domingo, 30 de mayo de 2010

La derecha colonizada - Editorial del Domingo 30 de mayo en Tiempo Argentino.

Hernán Brienza
Javier León, politólogo y amigo, escribió en Facebook esta semana con un dejo de ironía: “El lunes se festejaron el Primer Centenario y el Bicentenario al mismo tiempo. Los separaban las vallas, una par de camiones hidrantes, doscientos metros y dos millones de personas”. La frase, divertida, ingeniosa, despierta una sonrisa pero también convoca a la síntesis, al poder de la imagen. Porque la celebración de la reapertura del Teatro Colón –una joya que los argentinos debemos cuidar porque es un ámbito de excelencia artística internacional- ofreció una colección de postales que habría que desmenuzar para pensar, reflexionar y analizar con cuidado. Pero si hay un primer sabor que asoma a la boca cuando se observan esas escenas es el gusto a moho, a pan viejo, a cenizas en la boca. Porque resulta curioso que la “derecha” que se presentó en el 2007 como “lo nuevo” y lo “transformador” no haya podido ofrecer a los argentinos más que destellos de un pasado con fecha de vencimiento: Fernando de la Rúa, el vicepresidente Julio Cobos, Mauricio Macri, Ricardo Fort, Susana Giménez, Mirtha Legrand y Valeria Mazza se amalgamaban en un pastiche –palabra usada como un talismán por Orlando Barone- que recordaba a los años noventa.
Desde la caída del muro de Berlín a esta parte, los intelectuales que representan los acumuladores de riqueza –parafraseando a Alejandro Kaufman- del mundo han logrado convencer a los pensadores de izquierda que debían aggiornar su teoría y praxis a los nuevos tiempos. Desde Eric Hobsbaum, a Toni Negri, del subcomandante Marcos a Evo Morales, desde el democratismo al neokeynesianismo, los sectores progresistas, nacionales, populares han logrado reconvertirse. Y paradójicamente, lo que se conoce como la “derecha” neoliberal ha quedado apresado en su propia supuesta victoria.
En el plano local ha sucedido lo mismo. El encierro en el Colón es una buena metáfora de esa situación: Hoy la derecha posicional (no la ideológica, si no la que ocupa el espacio conservador en el sistema político argentino) parece tener poco que aportar: su discurso utiliza argumentos de centro izquierda como la pobreza (vía excusa de la inflación) y la distribución de la riqueza, no sabe cómo enfrentar el tema del aborto y el matrimonio gay sin defraudar a su propia clientela, no tiene como caballitos de batalla el déficit fiscal ni el gasto público –entre otras cosas porque la Argentina crece a ritmo sostenido desde 2003 y con un superávit continuado nunca antes registrado en su historia-, y los discursos del ajuste permanente se han convertido en anodinos para la mayoría de los argentinos. Sólo le queda como único recurso apelar al siempre efectivo reclamo de seguridad, que sirve al mismo tiempo como refuerzo puertas adentro de los sectores tradicionalmente ligados al discurso del orden como las policías y las fuerzas represivas y como discurso catalizador de desprecio y disciplinamiento a los sectores populares. Lo peor es que la derecha parece haberse quedado sin un conjunto de valores y principios para seducir al electorado. Sus palabras suenan avejentadas.
Pero hay más, en su proceso de “modernización” la derecha argentina tiene todavía una deuda pendiente. En una conferencia en la ciudad Konex en la que compartimos mesa, Kaufman analizó con lucidez la encrucijada. El intelectual le reclamó a esos sectores que hagan público su compromiso con los Derechos Humanos y exigió que si se hace efectiva esa declaración, entonces, deberían renunciar a nombrar funcionarios como, por ejemplo, Abel Posse. O –esto corre por cuenta del autor de esta nota- dejar de aplaudir las acrobacias discursivas de Eduardo Duhalde respecto de la última dictadura militar. Podrían daclarar, además, si de una vez por todas esos sectores van a renunciar a su costumbre de quebrar el juego institucional –como en los golpes de Estado del siglo XX- y desestabilizar gobiernos cuando le es imposible recuperar el poder por vías democráticas.
A los problemas generales de la derecha, se le suman las cuestiones coyunturales como la falta de liderazgo. Mientras que un hábil tiempista mediático como Francisco de Narváez aún no puede resolver la situación de habilitación para ser candidato presidencial, la promesa blanca de la derecha vernácula, el actual jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, se empantana entre los pocos resultados de su inocua gestión –casi nulos en política educacional, en seguridad, en transportes, en cultura y en obras públicas- su procesamiento judicial por el escándalo de las escuchas telefónicas y porque su imagen no despega cuantitativamente en las encuestas en vista al 2011 ni cualitativamente en la percepción de muchos argentinos que perdonan cualquier cosa en un político menos la actitud de “niñato rico que hace puchero porque le roban la pelota y no lo dejan jugar”. Por otro lado, Cobos empieza a pagar su indefinición política y nunca termina de clarificar en qué sector del espectro se ubica porque aún no explicitó más que un tibio llamado a construir un consenso vacuo mientras se dedica a plantar la semilla de la discordia en el gobierno al cual ni pertenece ni deja de pertenecer.
Sin candidato indiscutible, sin un discurso renovador y sorprendente, sin un político capaz de demostrar una gestión eficiente y efectiva, al menos, confundida, obligada a esconder, edulcorar o matizar sus propias ideas, la “derecha” se encuentra encerrada en su propio laberinto, un laberinto que puede ser lujoso como el Colón pero del cual no parece poder encontrar la puerta de salida. Esto podría resultar una nueva oportunidad para los sectores progresistas, es cierto, pero si uno rememora ciertas tradiciones de los acumuladores de riqueza en la Argentina, tal vez comprenda, que no se trata exactamente de una buena nueva.

lunes, 24 de mayo de 2010

Canción a la Patria - 25 de mayo de 2010

Hernán Brienza
Hubo una fragilidad pocas veces vista en un presidente argentino. Por primera vez en mucho tiempo –habría que remontarse, tal vez, a María Estela Martínez al anunciar la muerte de Juan Domingo Perón o a cuando el propio General se atragantaba en lágrimas ante el desfile del cortejo fúnebre de Evita-, un presidente se emocionó hasta el llanto por un acontecimiento político o histórico. Sucedió el viernes en la apertura de los festejos del Bicentenario y fue justamente Cristina Kirchner, a quienes muchos acusan de gelidez e insensibilidad, quien quebró su voz cuando agradeció que le tocara ser la “presidenta del Bicentenario”. Es posible que no sea un gesto demasiado relevante para una columna política de los domingos, es cierto. Pero dice mucho de la trascendencia que la presidenta le otorga a su rol histórico en esta estas celebraciones.
Durante la semana, Tiempo Argentino publicó una nota en tapa sobre las banderas en los balcones y en los coches. La crónica daba cuenta de que los porteños habían decidido retacearle el celeste y blanco a su ciudad en una fecha fundamental de su propia vida histórica: el Bicentenario del día en que un grupito de vecinos soñó con que una “nueva y gloriosa nación país se levante a la faz de la de la Tierra”. Curiosamente, los “vecinos” de Buenos Aires no se celebraban a sí mismos en la construcción de ese país.
Durante doscientos años los argentinos nos hemos amado y odiado, nos hemos despreciado, amigado y vuelto a pelear. Durante dos siglos nos hemos robado, nos hemos explotado, hemos sido generosos, compañeros, correligionarios, chupandinos y pandilleros, hemos dado la vida por la patria, por la Santa Confederación, hemos alumbrado hijos, padres, abuelos, hemos enterrado a los nuestros, nos hemos exiliado, escondido, fusilado, engañado. Morimos por Mitre, por Alem o por Perón. Quisimos que la revolución fuera un sueño eterno, fuimos brutales a la hora de cegar y silenciar los sueños de los demás. Estaqueamos, encepamos, picaneamos. Nos hicimos los distraídos. Usufructuamos beneficios de planes económicos que hundieron al país, hundimos al país, lo levantamos a “prepotencia de trabajo”, “fuimos lo que debimos ser y no fuimos nada”. Fuimos derechos y humanos, civilizados y bárbaros, y claro, aterradoramente bárbaros cuando creíamos ser civilizados. Como casi todas las naciones del mundo hemos sido el cielo y el infierno.
Pero quizás hay dos características que sobresalen en este canto a la argentinidad al palo que significa esta columna. Dos características culturales que nos han marcado durante años, sobre todo a esta ciudad que hoy no se embandera como debería hacerlo. Arturo Jauretche habló ya de la “tilinguería” asumida por los sectores dirigentes y medios de la sociedad argentina. El tilingo es aquel que vive su existencia como si fuera algo que no es, es quien no defiende su identidad, quien defiende los intereses de aquello que no es, para semejarse a lo que aspira ser.
El autor de El Medio Pelo se quedó corto. La principal característica de los sectores dirigentes argentinos –empresarios, comunicadores, políticos, militares y ruralistas, entre otros- es lo que los mexicanos conocen como “malinchismo”. Término que deriva de la india Malinche que traicionó a los suyos acostándose con el conquistador Hernán Cortés, describe la conducta de deshonrar, desacreditar, hablar mal de lo propio admirando desmedidamente lo extranjero. Desde Bernardino Rivadavia a Domingo Cavallo los argentinos hemos aplicado muchas veces políticas económicas “malinchistas”; la ausencia de una verdadera burguesía nacional habla de nuestro “malinchismo”; desde el Facundo, de Sarmiento, a El atroz encanto de ser argentino, de Marcos Aguinis, nuestros intelectuales han sido “malinchistas”.
Incluso hablar de nuestro “malinchismo”, como hago en esta nota, es un acto “malinchista”.
Nuestra otra característica bicentenaria es el desprecio por los sectores populares. Por los indios, por los pobres, por los negros. Mientras los pueblos originarios realizaban su histórica marcha por Buenos Aires, los principales medios de comunicación “zocaleaban”: “caos de tránsito en la ciudad”. Es decir, los manifestantes eran invisibles como lo fueron durante siglos. Pero no sólo los habitantes de los pueblos originarios son invisibilizados. Más del 50 por ciento de la población argentina es mestiza y la mayoría de ese sector es pobre. Demasiada coincidencia para un país que se denomina a sí mismo “un crisol de razas”. Los argentinos tenemos el peor tipo de racismo: el racismo solapado, aquel que no se ve, que es apenas perceptible, pero se sufre. Sólo el peronismo interpeló a esos “cabecitas negras” y por eso obtuvo su fidelidad identitaria. Y el racismo argentino es consecuencia, sin duda, de nuestro “malinchismo”.
Por eso sorprendieron las lágrimas de la presidenta. Porque la humanización del acto del Bicentenario -en un gesto salido de libreto- nos recuerda que la Patria –“que hacemos entre todos y todos los días”, como dijo ella- es un desborde sentimental. Porque en esa emoción se coló la idea de que esta Patria mal entrazada somos todos: el chango de Iruya, la maestra mendocina, el oficinista entrerriano, el canillita porteño que hoy le tiró este diario debajo de la puerta, la piba que vende los chipá en el tren, el esquilador patagónico, el granadero que custodia los restos de San Martín, nuestros abuelos, las novias y novios que tuvimos, el profesor que nos hizo mejores, los amigos y, claro, usted, que lee estas líneas y yo que acabo de escribirlas. En cada cosa que decimos y hacemos individualmente se nos cuela un rincón de Patria. Porque todos somos un poco ella. Allí reside el secreto. No vivimos en “este país de mierda” como turistas rezongones. Todos somos parte de esta Patria dulzona y maltratada.

Moreno y el Plan del siglo XXI


“El mejor gobierno, forma y costumbre de una Nación es aquel que hace feliz al mayor número de individuos… Las fortunas agigantadas en pocos individuos, a proporción de lo grande de un estado, no sólo son perniciosas, sino que sirven de ruina a la sociedad civil, cuando no solamente con su poder absorben el jugo de todos los ramos de un estado, sino cuando también en nada remedian las grandes necesidades de los infinitos miembros de la sociedad”. La frase no pertenece a un revolucionario centroamericano del siglo XX. Ni a un líder de alguna agrupación foquista de los años sesenta. El dueño de esa sentencia, que vibra, que reclama, que interpela, es el supuesto padre del liberalismo argentino: Mariano Moreno, ese hombre aliñado, prolijo y mofletudo de los cuadros escolares. Sus palabras sorprenden. Están talladas en el Plan Revolucionario de Operaciones, el texto más importante del proceso independentista, y, que en estos tiempos de Bicentenarios, es necesario revisar, actualizar, discutir, traer al presente.
El Moreno del Plan de Operaciones no es el fundador de la tradición liberal en la Argentina, como sostuvo durante siglo y medio la “historia oficial”. Ese hombre delgado, oscuro, con el rostro picado de viruela y ojos conspirativos –tan diferente al de los retratos administrativos- es quien dio el puntapié inicial de esa tradición que se denomina el pensamiento nacional y popular (¿revolucionario?) en la Argentina.
En otro párrafo del Plan, Moreno escribe con lucidez cegadora: “Una cantidad de doscientos o trescientos millones de pesos, puestos en el centro del Estado para la fomentación de las artes, agricultura, navegación, etc., producirá en pocos años un continente laborioso, instruido y virtuoso, sin necesidad de buscar exteriormente nada de lo que necesite para la conservación de sus habitantes”.
El documento es de agosto del año X. Pero nos invita y nos obliga a pensarnos a los argentinos de hoy. No existen posibilidades a equívocos: Bajo el influjo de Manuel Belgrano, Moreno escribió esos párrafos referentes a la economía y sentó –acaso sin saberlo- las bases del nacionalismo económico en la Argentina: proteccionismo e intervencionismo del Estado son los dos pilares que aconseja el secretario de la Primera Junta para el crecimiento del país.
Justamente, esas son las dos herramientas que han utilizado los gobiernos que, en mayor o menor medida, han continuado con la tradición morenista: José de San Martín en Cuyo y Perú, Manuel Dorrego, Juan Manuel de Rosas, Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón, Arturo Illia, Raúl Alfonsín y el actual proceso político iniciado en el 2003. Porque si hay un termómetro que sirve para analizar el desempeño de los gobiernos a lo largo de doscientos años de historia, el esquema de Moreno es más que necesario: ¿concentración o distribución de la riqueza? ¿intervención del Estado en apoyo de un aparato productivo o asepsia absoluta para favorecer a los resortes especulativos de la economía?
Muchas de las políticas implementadas en los últimos tiempos: la Asignación Universal por Hijo, la jubilación para Amas de casa, el proyecto de ley para el matrimonio gay, la refinanciación de las deudas provinciales –que arrastraban pasivos desde los años noventa- y la desoligopolización de los medios de comunicación –el miércoles 18 la Corte Suprema de Justicia echará manos al asunto- traccionan claramente hacia la corriente “morenista”. Porque, por ejemplo, ¿qué hay más pernicioso para la sociedad civil que la comunicación “agigantada en pocos individuos”?
El Primer Centenario se encontró con un país fastuoso, arrogante, obsceno, con su población empobrecida, con la persecución a los inmigrantes con la inefable Ley de Residencia, con el fraude electoral como única herramienta de legitimidad política. Con fortunas “agigantadas en pocos individuos” y con un Estado mínimo y desprotector del aparato productivo industrial.
El clima cultural de los Bicentenarios es absolutamente contrapuesto al de 1910. Aún cuando los argentinos no hayamos podido resolver los problemas que acuciaron a la sociedad en los últimos cien años –a pesar de los intentos del yrigoyenismo y el peronismo históricos y del de cientos de miles de víctimas silenciosas que buscaron un país diferente-, el presente político no intenta celebrar con festejos profilácticos el “cumpleaños de la Patria”.
Hoy, los Bicentenarios –el proceso que celebra desde el chuquisaqueño 25 de mayo de 1809 hasta la declaración de la Independencia en 1816- están cargados de significado político. Lo que se discute es la matriz del capitalismo argentino para el siglo XXI. Y el autor del Plan de Operaciones formuló por primera vez la cuestión central que debemos hacernos al respecto, Siguiendo a Moreno un podría preguntarse: ¿será un Estado bobo que apadrine la concentración de la riqueza o será un Estado como lo soñaron Moreno, Belgrano, San Martín y Dorrego? Y por último ¿es necesario reescribir el Plan de Operaciones?

P.D: Moreno fue el periodista más importante de la Revolución de Mayo. Todo indica que murió envenenado en alta mar. En 1810 escribir era desgarrar y desgarrarse. Quizás, a doscientos años, ese, también, sea el signo de nuestro tiempo.

domingo, 9 de mayo de 2010

Momentos estelares

El austríaco Stefan Zweig, un representante del liberalismo europeo de la primera mitad del siglo XX, en su exquisito libro Momentos estelares de la humanidad –recientemente reeditado por Acantilado– se dedica a recuperar instantes sobresalientes del pasado occidental que él denomina “catorce miniaturas históricas”. Para Zweig, “ningún artista es durante las 24 horas de su jornada diaria interrumpidamente artista”; por eso, amigo consecuente de la singularidad, define “momento estelar” de la siguiente manera: “Lo que por lo general transcurre apaciblemente de modo sucesivo o sincrónico se comprime en ese único instante que todo lo determina y todo lo decide. Un único ‘sí’, un único ‘no’, un ‘demasiado pronto’ o un ‘demasiado tarde’ hacen que ese momento sea irrevocable para cientos de generaciones, determinando la vida de un solo individuo, la de un pueblo entero e incluso el destino de toda la humanidad”. El autor de El candelabro enterrado propone entonces como ejemplos un gesto de Cicerón, la conquista de Bizancio, la creación de “La Marsellesa”, el descubrimiento de El Dorado, entre otros.

En estos días, se conmemoran aniversarios de varios momentos estelares de la humanidad: la toma del poder por parte de los sandinistas en Nicaragua –acaso la revolución de los poetas–, el levantamiento franquista que da inicio a la Guerra Civil Española, el asalto al cuartel de La Moncada en Cuba, el nacimiento de Antonio Machado, la muerte de Eva Perón –quizá la mujer que ametralló de “momentos estelares” la historia argentina. Seguramente por culpa de Beatriz Luque, mi profesora de literatura del Mariano Moreno, una hija de republicanos exiliados que me acercó a la generación española del 98, a los poetas del 27 y del 36, siempre me sentí cercano a esa historia que no me pertenecía ni por nacionalidad ni por herencia sanguínea. Por esa razón, cualquier aniversario de la Guerra Civil Española no me resulta inadvertido. Y para mí, el momento estelar de ese gran conflicto, que fue la antesala de la Segunda Guerra Mundial, ocurrió el 12 de octubre de 1936, y su protagonista fue el escritor y filósofo vasco Miguel de Unamuno. La anécdota, claro, es aquella del salón de actos universitario en que el hombre de barba cana enfrentó al general José Millán-Astray.

Unamuno, como muchos escritores e intelectuales de su época –desde Víctor Hugo a Leopoldo Lugones, por ejemplo–, se pensaba a sí mismo como la encarnación del espíritu de su patria. La reivindicación que hace de la figura del Quijote en ese libro de magnífica melancolía vital que es Del sentimiento trágico de la vida (1913) y en Vida de don Quijote y Sancho (1905 es –en términos nietzscheanos– un “rescate monumental”, muy similar al que hace Lugones en su texto El payador con el Martín Fierro, también en 1913. Trae al Quijote no como figura petrificada por el pasado sino para que actúe en el momento histórico, para que sirva de modelo y ejemplo. En una operación cultural muy interesante, Unamuno propone al Quijote arquetipo y al mismo tiempo se propone a sí mismo como Quijote. Y es en Del Sentimiento trágico… donde el autor de Abel Sánchez despliega ese humanismo radical –en palabras del teólogo Hans Küng– que llevará hasta las últimas consecuencias: “El hombre es un fin, no un medio. ¿Y qué es el derecho a la vida? Me dicen que he venido a realizar no sé qué fin social. Yo siento que yo, lo mismo que mis hermanos, he venido a este mundo a realizarme, a vivir”.

La acción de mi momento estelar de la humanidad transcurre en la Universidad de Salamanca. Unamuno había enfrentado al rey de España, al dictador José Antonio Primo de Rivera, había sido diputado socialista de la República y había abjurado de ella cuando el gobierno avanzaba hacia la reforma agraria y otras reformas de corte socializantes. En julio de 1936, levantó su voz en apoyo a los fascistas que se habían vuelto contra la República. Era uno de los pocos intelectuales españoles que apoyaba a los “nacionales”. Y allí estaba ese 12 de octubre en el palacio de arquitectura plateresca –el relato es de Hugh Thomas– participando de un acto del Día de la Raza e indignándose mientras oía los discursos en contra del País Vasco y Cataluña, a quien José María Pemán acusaba de “cánceres en el cuerpo de la nación” y alentaba a que “el fascismo, que es el sanador de España, sabrá como exterminarlas, cortándolas en carne viva”... En ese momento, alguien en la platea gritó el necrofílico lema de “¡Viva la muerte!”, y el general Millán-Astray, que había perdido un ojo y un brazo en la guerra de Marruecos, comenzó con los “España…Una. España… Grande. España… Libre”. La universidad se había convertido, entonces, en el templo de intolerancia y el fanatismo.

Unamuno se levantó y de manera quijotesca pronunció uno de los discursos más conmovedores –por su bizarría y belleza– del siglo XX: “Acabo de oír el necrófilo e insensato grito de ‘¡Viva la muerte!’, y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán-Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero, desgraciadamente, en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor”.

Millán-Astray lo interrumpe exaltado y brama: “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”, y la multitud lo aclama. Pemán, alza la voz y agrega: “¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!”. Unamuno, entonces, imperturbable, con la parsimonia de un hombre que sabe que está pronunciando un “no” único, que protagoniza un momento irrevocable para el destino de toda la humanidad, un instante sublime de la Historia, que está construyendo con sus actos la verdad poética de que la razón vence a la fuerza, concluye: “Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho”.

Unamuno debió salir acompañado por Carmen Polo Martínez Valdez –la mismísima mujer de Franco– para que los fascistas no lo lincharan en la sala de la universidad. El autor de Niebla se refugió en un oscuro silencio, cargado de decepción y desesperanza. Agonizó espiritualmente dos meses, hasta que el 31 de diciembre de 1936 falleció inesperadamente. Si no hubiera muerto de tristeza, su instante estelar habría perdido fuerzas. Para enfrentar a la muerte, Unamuno simplemente murió. “Si un filósofo no es un hombre, es todo menos un filósofo”, escribió alguna vez. Frente a Millán-Astray, Unamuno tuvo su instante borgeano. Como en la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz supo en ese momento no sólo cuál era su destino sino también cuál había sido la razón de su existencia. Unamuno supo ese día quién era. Se había convertido en filósofo. Y le demostró a toda la humanidad que era posible ser sencillamente un hombre.

Artigas

La anécdota la conocí en la Facultad de Ciencias Sociales, en una de esas aulas empapeladas de carteles con siglas de grupos de izquierda impronunciables, una profesora de cadencia arrabalera la narró no sin cierto don histriónico. El protagonista es Giuseppe Garibaldi, el héroe romántico nacido en la Niza italiana del siglo XIX, aquel que con sus mil camisas rojas invadió la península a través de Sicilia, le dio su merecido al Vaticano y le ofreció a Vittorio Emanuele II, soberano de la Casa de Saboya, el territorio unificado de Italia. Contaba mi profesora que en una engalanada fiesta de la Corte, después de firmado el Tratado de Turín, entre la casa de Saboya y Francia, por el cual la Niza italiana se convirtió en la Nice francesa, Garibaldi, que tenía más de bersagliere que de cavaliere, les escupió en la cara al rey y a su ministro Cavour: “¡Traidores, yo les construí una nación y ustedes me dejaron sin patria!”. Tenía razón: él, que había llevado adelante la campaña militar de la unificación italiana, ya no era italiano sino francés, porque la Corona había entregado a Francia la ciudad donde él había nacido. Había sido convertido por el desdeñoso rasgueo de una pluma sobre un papel en un apátrida.

En nuestras tierras también tenemos un apátrida célebre. Un rioplatense que ayudó a liberar a su patria y fue despojado de ella. Su nombre es José Gervasio de Artigas y fue, quizás, el revolucionario y demócrata más profundo de los próceres argentinos. Porque, mal que les pese a orientales y occidentales, Artigas fue un argentino hasta el último día de su vida. Y, como ocurrió con Garibaldi, también se quedó sin patria.

La primera marca argentina de Artigas figura en el Plan Revolucionario de Operaciones, de Mariano Moreno, quien, en su capítulo dedicado a la Banda Oriental, recomienda entrar en tratativas con el capitán de blandengues José de Artigas. Pero es el propio jefe oriental el que con su acción política demostró su voluntad por mantener su argentinidad. Entre los años 1810 y 1820 participó política y militarmente dentro del territorio de las por entonces Provincias Unidas, y su protectorado de los pueblos libres abarcó la Banda Oriental, la Mesopotamia, Santa Fe y Córdoba. Su proclama de Mercedes, el 11 de abril de 1811, reconoció la regencia de la Junta de Buenos Aires, y encabezó el éxodo oriental hasta tierras occidentales. Además, la versión original del himno argentino celebraba las victorias de San José y Piedras, libradas bajo la comandancia de Artigas en suelo oriental. En 1812 estableció que la Provincia Oriental formara parte indisoluble de las Provincias Unidas y envió sus diputados a la Asamblea del año XIII con instrucciones precisas: independencia, federalismo, libertad civil y religiosa, forma republicana de gobierno, ubicación del gobierno federal fuera de Buenos Aires. Sus exigencias fueron demasiado para los políticos porteños, que deseaban un maniobrable país-maceta con ellos a la cabeza. Artigas, entonces, se convirtió en enemigo acérrimo de los directoriales –posteriormente unitarios– que hicieron lo posible, lo imposible y lo aberrante para sacarse de encima al líder oriental. Es decir, intentaron sobornarlo con la independencia del Uruguay, pero Artigas se negó dos veces. Finalmente, el director supremo, Juan Martín de Pueyrredón, pactó con los portugueses la entrega de la provincia a cambio de que le sacaran de encima a Artigas.

El líder de los orientales continuó con su derrotero hasta que vencido por el, al menos, irresponsable caudillo entrerriano Francisco “Pancho” Ramírez, se exilió en el Paraguay. Cuando Uruguay se independizó, Artigas exclamó: “Yo ya no tengo Patria”. Y tenía razón: Su patria, las Provincias Unidas del Río de la Plata, había expulsado a la provincia donde él había nacido. Artigas se había convertido en un apátrida que añoraba una nación que ya no existía: la gran federación americana. Antes de morir, en septiembre de 1850, apenas un mes después que José de San Martín, encabezó su testamento: “Yo, José Gervasio de Artigas, argentino, de la Banda Oriental…”. Como en los melodramáticos versos de Carlos Guido y Spano, Artigas había sido “argentino hasta la muerte”.

Hay, en el exilio de Artigas, una fuerza metafórica que alumbra una verdad poética. Quizá, el líder de los orientales haya sido el desterrado perfecto: es un exilado que añora una patria que no existe. Y quizá, de alguna manera, todos los habitantes de las provincias de la Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay formemos parte del mismo ostracismo. Tal vez todos hayamos quedado cautivos en esa imposibilidad de retorno, en esa melancólica certeza de saber que nuestros paisitos son más pequeños y mezquinos que el quimérico desvarío de José Gervasio de Artigas.

Perón, Pino, Cooke y Sabbatella

Hernán Brienza
“-¿Cómo identificamos al aliado y al enemigo? Usted definió al compañero y al traidor, ¿puede definir al aliado?
-Bueno, un aliado es el que trabaja por la misma causa que trabajamos nosotros. También lo dice Mao: `Lo primero que el hombre ha de discernir cuando conduce es establecer, claramente, cuáles son sus amigos y cuáles sus enemigos`, y dedicarse después, esto ya no lo dice Mao, lo digo yo: al amigo, todo, al enemigo ni justicia. Porque en esto no se puede tener dualidades. Todo el que lucha por la misma causa que nosotros es un compañero de lucha, piense como piense. Y nosotros no tenemos que tener suspicacias, en ese sentido, porque ninguno de los grupos que se incorporan al peronismo, con buenas y otras veces con peligrosas intenciones, nos harán peligrar a nosotros. Porque todavía nadie ha conseguido teñir el océano con un frasco de tinta”.
Quienes realiza la pregunta la pregunta son los jovencísimos Octavio Gettino y Fernando Pino Solanas y el que responde con su pintoresquismo habitual no es otro, claro, que Juan Domingo Perón, en esas charlas filmadas que mantuvieron en Puerta de hierro, en el exilio madrileño del viejo General, entre julio y octubre de 1971. En ella, el líder del justicialismo vuelve a formular una de las principales máximas de su pensamiento político: la estrategia militar. Para Perón, la primera operación que debe hacer todo hombre político es la definición del enemigo para, luego, establecer tácticas y estrategias.
Esta semana, uno de los entrevistadores de ese Perón –Pino, claro- ha trepado a la tapa del diario Clarín gracias a su frase “La perla negra del día es para Sabbatella, el testimonio de la vergüenza” y al mismo tiempo ha recibido la calurosa bienvenida de Mariano Grondona quien le dijo con ternura de lavanderita “Sepa, Pino, que yo me siento cada vez menos alejado de usted”. Los síntomas pondrían en alerta a cualquier hombre del progresismo, de la centro-izquierda, del campo nacional y popular o como se quiera llamar. El diario que representa al grupo mediático más concentrado y el intelectual orgánico de la “derecha” argentina han abierto las puertas y han dejado que se sacudiera los pies en el felpudo de su casa. Solanas es un hombre de destacada trayectoria política y cultural; a su arte comprometido –La hora de los hornos, El exilio de Gardel, Sur- se suma también su militancia en el Frente del Sur, en 1992, desde dónde intentó enfrentarse a la por entonces locomotora menemista. En los últimos meses se enfrentado con excesivo ahínco a las políticas del gobierno de Cristina Kirchner, al que caracterizó como “lo mismo que el de Carlos Menem” en una operación ideológica que consiste en diferenciarse homogeneizan lo desigual para obtener rédito político personal. De más está decir que menemismo y kirchnerismo no son lo mismo: la tracción que ejerce el actual gobierno es diría a contramano de la del de la década del noventa. Basta repasar las medidas de los últimos tres años y la elección de sus adversarios: el conflicto con los exportadores sojeros, la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, la Asignación Universal por hijo, la Jubilación para amas de casa para, por lo menos, atemperar las ganas de meter a todos los gatos en la misma bolsa.
Por su lado, Sabattella, un hombre que viene de la izquierda tradicional no peronista, que conoce los sinsabores y la rutina de la gestión ejecutiva –uno podría decir que no sólo no entrevistó a Perón sino que, además, abrevó en otras literaturas- ha decidido realizar un análisis –esto dicho con humor- “peronista” de la situación. Y ha elegido como exegeta del peronismo –aún cuando no lo haya hecho efectivamente, claro- a uno de sus hombres más interesantes de ese movimiento: John William Cooke. El “Bebe” escribió en otros tiempos que “el peronismo no desaparecerá por sustitución sino mediante superación dialéctica, es decir, no negándolo, sino integrándolo en una síntesis”.
Desde la irrupción del Yrigoyenismo en la historia argentina, la izquierda siempre ha tenido problemas para analizar y actuar frente a las experiencias de mayor o menor componente nacional y popular. El síndrome “Américo Ghioldi” o “Victorio Codovilla”, consiste en enfrentarse, en nombre de un purismo ideológico cerrar filas con los sectores del conservadorismo político, económico y social, a experiencias relativamente progresistas. O en palabras del Perón del 73: “la izquierda de la izquierda es funcional a la derecha”.
La historia se repite alternativamente como tragedia y comedia sucesivamente. Aprender de los errores de construcción política es una obligación de los dirigentes políticos del campo “nacanpop” y exige, también, una responsabilidad en los resultados futuros. Por último, en esa misma entrevista que dio en Madrid, Perón –siempre afecto a los ejemplos- relató la siguiente anécdota: “Decía el mariscal de Sajonia que él tenía una mula que le había acompañado en más de diez campañas, pero decía también: `La pobre mula no sabe todavía nada de estrategia”. Más allá de la humorada, seria saludable que la centro-izquierda sea como los perros de pueblo: que le chumben a los gobiernos para marcarles el rumbo pero que nunca se le pongan delante para entorpecer el paso y dejar pasar a los fabricantes de tinta china.

Nosotros y los otros

Siempre pensé (y sigo pensando) que quien no sale de sí mismo, quien no se enajena para mirarse, quien no se reflexiona desde afuera, lleva en su pecho el germen de la hijoputez. Siempre supe que quienes actúan decididos, quienes creen tener la razón y actúan en consecuencia con su tozudez se convierten en pichones de fascistas, sean estas personas del color y del sexo que elijan ser: aun cuando se disfracen de víctimas, aun cuando se disfracen de progresistas. Y siempre supe, claro, que el autoritarismo no es otra cosa que una gran demostración de ignorancia, que no es exactamente lo mismo que falta de ilustración. Emmanuel Levinas, ese gran filósofo humanista judío, sostiene que uno es responsable del Otro y que se hace cargo de ese otro cuando lo mira al rostro, cuando comprende que el rostro de ese Otro es también nuestro propio rostro. Si se me permite la humorada, uno podría decir que cuando más Otros vea uno, más responsable de Otros se hace. Es decir, para escaparse del autoritarismo propio no sirve mirar embelesado nuestro propio rostro al espejo muchas veces ni viajar en muchas oportunidades a un solo lugar. Estoy por hacer, claro, un elogio del viaje.

En enero tuve la oportunidad de viajar a México y a Cuba para mirar rostros, para vivir entre su gente, para caminar por las calles del De Efe y de La Habana, para sumergirme en las librerías de viejos de la calle Donceles, ahí muy pegadita al Zócalo, y para respirar el aire húmedo del Malecón repleto de muchachas y muchachos que se debaten entre mirar hacia Miami o sostener las fachadas de las casas que se derrumban sobre el Malecón. Pude comprobar que, como decía Mario Benedetti, en La Habana “hay mulatas en todos los puntos cardinales” y que México es un país habitado por gente que tiene dos mil años de historia en su rostro y los muestran en cada mirada de altivez o sumisión.

Viajar sirve para mirar al Otro. Y mirar al Otro significa, en una dialéctica irrefutable, mirarse a sí mismo. Quien viaja se recorre. Durante el viaje uno sabe quién es, porque se reconoce en los Otros. Mi Virgilio mexicano, Juan José Carrillo, un lúcido politólogo de la UNAM –esa “monstruosa” ciudad universitaria pensada para un país con destino de grandeza. Digresión dentro del entreguionado: los murales de Juan O’Gorman de la biblioteca de la universidad son mucho más apabullantes de lo que uno puede percibir en las fotos– me acompañó por las librerías y me regaló un tomo de un libro clásico de la filosofía política de su país: La raza cósmica, escrito por José Vasconcelos en 1925.

Nacido a finales del siglo XIX, Vasconcelos fue el hombre de cultura más importante de la poderosa y romántica Revolución mexicana. Para cumplir con mi rol de turista cursi, decidí sentarme a leer el libro en el Café de Tacuba, mientras me servían un café con leche con pan dulce y una concha de miel chocolate (perdón por la broma chusca). En las primeras páginas, Vasconcelos realiza un estudio positivista del origen y el futuro de las razas que hoy puede resultar apenas pintoresco, pero hacia el final de su trabajo, el autor del Ulises criollo publica una serie de crónicas de viaje que incluyen a Brasil y la Argentina. Obviamente, me leí de un tirón esas crónicas, consciente de que había entrado en una paradoja intelectual digna de los guionistas de Lost, es decir, estaba conociendo(me) México a través del recorrido que un mexicano hacía de sí mismo en su viaje a la Argentina. (Juro que en ese momento temí que me comenzara a sangrar la nariz). Y Vasconcelos es muy generoso con la Argentina. Dice: “En el siglo de Independencia no ha habido país latinoamericano que iguale a la Argentina en cultura. Será uno de los primeros países del mundo así que se incorpore el río Paraná. Entonces, sólo los Estados Unidos y el Brasil podrán competir con ella… Es el foco mayor de la cultura española en el continente… La organización social del país entero es la más avanzada del continente y esto le da un promedio mayor de inteligencia disponible… La Argentina será el faro en la noche hispanoamericana… Buenos Aires se convierte en el centro del pensamiento iberoamericano; Buenos Aires es nuestro París, la capital de nuestra América… El pensamiento argentino es claro, amplio y generoso, con algo de la vastedad de la pampa y la frescura de los grandes ríos. Pensamiento constructor, no destructor, optimista y sereno, genuinamente idealista, pero con solidez, sinceridad y equilibrio. La Argentina es a la vez el país más fuerte y el más hermoso de América”. Cuando terminé de leer, el café, claro, estaba frío. Sacudí la cabeza con un gesto “malinchista” (de Malinche: Dícese de quien vive criticando lo propio, deporte preferido de los argentinos), y sonreí con templada nostalgia por mi país que en ese momento me quedaba tan al Sur. Le leí orgulloso el párrafo a Carrillo y me miró con una sonrisa piadosa: “Bueno, ahora no ocurre eso, precisamente”, dijo lacónico. Touché.

Esa noche cometí otra paradoja “lostiana”. Me conecté a internet para recorrerme (recorrer el país de uno siempre es recorrerse) en las palabras del filósofo español José Ortega y Gasset, quien visitó la Argentina tres veces entre 1916 y 1939. Y leí cómo en varios de sus trabajos escribió: “Acaso lo esencial de la vida argentina es eso, ser promesa… La forma de existencia del argentino es lo que yo llamaría el futurismo concreto de cada cual. No es el futurismo concreto de un ideal común, de una utopía colectiva, sino que cada cual vive desde sus ilusiones como si ellas fueran ya la realidad… El pueblo argentino no se contenta con ser una nación entre otras: quiere un destino peraltado, exige de sí mismo un futuro soberbio, no le sabría una historia sin triunfo y está resuelto a mandar… El argentino típico no tiene más vocación de ser ya el que imagina ser. Vive, pues, entregado, pero no a una realidad sino a una imagen. Y una imagen no se puede vivir sino contemplándola. Y, en efecto, el argentino se está mirando siempre reflejado en la propia imaginación. Es sobremanera Narciso. Es Narciso y la fuente de Narciso… ¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes del brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”.

La parábola “lostiana” había sido completada. Era un argentino en México hurgando narcisísticamente en los recorridos que otros hacían de mí. Miraba al Otro sólo para mirarme a mí. Era un giro extrañamente leviniano. Tenía razón Ortega: los argentinos –políticos, periodistas, almaceneros, prostitutas, sacerdotes, intelectuales, taxistas, la chica que pasa frente al ventanal toda mojada por la lluvia y el diariero que protesta– estamos sumidos en un narcisismo que nos impide ver las cosas. Juan Domingo Perón decía que “la única verdad es la realidad”. Era una enseñanza de una profundidad inabarcable que no fue comprendida. Los argentinos seguimos creyendo que “la única verdad es la ficción que queremos imponerles a los demás”. Entonces, no nos vemos ni a nosotros ni a los Otros. Y seguimos siendo autoritarios. Porque queremos imponer nuestras ficciones a los demás. Fundamentalmente, porque nos ignoramos. Y porque somos narcisistas, que es la más sublime y elegante forma de ser ignorantes.