjetividad del lector, por consenso social –o al menos por acuerdo tácito de los críticos literarios del momento– o simplemente por el impacto que produjo en los lectores en un determinado momento de la vida de un país. Sólo en contados casos, una obra sobresale de tal manera que el personaje central trasciende la literatura y se convierte en una especie de golem –esa criatura de barro que toma vida cuando se pronuncia el nombre secreto de Yahvé y que defiende a los judíos de sus enemigos–, de arquetipo que reemplaza la cosa misma, en palabras de Jorge Luis Borges. Sólo en excepciones, un protagonista literario se convierte en mito popular y, de alguna manera, representa al hombre del pueblo y ayuda por reflejo a exorcizar sus males y redimirlos a través del arte. El Martín Fierro, la criatura de José Hernández, lo ha logrado –y bien saben de esto Leopoldo Lugones, Borges, Ezequiel Martínez Estrada, Leopoldo Marechal, Oscar Terán y José Pablo Feinmann, quienes le han dedicado extensos trabajos a imprimir su figura– y es el mito nacional por excelencia. Pero hay otro gaucho, hoy bastante olvidado, que en su época alcanzó la categoría de mito del pueblo. Se trata de un hombre de “hermosa cabeza, adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera, magnífica y sedosa que descendía hasta el pecho. Sus más hermosas facciones eran los ojos y la nariz”. Se trata de un “gaucho malo”, indómito, de espíritu libre y anárquico. Y no es otro que el héroe de los pobres, el héroe que la gente humilde, que no entendía de la sutil diferencia entre invención y realidad, salía a defender de la partida policial en cada representación teatral que realizaba la compañía de José Podestá. Se trata en estos párrafos de Juan Moreira. El 2 de agosto de 1889 –hoy se cumplen exactamente 120 años– murió Eduardo Gutiérrez, el creador de Moreira y acaso uno de los novelistas más populares de la historia de la literatura argentina. Periodista de profesión; trabajó en los diarios La Nación Argentina, La Patria Argentina, El Nacional, La Tribuna, El Pueblo Argentino, La Crónica y Sud América. Prolífico escritor –tiene más de 31 títulos en apenas 38 años de vida–, debió ganarse la vida como periodista en redacciones en vez de dedicarse a la literatura como lo hacía la mayoría de los intelectuales bon vivant de la Generación del 80. Ese apremio vital influyó en su escritura, en sus técnicas narrativas, en su pluma poco refinada, un tanto zaina y plebeya, que abunda en sus libros como Hormiga negra, Antonio Larrea (Un capitán de ladrones en Buenos Aires), Cipriano Cielo, Los hermanos Barrientos, El tigre del Quequén, Santos Vega, El matrero, La muerte de Buenos Aires –sobre la transición de Nicolás Avellaneda y Julio Argentino Roca y el levantamiento de Carlos Tejedor-, Juan Cuello, Pastor Luna, El rastreador, entre otros, todos de irregular factura, según los críticos. Ricardo Rojas, en su Literatura argentina advirtió “la superficialidad del modelado, la pobreza del color, la vulgaridad del movimiento y, sobre todo, la trivialidad del lenguaje”, y lamenta que “un exceso de realismo en la perspectiva, unido a la ligereza de la forma, le impidiesen dejarnos en sus vigorosas crónicas rurales verdaderas novelas, dignas de ese nombre por el argumento y por la forma”. Leopoldo Lugones, en cambio, sentenció que Gutiérrez fue, en aquella época, “el único novelista nato que ha producido el país, si bien malgastado por nuestra eterna dilapidación de talento”. Borges, a mitad de camino, deplora la manufacturación de los escritos de Gutiérrez, pero le obsequia un halago: “Sarmiento, en el Facundo, compone una acusación; Hernández, en el Martín Fierro, un alegato; Güiraldes, en el Don Segundo Sombra, un acto de fe… A Gutiérrez le basta mostrar un hombre, le basta darnos la certidumbre de un hombre… Su prosa es de una incomparable trivialidad. Lo salva un hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida”. Y los tres tienen razón a su manera: Rojas, por marcar los defectos de su costura, Lugones, por premiarlo con el título de nobleza –quizá por intencionalidad Gutiérrez es, con sus crónicas, el más moderno de los románticos del siglo XIX– y Borges, por acertar en que el autor del Moreira es un cronista, un naturalista, el bisabuelo de la crónica policial social en la Argentina.Su obra más celebrada es el Juan Moreira. Y muchos sostienen que Moreira es casi un compañero de ruta de Martín Fierro. Sus argumentos son parecidos. Un gaucho noble que vive feliz con su mujer en su rancho, hasta que su bien preciado –la china– le entra a gustar al poderoso del pueblo. Dispuestos a defender lo suyo, ambos cometen un crimen y deben fugarse de su tierra, exiliarse en su propio país, ser absolutamente marginados por un sistema económico, político y social excluyente. Hasta allí las similitudes. Porque, en realidad, Fierro y Moreira no comparten la misma suerte. Moreira es un gaucho oscuro, no tiene redención, no tiene “vuelta”; recordemos que en la segunda parte del Martín Fierro, el gaucho es integrado y acepta la llegada del progreso. Moreira, no. Moreira no regresa. Ni siquiera tiene un Sargento Cruz que en la oscuridad de la noche ofrezca ese grito amigo de “yo no permito que se mate así a un valiente”. Posee apenas un caballo, un perro, un facón con el gavilán en U y unas 16 muertes en su haber. Moreira es un personaje oscuro, matón, camorrero, puntero político del alsinismo –acaso extraño heredero del federalismo rosista– y luego del mitrismo, que se vende al mejor postor, que es la fuerza de choque en las elecciones fraudulentas del régimen. Es un hombre usado y al mismo tiempo expulsado por el sistema. Moreira es rabioso, no se deja domesticar. Y muere. Y su muerte ni siquiera es heroica. Después de batirse como un león, muere trepando una tapia, por la espalda, clavado por la bayoneta del inefable Chirino. Moreira le clava los ojos y le escupe: “¡Cobarde! ¡A hombres como yo no se los hiere por la espalda! ¡No podés negar que sos justicia!”. (Hay una clave, es ese grito de Juan: la justicia para el pobre es rastrera, traicionera y mata por la espalda). Moreira se convirtió en un símbolo para el pobrerío de aquellos años. En los circos donde los Podestá ofrecían la obra, siempre había algún improvisado Sargento Cruz dispuesto a defender al protagonista. En los setenta, Leonardo Favio realizó su conmovedora versión cinematográfica con esa bellísima canción “Adónde vas con tanto sol” –que también es la banda de sonido de esta nota– y, en 1987, Néstor Perlongher, en su libro Alambres, hizo de Moreira un muerto torturado a quien le arrancaron la lengua. “Es el héroe popular como mártir de la violencia del Estado”, explica. Moreira ha servido durante muchos años de golem para los pobres. Hoy, ya está dicho, es una figura olvidada, poco menos que su autor, Eduardo Gutiérrez, a decir verdad. Sin embargo, algo late en cierta admiración que el argentino medio tiene para con los hombres de avería. Ese gaucho irredento todavía vive, y eso es lo que le da potencia a esa chusca obra literaria tan criticada por la intelectualidad canónica. Tal vez, el Moreira símbolo ronde por ciertas páginas de Roberto Arlt, de Andrés Rivera o de Leonardo Oyola. Quizá, el oscuro Gutiérrez esté ahora en la redacción de un diario. El Moreira real, en este momento, seguro, está corriendo y escapando de las balas 9 milímetros en algún callejón del Gran Buenos Aires.
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