domingo, 27 de junio de 2010

Maradona y la magia-veneno

Hernán Brienza

Si la suerte ayuda, si la estrategia es la correcta, si la inspiración se enciende en el momento oportuno, en los próximos quince días se puede producir un hecho político histórico: que Diego Armando Maradona alce por segunda vez en su vida la Copa Mundial de Fútbol. Veinticuatro años pasaron desde que en aquella primavera democrática –la cita no es vana- se iniciara la leyenda del último mito que hemos construido los argentinos. De esa magia-veneno que tanto nos caracteriza. Porque si logra alzar nuevamente el trofeo, la vida de los argentinos puede volver a tener un poco de magia, que consiste en que un tipo que viene bien de abajo, puede llegar a la cima del mundo. Y que puede desbarrancarse y pasearse por los infiernos. Y puede salir. Y si sale nuevamente campeón, todo es posible.
Este esquema está grabado en nuestro ADN sociopolítico: es el mito de la movilidad social argentina, y en algún punto también es el “m´hijo el dotor” de los inmigrantes que venían con las manos vacías. Los grandes mitos populares argentinos siguen la línea crística de profecía-muerte/humillación- redención: Gardel, Evita, Gatica, el Che –proviene de una familia burguesa venida a menos- siguen ese orden y organizan las expectativas políticas, existenciales de los conglomerados de las grandes mayorías, e interpelan, en mayor o menor medida, a lo estatuido, lo institucionalizado.
Es posible que la selección nacional se manque en alguna de las cuatro finales que quedan –aunque para el mundo de los negocios del fútbol es muy difícil perderse una final con “D10s” en el banco y Leonel Messi con el 10 en la espalda-. Pero si Maradona logra alzar la copa se cierra el relato que marca Joseph Campbell en su célebre libro El héroe de los mil rostros. Porque sería el rescate final del héroe en el imaginario popular. El que estuvo allí, en la cima de la gloria, el que cayó y volvió a subir. Es el caballero medieval Perceval que vuelve con el Santo Grial en la mano. Es uno de los nuestros que pudo volver a zafar, a rescatarse, en un relato que en la vida real es una posibilidad mínima de victoria, y una probabilidad máxima de fracaso. Pero si él pudo, cualquiera de nosotros puede. En ese sentido es magia-veneno para los argentinos.
¿Por qué hablar de Maradona en una columna política? Sencillo. Hace 24 años que Diego ya no es solamente fútbol. Es un “aleph” borgeano de la argentinidad, “es uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos… el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. Es decir, Quien mira a Maradona ve a la Argentina concentrada y expandida, como un ordenado caos, como una contradicción, un desborde, como la pasión y la bizarría, la irreverencia y la astucia zorra, el cinismo que hiere la hipocresía, es el infierno, lo grotesco, la gloria, el grito en un país de mediocridad silenciosa, es lo incontenible, lo inaprensible. Es un principio y fin, es un Dios, claro. Pero un dios intermitente, que leyó a Friedrich Nietzsche. Porque cada tanto llega un Zaratustra a estas tierras ha decir que ha muerto y cada tanto resucita.
En el “renacimiento maradoniano” anida el germen de la soberbia nacional. En un paralelismo entre la crisis del 2001 y la primera fase del Mundial uno podría decir que los argentinos no sabemos cómo ni por qué pero tenemos el pensamiento mágico de que siempre resucitamos. Y lo cierto es que mágicamente resucitamos. Lo mismo ocurre con Diego. Y la magia-veneno de estar “condenados al éxito” funciona por afuera de la racionalidad, de la institucionalidad como fuente de verdad.
Hoy asistimos al “mejor” Maradona: trajeado, circunspecto, sonriente, pícaro, cómplice, heroico, generoso en los buenos momentos. Hoy asistimos al Maradona aceptado, a la leyenda blanca querido por las chicas de San Isidro que se ponen la camiseta oficial de la Selección, por los ejecutivos que festejan pero miran recelosos esperando que vuelva a caer, por las tías paquetas que toman el té en Las Violetas. Pero hay otro Diego, ese incontenible: gordo, negro, despeinado, vencido, ampuloso, fanfarrón, bestial consigo mismo y con los demás. Barbárico. Y, paradójicamente, ese es el “Diego de la gente”, el del país de los negros, de los gordos, de los despeinados, los vencidos, los bárbaros. Nadie se asusta en la Argentina de que alguien “lo mande hacer un pet”; resulta simpático, “ivertido”, trasgresor, en boca –perdón la obviedad- de pongamos Iván de Pineda. El problema es cuando un tipo de la villa de Fiorito, un “drogón”, “un negro de alma”, con los tatuajes del Che y de Fidel en el cuerpo, manda a “que la sigan chupando” a la sección civilizada de este país.
Maradona no divide al país en términos político-partidarios –aún cuando, como escribió Pablo Llonto, sirva como detector de gorilas del siglo XXI-. Lo quiebra en términos existenciales. Es lo barbárico como “vitalidad irredenta” –en palabras del olvidado filósofo Rodolfo Kusch- contra el poder, lo poderoso, ya sea el Menemismo, Estados Unidos, Bernardo Neustadt, la FIFA, Pelé, Clarín, o el periodista-motoquero Toti Pasman.
¿Es esta una columna política? ¿Qué consecuencias políticas puede tener que la Selección Maradoniana gane el Mundial? Muy pocas. Raúl Alfonsín perdió las elecciones del 87, un año después de México. Significa para la mayoría de los argentinos, apenas, la posibilidad de “robarle la gorra al diablo” un rato (Carlos Indio Solari, otro barbárico). Nada más y nada menos. Una redención mitológica. Y es posible que en los mitos, los pueblos vivan irredentos.

domingo, 20 de junio de 2010

El Peronismo ¿un bodrio histórico?

Hernán Brienza - Columna del 20 de junio. Tiempo Argentino

En ese libro profético –en el sentido más estricto de la palabra- que es Megafón o la guerra, el escritor Leopoldo Marechal ofrece una definición creativa y al mismo tiempo curiosa de la Patria. En el Introito, sostiene el gran autodidacta de Villa Crespo que la Patria es una víbora. Recordemos: “La víbora es una imagen del suceder: enrosca sus anillos en un árbol o se desliza por el suelo; clava sus colmillos en una víctima, se la engulle y duerme luego su trabajosa digestión. Y la Patria o es un suceder o es un bodrio”. Ese “suceder” para Marechal no es otra cosa que el cambio de piel que una Patria debe hacer para mantenerse viva y no anquilosarse en tradiciones anacrónicas, en esencialismos envanecidos.
Me gusta pensar que la Patria cambia su piel cada tanto. Pensar que no es la misma, que se renueva, que sorprende. Me gusta pensar que es una esperanza permanente y también una “posibilidad infinita” –definición que Marechal le ofrece al tango-. Por ejemplo, me gusta pensar que a partir de los festejos del Bicentenario se produjo un cambio cultural que comenzó a quitar la piel del “malinchismo” y la “tilinguería”, o que ya desde hace unos años nuestro país se piensa a sí mismo no como una coto de caza para los acumuladores de riqueza sino como una construcción colectiva en la que tracciona la idea de la redistribución de esa riqueza. Me gusta creer que Argentina se quiere desprender de la lógica del capitalismo oligopólico para ingresar en un modelo sustentado en la producción de las Pymes y las experiencias cooperativas. Me gusta creer, por último, que la política también ha empezado a cambiar: que es más sustanciosa, menos dependiente de los logaritmos financieros, que los nuevos políticos son algo más que la foto de Juan Manuel Urtubey, Diego Santilli, Pablo Bruera y Sergio Massa mirando el mundial por un televisor LCD.
Porque para que la víbora cambie de piel también deben mudar la suya los grandes movimientos populares que han protagonizado las transformaciones radicales en el pasado. Y quizás el Peronismo sea la última estación de ese suceder que comenzó con los revolucionarios de Mayo, continuó con los federales, el alemismo, el yrigoyenismo, las experiencias de los setenta. Es decir que, tal vez, haya sido el último “bloque histórico”, en términos gramscianos, que pudo poner en jaque a los acumuladores de riqueza en la Argentina. Cambiar o necrosarse, esa es la cuestión. Cambiar o convertirse en un partido del Orden sin otro destino que asistir desde la balaustrada del poder a la aparición de una nueva estación de ese suceder popular, nacional, progresista, de izquierda o como quiera denominárselo.
La foto de los popes del peronismo disidente o federal -propuesta por el multimedios oligopólico como supuesta prenda de unidad y alternativa al kirchnerismo- obliga a repensar al peronismo. Es decir, a hacer un análisis más allá del poroteo interno, de la especulación de si se presenta a la interna contra el kirchnerismo o va por afuera, de si negociará con el gobierno desde una posición de fuerza o preferirá la desunión del pejotismo para favorecer un gobierno pactado con el radicalismo cobista, por ejemplo, o si los jefes distritales van a duplicar listas en uno y otro espacio para jugar a dos puntas. Porque más allá de las cuestiones de caja, de pragmatismo sin cabeza, de maquiavelismo ciego, el Peronismo, como actor popular, con el movimiento obrero organizado ya no como columna vertebral pero sí como bastón de convivencia social, debe repensarse a sí mismo.
Obviamente, no se trata aquí de agitar el peronómetro para ver quién es el mejor exégeta de Juan Domingo Perón, pero sí de hacer una advertencia. Más allá de que la construcción cultural del kirchnerismo exceda y atraviese al peronismo –el actual proceso atrae a radicales, socialistas, comunistas, nacionalistas, progres, en una licuadora semejante a la construcción que hizo el peronismo en 1946- y a pesar de los sueños, los imaginarios y los devaneos de propios y ajenos, el kirchnerismo es más peronista de lo que sus adversarios internos y sus adherentes externos desean.
Es decir, más allá de los supuestos tres (Ricardo Sidicaro) o cuatro peronismos históricos (Alejandro Horowicz), de la teoría de las máscaras (Silvio Maresca) o de un movimiento con pensamiento estratégico (Jorge Bolívar), hay cuatro o cinco principios constitutivos del peronismo y que le dan su razón existencial: la tracción por la distribución de la riqueza –el tradicional 50 y 50 en la distribución del ingreso-, el nacionalismo económico –no demasiado dogmático, por cierto-, la alianza de clases entre el sector del trabajo y el empresario industrial no concentrado, el continentalismo antihegemónico en política exterior, y la ampliación de derechos civiles y políticos –aún cuando la matriz de pensamiento sea de origen conservadora las grandes transformaciones en esta materia las llevó adelante este movimiento-. En mayor o menor medida, el kirchnerismo aparece como un heterodoxo continuador del clasicismo peronista.
En el momento clave del Bicentenario, entonces, el peronismo deberá decidir si se pondrá a la cabeza o participará con otros espacios políticos de un modelo capitalista moderno e incluyente o quedará anclado en el modelo noventista que profundizó la acumulación y concentración de la riqueza.
Es decir, este “gigante invertebrado y miope”, según las palabras de John William Cooke, con su Bureau político, su dirigencia, sus cuadros, sus militantes, sus intelectuales, deberá elegir si, como diría Marechal, se convierte en un suceder o termina, finalmente, transformado en un bodrio histórico.

domingo, 6 de junio de 2010

Los 200 años de la Gazeta - Tiempo Argentino 6-6

Hernán Brienza
Mañana se cumple el Bicentenario de la primera aparición del diario La Gazeta de Buenos Aires, esa publicación pensada por Mariano Moreno para sostener la revolución de Mayo. Porque ese fue el objetivo principal del “padre del periodismo” criollo: que la prensa ilumine al pueblo y lo sume al gobierno de la nueva junta. No debe sorprender a nadie la misión oficialista que le otorga Moreno, ya que el periodismo es un oficio nacido al calor de las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX como la que él mismo proponía.
Mañana, se celebra, entonces, un nuevo Día del periodista, pero con ciertas particularidades: Desde hace muchos años, los trabajadores de prensa se percibían como parte de un bloque unificado contra el poder político de turno. Ese fue el modelo que imperó durante parte de los noventa y que comenzó a resquebrajarse a mediados de la actual década. Hoy, por primera vez en mucho tiempo, los periodistas nos encontramos divididos y enfrentados por cuestiones políticas que cuestionan profundamente el paradigma “profesional” –objetivo, neutral, aséptico- y proponen un ejercicio más recostado en la pluralidad de voces y en la honestidad intelectual de los comunicadores más que en la pretendida independencia.
Resulta significativo que para estas fechas, la Corte Suprema esté deliberando sobre la aplicación definitiva de la nueva Les de Servicios Audiovisuales –que terminará con la tirana decisión de que sólo el sector empresarial puede poseer medios de comunicación-y, los que es más trascendente aún, mañana, ingresará al banco nacional de datos genéticos las pruebas de Marcela y Felipe, los herederos de Ernestina Herrera de Noble, la dueña del poderoso multimedios, para determinar si son hijos de desaparecidos y, por lo tanto, si hubo o no delito de apropiación. La cuestión no es vana porque de demostrarse la existencia de ese crimen, demostraría no sólo la connivencia política y económica con la última dictadura militar por parte de Clarín –a través de tortuosa adquisición de Papel Prensa- si no también de la complicidad en la comisión de delitos de lesa humanidad. Y de esa sociedad surgió también la forma hegemónica de hacer periodismo en los últimos 40 años. Por eso sorprendió que, pese a la importancia del tema, el único diario que publicó esta semana la denuncia de que el Grupo “obstruía a la justicia” que realizaron las Abuelas de Plaza de Mayo haya sido Tiempo Argentino.
Mañana, el Día del Periodista, también estará teñido por los ecos del Bicentenario del 25 y la multitudinaria fiesta. Porque la evaluación política también se ha producido en los medios. Mientras Joaquín Morales Solá arremetió fuera de sí contra las celebraciones oficiales, Clarín y TN debieron salir a recuperar su clientela repitiendo hasta el cansancio los “festejos de la gente”, y Elisa Carrió convocó a los habitantes del Olimpo para sus habituales profecías políticas, las voces del kirchnerimo –Néstor, Cristina y Aníbal Fernandez- iniciaron un proceso de desapropiación del Bicentenario que logró: 1) Arrebatarle el discurso a la oposición respecto de a las celebraciones y 2) capitalizar el Bicentenario con inteligencia, es decir, se apropiaron, desapropiándose.
(Digresión: Lo que ocurrió durante los festejos del Bicentenario también fue un mensaje hacia el periodismo y que obliga a pensar los tipos de legitimidades que hasta ahora se habían manejado. A las mediciones de la patria encuestadora, a las de la patria mediática, se suma ahora ese silencioso y no demasiado homogéneo consenso que dijo presente sin demasiadas estridencias pero que cambió el mapa político nacional).
El Día del Periodista también encontrará a un gremio sumido en la pauperización laboral –el diario Crítica hace ya un mes que no sale a la calle porque la firma discontinuó el pago de los salarios de los trabajadores- y que también pone en cuestión la relación entre la entidad moral de las empresas y los discursos periodísticos que elaboran. Porque la libertad de prensa se defiende no sólo con editoriales bonitas sino también con las garantía de que los periodistas podamos realizar nuestros trabajos en un marco de dignidad.
Justamente, hacia ese marco de dignidad apunta la iniciativa del legislador Héctor Recalde de reglamentar la garantía constitucional prevista en el artículo 14 bis de la Constitución Nacional que consiste en la participación del sector laboral en las ganancias de las empresas.
(Digresión 2: Recientemente voceros de la UIA recomendaron a Recalde que se vaya a vivir a Cuba. Pero más allá de la oportunidad o no de abrir un frente de conflicto entre el gobierno y el sector productivo de la economía, convendría recordar que el artículo 14 bis es apenas un injerto que la reforma de 1957 –realizada bajo la dictadura de Pedro Aramburu y con una asamblea en la que no habían participado ni el peronismo proscripto ni la UCRI, que se retiró de las sesiones- es decir, muy alejada de lo que podría considerarse una Constitución de corte socialista).
Por estas razones es que el Bicentenario de la Gazeta nos obliga a reflexionar sobre la situación del periodismo. Quizás para salir de la confusión, del ahogo, de la vanidad autorreferencial, de ciertas prácticas hipócritas, sería bueno que los periodistas abandonáramos la ficción de la objetividad y la independencia para abrazar esa vieja tradición criolla de los escritores públicos. Después de todo, es la escuela chusca, es cierto, pero honesta hasta la brutalidad, que cultivaron Moreno, José Hernández, Roberto Arlt y Rodolfo Walsh, entre tantos otros. Quizás sea un buen momento para reescribir el presente recuperando algunos guiños del oficio que nos llegan de nuestro pasado.

sábado, 5 de junio de 2010

Santa Maradona II

Hernán Brienza - Columna radial, Septiembre de 2009.

Hace mucho tiempo que no veo jugar tan mal al equipo de Argentina.
Me animaría a decir que no juega tan mal desde que Garré y Giusti lograban desgañitarme a puteadas limpias allá en pleno 1985, cuando la Argentina tenía su primaverita y yo merendaba a la vuelta del colegio con leche chocolatada y las galletitas panchitas sueltas que mi vieja compraba en una galletitería de esas que ya no existen.
O sea, no veo jugar tan mal a la selección desde que la veía en blanco y negro, porque la tele color llegó a mi casa para el mundial 86.
Argentina no juega a nada. No tiene conductor, le falta un diez -y a mí no me jodan, me estaré poniendo viejo, pero al fútbol se juega con 10-, la defensa no para ni a un burro muerto, Schiavi juega de 9 y Messi, que es el mejor jugador, no la ve ni cuadrada, Mascherano tiene empastadas las bujías del motor y Gago se olvidó de que la cosa redonda esa de cuero hay que pasársela a una persona que tenga la camiseta del mismo color que él y no a los de camiseta distinta.
La selección argentina parece la armada brancaleone, una manga de improvisados, que se juntaron para comer un asadito y después juegan con los empleados casados frente al equipo de los solteros.
Es cierto. Todo eso es cierto. Lamentablemente cierto. Desgraciadamente cierto.
Pero a mí me van a perdonar. Hoy no me voy a sumar al coro de detractores que realizan el escarnio público contra Diego Maradona.
Ya sé, ya sé. Maradona, posiblemente, no tenga altura para ser el DT de la selección. Ya sé, ya sé, Maradona es improvisado, y un patotero, y no hizo autocrítica y ayer maltrató a los periodistas y se puso en lugar de víctima y perseguido y en vez de hablar de fútbol, salió a atacar a quienes lo criticaban. Y dijo esa serie de cosas que se dicen en el barrio: que yo me la banco, que tengo aguante, que voy a dar hasta la última gota, que esto, que aquello.
O sea, dijo todo aquello que jamás diría un entrenador políticamente correcto, prolijo, ubicado.
Yo lo banqué desde el primer momento a Diego. Porque me parecía que si Diego llegaba, la vida todavía podía tener un poco de magia. Y cuando digo Magia, me refiero a que un tipo que viene bien de abajo, puede llegar a la cima del mundo. Y que puede desbarrancarse y pasearse por los infiernos. Y puede salir... y si salía campeón... si salía campeón todo era posible en esta vida grisecita de oficinistas que tenemos todos. Si Diego salía campeón el año que viene, cualquiera de nosotros podía levantarse a la piba linda del aula, cualquiera de nosotros podía conseguir ese trabajo con el que soñamos, y nuestros hijos podrían ser mejores que nosotros. Si Diego salía campeón, los gordos podían adelgazar, los faloperos podían dejarla un rato, los laburantes podían levantar cabeza frente al patrón y los suicidados podían dar un paso atrás frente a la cornisa esperando el milagro.
Ya sé, ya sé. Casi no estoy hablando de fútbol. Ya sé, ya sé, soy un sentimental. Un romántico del siglo XIX.
Pero ayer escuchaba los comentarios de los detractores de Diego y me daban un poco de asco: ¿Qué podés esperar de ese gordo drogadicto? ¿qué podés esperar de ese soberbio ignorante? ¿Y ahora qué va a hacer el pueblo peronista sin pan y circo?
¿Qué quieren que le diga? Diego será lo que sea. Pero quienes lo critican me dan un poco de asco. Bah, me dan demasiado asco.
Cuando lo eligieron a Diego como DT yo festejé. Lo dije públicamente. Ahora, que se vino la maroma. Que caen piedras de todos lados, yo lo salgo a bancar de nuevo. Después de todo, Diego me dio la mayor alegría que viví con la celeste y blanca. Y yo no me olvido. Tengo esa mala costumbre de no olvidarme de los amigos cuando están en la malas.
Posiblemente, perdamos con Perú y con Uruguay. Posiblemente, no vayamos al mundial de Sudáfrica. Pero, bueno, no es la muerte de nadie. O al menos no es la muerte de ninguno de nosotros. Sin embargo, puede ser el golpe más duro en la vida de Maradona. Yo no soy un come ídolos. A mí me gustan esos héroes literarios que son admirados por los pueblos. No soy de esos que no soportan la genialidad de los otros y necesitan verlos destrozados para ser un poquito menos mediocres ellos mismos.
Yo sé que es muy difícil. Yo sé que podemos quedarnos afuera. Pero yo tengo una última esperanza. Que ganemos contra Perú en el último minuto con un “cabezazo salvador de Pasarella”. Que Diego festeje la clasificación con los brazos en alto. Que vayamos al Mundial de “punto” y que volvamos de “banca”. Que vuelvan las panchitas con chocolatada, que las pibas lindas nos den bola a los destartalados. Y que se callen un poquito los que se alegran con la tristeza de los pueblos.

Santa Maradona I

Hernán Brienza - Publicada en Crítica 3 de noviembre de 2008.


Soy hincha de River Plate. Fanático. Enfermizo. Mis compañeros del diario pueden dar fe de ello. Pero hoy quiero tener un gesto homérico y celebrar al héroe enemigo, al Héctor de la pelota sin mancha, a Diego Maradona, al nuevo técnico de la Selección argentina de fútbol. Es posible que, como dicen los malagoreros, el equipo celeste y blanco no llegue ni siquiera a clasificarse para el Mundial 2010 y nos quedemos afuera de la Copa –la lógica racional de la economía sugiere lo contrario, que será imposible un Mundial sin la atracción Maradona–; también es posible que –como el ochenta por ciento de los argentinos opina– la llegada “del Diego” a la Selección embarre la cancha y convierta al equipo en ese “cabaret” al que son tan afectos los jugadores de Boca. Pero quiero abrir una esperanza.

Ya sé, ya vendrán los neoinstitucionalistas a refregarme su canto de que “este país no tiene sentido, está perdido”, que “ni en el fútbol podemos respetar las vías institucionales de sufragio de un director técnico”, que “allí están instalados la demagogia y el populismo tan característicos de este país”, como dicen en alusión a las caídas, los fracasos, los caprichos, la falta de experiencia como entrenador de Maradona.

Ayer, recorrí el diario haciendo una encuesta entre los periodistas y apenas una dotación similar a la de los sobrevivientes de Lost apoyaba la causa maradoniana. Reconocíamos la racionalidad del planteo de los neoinstitucionalistas nacidos entre gallos y medianoches, sospechábamos con tibio rubor que podía ser que estuviéramos equivocados por creer.

Después de todo, para mí, por ejemplo, Maradona no es otra cosa que el recuerdo de un domingo soleado de junio en que mi abuela un tiempito antes de morir dijo bajito entre los gritos y los abrazos de toda mi familia y amigos: “¿Parece que ese chico hizo un gol lindo, no, nene?” y la apretujé toda antes de que profetizara con ternura: “Con este chico tenemos que salir campeones ¿no, nene?”. Para mí, que después de todo, Maradona es el recuerdo de “aquella negra noche” del fútbol argentino –blasfemo a Jorge Luis Borges y su sargento Cruz de Nuestro pobre individualismo– en que lo vimos salir boleado de un departamento de Caballito. O esa construcción teórico conceptual de Osvaldo Soriano que alguna vez dijo que “es la patria en pantalones cortos, botines y camiseta” (admito que no sé si lo dijo así, pero me gusta recordarla así). Y esa tristeza profunda de haberlo visto con las piernas cortadas llorando pero sin pedir limosna.

Es cierto, también lo he visto siendo peronista, menemista, castrista, enemigo de Julio Grondona, amigo de Julio Grondona, pero siempre apasionado, corajudo, sin pelos en la lengua. Demasiado irreverente para un país de gente poco acostumbrada a hacerse cargo de las cosas. Demasiado cínico para un país de hipócritas. Demasiado sobresaliente para un país de vanidosos y mediocres. Y demasiado díscolo. Bocón, en un país de silenciosos gritones, drogón, en un país de represores, gordo, en un tiempo de “secas, austeras soviéticas, muchachitas fatales”. Indócil, en una sociedad que aplaude rabiosa cuando se derrumban sus ídolos, porque no soporta que el talentoso le tire en la cara su propia mediocridad.

Claro, es cierto, hoy el fútbol es táctica, estrategia, sacrificio, trabajo, práctica, disciplina. Para Maradona, y para el que escribe estas líneas, jugar a la pelota es hacer literatura. Es una combinación de tácticas, amagues, sueños y quimeras. Un quijotismo, un bovarismo. Es construir un relato que no puede guionarse ni ficcionalizarse (por esa razón, los relatos futbolísticos muy pocas veces son efectivos, Martín Caparrós dixit) en el que se filtra algo de esa magia que viene de épocas en que el mundo era menos desencantado –la cita obligada es de Max Weber– y mecánico. Me dirán que, además de demagogo, ahora devine oscurantista. Pero el fútbol es un juego no un trabajo. Es un arquetipo de la guerra y no la guerra. Es un espejismo de la gloria y no la gloria.

Imagínense esta escena: Sergio Batista levanta la Copa en 2010. Está bien. Argentina Campeón, salimos todos al Obelisco a festejar. Imagínense esta otra: el que levanta la copa es Maradona. Es el rescate del héroe en el imaginario popular. El que estuvo allí, el que cayó y volvió a subir. Es Perceval que vuelve con el Santo Grial en la mano. Es uno de los nuestros que pudo volver a zafar. El que se fue de la barra de la esquina y pudo triunfar. Eso es magia. Y veneno.