domingo, 12 de septiembre de 2010

Contra la irracionalidad discursiva



Cómo se mata una palabra? Casi todos responderemos que se mata con el silencio. Pero no es cierto. Cuando un dictador impone el silencio, lo que está haciendo en una forma dialéctica es dándole vida, otorgándole una importancia que antes no tenía.
Es por eso que hay que prohibirla. Irónicamente, los tiranos aman y temen a las palabras. Los verdaderos criminales de las palabras son aquellos que hacen un uso irresponsable de ellas, los que producen su banalización, los que la vacían de sentido.
Carlos Menem, por ejemplo, fue un gran asesino de palabras. Las utilizaba a su gusto. Las mentía, las deformaba, las cambiaba. Daba lo mismo leer un discurso o el otro. Total, nunca era importante lo que uno podía llegar a decir. Lo sustantivo era otra cosa: el mundo de los negocios, de lo fáctico, de lo terrenal.
La otra gran bastardeadora de la palabra es Elisa Carrió. Las palabras están allí para generar títulos para el diario Clarín o La Nación. No tienen peso en sí mismas. Pueden decir o desdecir, pueden profetizar pariciones que nunca se producen o despertar huracanes que jamás arriban a la realidad. Están allí para generar impacto mediático. Recientemente, Carrió profundizó su hobby de banalizar las palabras: acusó a Néstor Kirchner de “fascista”, al gobierno de “dictadura” y citó a Bertolt Brecht para realizar la operación de equiparar al ex presidente con Adolf Hitler.
Hay que tener cuidado con las palabras. Porque no son inocentes. Y están cargadas de recuerdos, de dolores, olores, sufrimientos. Cuando Carrió asegura que el gobierno actual es una dictadura, está burlándose de los 30 mil desaparecidos, de los millones de silenciados, de los miles de exiliados, de los miles de detenidos. Cuando compara a Kirchner con Hitler, con una sonrisa prepotente y burlona, con la soberbia de quien sabe que tiene licencia para usar el micrófono –¿cuánto hace que Carrió no debate con alguien; cuánto hace que Carrió no hace otra cosa que hablar para un auditorio mediático que sólo está allí para aplaudir sus iluminaciones proféticas?– no hace otra cosa que humillar a los 6 millones de personas –judíos, gitanos, marxistas, homosexuales– que fueron masacrados en los campos de concentración nazis.
Las comparaciones remiten. Y son un recurso metafórico. Y como dice Vicente Huidobro: “Un adjetivo, cuando no da vida, mata.” Carrió asesina a las palabras. “La conducción política es persuadir”, explicaba Juan Domingo Perón a todo aquel que quisiera escucharlo. La palabra es la herramienta del consenso, la argumentación. Es la materia prima de la política. Si se bastardean las palabras, se bastardea la política.
¿Abandonó Carrió la política?
Norberto Bobbio ha escrito en su célebre Diccionario de Ciencia Política que la “dictadura” moderna se caracteriza por “la concentración y la ilimitabilidad del poder; las condiciones políticas ambientales constituidas por la entrada de grandes estratos de la población en la política y el principio de la soberanía popular, y la precariedad de las reglas de sucesión al poder”. Hasta el lector más dormido este domingo podrá darse cuenta de que el gobierno de los Kirchner dista tanto de ser una “dictadura” como Carrió de ser una heroína de la “Resistance” como Ingrid Bergman en Casablanca.
Sencillo: a) Si bien el estilo de conducción de Néstor Kirchner es férreo, no es absoluto. Además, es imposible ningunear el carácter de mayor institucionalidad que le imprimió la presidenta Cristina Fernández de Kirchner a su gestión; b) El poder de la presidenta no es ilimitado. Tiene fecha de conclusión y lo dispone la Constitución Nacional; c) No existe un aparato de control y de coerción sobre la población (en este sentido es más dictatorial el espionaje telefónico y las listas de estudiantes “rojillos” que realiza Mauricio Macri en su gestión y que Carrió disimula que, por ejemplo, la decisión de no matar un solo manifestante en la calle por parte del gobierno nacional); d) Los Kirchner no han movilizado políticamente a la sociedad; e) Su legitimidad es electoral y no corporativa ni plebiscitaria ni de relación líder-masa; f) La sucesión de los Kirchner está garantizada por el juego democrático y el límite que impone la Constitución Nacional. En última instancia, quien va a decidir quién es el sucesor es el pueblo argentino en elecciones libres.
Hablar de “dictadura”, entonces, no es error metodológico de “estiramiento conceptual” como diría Giovanni Sartori, es decir, utilizar un lenguaje difuso y confuso para poder aplicar la categoría “perro” a animales que claramente son perros, gatos, cebras, rinocerontes o gansos salvajes. Lo que hizo Carrió es un acto de irracionalidad discursiva. Porque, además, jugó con el contenido simbólico y emocional que tienen las palabras “dictadura” y “nazismo”.
Pero hay algo interesante que hizo Carrió esta semana. Además de despolitizar su discurso, “impolitizó” –fue en contra de la política– su práctica cotidiana. En su más que sospechosa defensa a capa y espada del Grupo Clarín y de Héctor Magnetto expresó algo que desnudó su verdadera situación política: “Magnetto es, con todos sus defectos y sus errores, un contrapoder”, afirmó.
A ver, a ver…
¿Qué dijo exactamente Carrió? Simple: la oposición política, democrática, republicana no tiene ni la menor posibilidad de producir un contrapeso contra el poder del oficialismo. Es inútil de toda inutilidad posible. No puede ni siquiera hacer de oposición. Y esto la incluye, claro.
Pero hay algo más grave, todavía, que se desprende de sus palabras. Y es que con tal de que haya un contrapoder, si es necesario, hay que ir a buscarlo por afuera de la política, es decir, a las corporaciones económicas como el Grupo Clarín, pero que también pueden ser la Sociedad Rural o la Asociación de Empresarios Argentinos, por ejemplo. Para Carrió, hay que apoyar a los grupos económicos concentrados en su lucha contra los políticos y la política.
Y es lógico, después de todo, Clarín y La Nación son la Argentina. ¿Pero qué Argentina? La que defendió la campaña del desierto y el fraudulento reparto de tierras, la que apoyó los golpes militares de 1930, 1955, 1966 y 1976, la que festejó la apropiación cruenta de Papel Prensa, la que legitimó la brutal transferencia de riqueza de los sectores populares a los grupos concentrados en los ’90. Esa es la Argentina que defiende Carrió.
Por suerte, hoy, las Fuerzas Armadas no son grupo de presión importante. Si lo fueran, Carrió estaría celebrando a ese contrapoder armado. Si lo fueran, ¿Carrió estaría golpeando las puertas de los cuarteles?
Los políticos elaboran las palabras. Y la sociedad las consume como el trigo, como su pan discursivo. Blas de Otero escribió alguna vez: “Si abrí los labios para ver el rostro puro y terrible de mi patria, si abrí los labios hasta desgarrármelos, me queda la palabra.” Era una límpida defensa de la palabra como muralla de contención contra la brutalidad del régimen franquista, era la palabra como un arma –como Gabriel Celaya decía de la poesía: un arma cargada de futuro– capaz de enfrentar al brutal silencio de muerte que imponía la dictadura franquista. La palabra de Otero estaba compuesta de sentido, tenía densidad, era pesada.
En la Argentina de hoy, con sus discursos banales, sus metáforas rimbombantes y estrafalarias, algunos políticos creen estar haciendo disparos letales. No reparan en que, para gran parte de la sociedad, sus revólveres están cargados con balas de cebita.

Burguesía pobre, empresarios ricos

Una frase fetiche se les ha pegado en los últimos tiempos a los políticos oficialistas. Reunión a la que uno vaya, ellos expresarán con una certeza inexpugnable: “No queremos un Estado ausente”, como si hubieran encontrado una verdad alumbradora, a quien quiera escucharlos. Uno comprende la alegría que produce hallar una frase que permita resignificar el rol del aparato estatal en una nueva etapa, pero habría que tener cuidado qué lectura histórica se hace de los procesos políticos, económicos y sociales del pasado. Posiblemente, la idea de un “Estado ausente” provenga de una concepción noventista de la economía, pero que, con honestidad intelectual, y viendo los resultados de lo que se llamó el neoliberalismo, hace una fuerte crítica a esa supuesta falta de presencia del Estado. No es un detalle menor o un galimatías. Quien cree que el Estado estuvo ausente en los años noventa no alcanza a desprenderse todavía de algunos principios económicos que horadaron a este país en los ’90.
Juan Domingo Perón –perdonen el exceso de ortodoxia discursiva– solía decir que “la economía nunca ha sido libre: o la controla el Estado en beneficio del Pueblo o lo hacen los grandes consorcios en perjuicio de este”. Tenía razón, claro. Pero hay algunas cosas interesantes en esa proposición y es que, justamente, habla del rol del aparato estatal. Primero, que no hay libertad ni ausencias. Segundo, que el rol del Estado es estar a favor de las mayorías o del pueblo y no de las corporaciones: este concepto fue escrito hace más de 40 años. Y tercero, que si el Estado no cumple con su rol no se ausenta, sino que es usado por los grandes consorcios para su propio beneficio y en contra, justamente, del aparato estatal.
Eso fue justamente lo que ocurrió en los años noventa y durante la dictadura militar. No se trató de un Estado ausente, sino de un Estado al servicio de los grupos económicos más poderosos del país y en contra de su propia existencia. En 25 años vio multiplicada su deuda externa de 7 mil millones de dólares a 180 mil millones, pero además se produjo la transferencia de ingresos más feroz de la historia (de una distribución del 53% a favor del trabajo se pasó al 77% a favor del capital) y, como demuestra Mario Rapoport en su monumental Historia económica, política y social de la Argentina se ha producido una brutal concentración y oligopolización del sistema económico (es decir, al interior de cada rubro de producción industrial, agrícolo ganadero y financiero, han sido beneficiados los grandes grupos en contra de los pequeños y medianos empresarios y productores).
Y el Estado fue partícipe de ese proceso. No estuvo ausente. Porque el Estado, si bien no es un aparato desideologizado, está allí para ser llenado de decisiones y políticas públicas. Parafraseando a Perón, se podría decir que “un Estado nunca está ausente: o lo controla el Pueblo en su beneficio a través de los políticos que elige o lo hacen los grandes consorcios en su perjuicio del pueblo y del Estado y en provecho de sí mismos”.
Ahora bien, ¿cómo se llena un Estado de poder real? Mediante una confluencia de sectores políticos, económicos y sociales o por la fuerza. Si no, sólo se administra con mayor o menor eficacia. Como la política no se hace desde París, sino tomando decisiones que beneficien o perjudiquen a unos o a otros, es que se necesita una alianza de sectores. El peronismo fue tradicionalmente eso: un puente entre los sectores populares con una identidad relativamente fuerte y sectores dirigentes industriales que, en mayor o menor medida y por un lapso breve o prolongado, apoyaron la experiencia justicialista. El problema es que a lo largo de la historia sólo el sector del trabajo ha permanecido fiel a su compromiso peronista. Contradiciendo a sus propios intereses, los industriales han defeccionado una y otra vez a su rol histórico de construir un mercado interno, basado en el desarrollo industrial y que permitiera explorar el terreno de una exportación de productos manufacturados. Han defeccionado en su rol de conductores o sector dirigente para convertirse en patrones de estancias. Utilizaron el Estado sólo para sus negocios personales. Como el Grupo Techint o Loma Negra, por ejemplo, que luego de haber sido subsidiados históricamente por todos los argentinos a través de las políticas de promoción industrial y beneficiados por negociados con el Estado, vendieron sus empresas a capitales extranjeros como si se trataran de reliquias exclusivamente familiares y no estuviera en juego el esfuerzo de todos los argentinos. Porque cuando un ciudadano común paga el 21% de IVA, ese dinero no sólo va para la asistencia social, también va a subsidios y promociones industriales. O como Cristiano Rattazzi, el presidente de Fiat Auto Argentina, que después de asistir a un crecimiento anual de su sector en un promedio de nueve puntos, se despacha contra el modelo económico y realiza críticas públicas para esmerilar el consenso político del gobierno en su enfrentamiento con un grupo oligopólico como Clarín.
Desgraciadamente, los argentinos debemos sufrir una burguesía con síndrome maníaco depresivo y con tendencias automutilantes y suicidas. De otra manera no se entiende por qué apoyaron a la dictadura militar y al proceso neoliberal 1989-2002, y no se escucharon a los Rattazzi criticar la política de desindutrialización de los años noventa. Tampoco se escuchó a la Unión Industrial Argentina o a la Asociación de Empresarios Argentinos patalear cuando devastaban el mercado interno con la convertibilidad y el liberalismo comercial.
(Digresión: ¿El caso Papel Prensa puede alumbra y ayudar a comprender la desaparición de la Confederación General Económica de José Ber Gelbard? ¿Es necesaria hoy para el país una nueva CGE que limite el poder de los industriales suicidas?)
La burguesía argentina siempre ha tenido problemas de identidad no resuelta. Ya lo explicó Jorge Abelardo Ramos en su libro Revolución y contrarrevolución en la Argentina cuando le dio al Ejército argentino, conducido por Julio Argentino Roca, el rol de suplantar a la burguesía nacional que no quería asumir su rol histórico. De hecho, la línea de Enrique Mosconi y Manuel Savio, que confluye en el GOU y en el primer peronismo, son herencias, para Ramos, de esa Generación del ’80. Ahí tampoco, claro, el Estado estuvo ausente. Alguien podría pensar que, en definitiva, el problema de la burguesía argentina ha sido que nunca ha tenido el peso económico que sí tuvo el campo, por ejemplo, a lo largo de la historia. Pero sería una falsedad afirmar eso. El problema está en un desfasaje que ya había marcado Arturo Jauretche en su libro El medio pelo... como “tilinguería”: pensarse así mismo como lo que uno no es. En la Argentina, los sindicalistas piensan como empresarios, los industriales como terratenientes y los oligarcas como industriales de los países centrales. Lo que sí es cierto es que siempre han sabido defender sus intereses particulares. Ahora, por ejemplo, saldrán a fustigar el más que interesante proyecto de Héctor Recalde de participación de los trabajadores en las ganancias empresarias. Y es allí donde demuestran su “patronismo” de estancia. Sólo van por la ganancia. Renunciaron a su rol histórico. A esa renuncia, le debemos los argentinos un país con una pobre burguesía, pero, obviamente, con ricos empresarios que se beneficiaron con un Estado nunca ausente.